Versabé surgió antes de que yo naciera. Nicolás Ortega, su dueño, era un argentino inmigrante que quiso probar suerte en Medellín. Montó un restaurante café en pleno centro de una ciudad pequeña. Muy pronto, le impregnó su estilo gaucho y lo convirtió en la sede de sus coterráneos. A la entrada, frente a la vitrina que exhibía panes y postres, estaban las fotos de jugadores argentinos, inscritos en los equipos colombianos, y un cartel con la foto actualizada de la Selección argentina de 1996.

En el interior, las mesas con sillas incorporadas, al estilo de los confesionarios, ocupaban en forma de galería el costado izquierdo, justo en el que aparecían los cuadros de Carlos Gardel y Agustín Magaldi. Al otro lado, una foto gigantesca de Jorge Luís Borges miraba sin ver, las mesas intercaladas y el estrecho espacio libre que daba paso a visitantes y meseros.

La cocina y panadería estaban al fondo, integrada del resto y con vista para que los comensales vieran la preparación de los platillos. La especialidad eran las empanadas argentinas, las chilenas y el aceitoso churrasco de tres cuartos.

Por aquellas mesas pasaron la alta y mediana burguesía, los primeros poetas, los nadaístas con sus melenas largas y con los sueños altruistas de no hacer nada y vivir para contarlo; profesores, estudiantes, unos pocos comerciantes, y uno que otro jubilado, que a punta de gaseosa y una billetera atiborrada de dinero, seducía a niñas para que les vendiera su amor.

También llegaron los hombres de la radio. Trabajaban a unas pocas cuadras del lugar. Por lo general, iniciaban el día con un tinto, para amortiguar el olor de aguardiente consumido el día anterior. Luego continuaban la beba acompañados de algunos políticos o de un malandrín, que en términos generales son lo mismo. Cuando llegué al lugar, la radio estaba de moda y ellos eran los artistas del momento.

Era la única mesera, entre tres compañeros. El puesto heredado de mi padre, me garantizaba tener un buen jefe, los tres platos de comida y el dinero suficiente para pagar un piso de estrato tres. ¿Qué más podría desear un ser tan diminuto como yo? – Aceptaba los comentarios sin objetar. En el fondo pensaba lo mismo. Tenía una vida sin sentido, tan sola como mi soledad en cada uno de los hechos que realizaba. Nadie me esperaba, nadie pedía nada de mí. Era responsable de mi vida y de cumplir a plenitud el trabajo para no depender de nadie.

Don Nicolás me contrato por mi falta de atributos físicos. Para los clientes y para los compañeros no representaba ningún peligro. Ni siquiera era objeto de burla. No sé si por mis carnes pegadas a los huesos, mis ojos protuberantes o la línea neutra de mi boca, no despertaba ningún sentimiento. No era nada. Un ser invisible. De ahí mi gusto por los seres invisibles, en especial uno de ellos: La mosca.

Siempre quise ser una mosca. Desde que era niña las miraba con admiración, aquella forma de estar en todas partes, sin ser percibida, me parecía increíble. Muchos años después, cuando pasaba mi vida de mesa en mesa, entre pedidos y entregas, las volví a ver. En especial una, con destellos rojos. Sus ojos ocupaban gran parte de la cabeza, me impresionaba su pequeñez y su habilidad para escapar del peligro.

Fue en esa mañana que la vi. Guiada por el olor, se paseaba entre la cocina y las mesas. Se posó en el cabello de un viejo tinterillo, que con palabras relamidas intentaba embaucar a una mujer con mirada cándida. A un batir de alas, pasó al vaso con agua de un profesor de literatura. Lo vio leer un párrafo de su último libro, mientras su pupila jugueteaba en un intento por descubrir que había detrás del escote de su joven estudiante. De repente, escuché el sonido de un periódico sobre la mesa. El sobresalto me llevó hasta el lugar, donde la mosca permanecía aplastada. La cogí con gran cuidado para llevarla a la cocina y ver su real estado, pero en ese momento él me miró. Era la primera vez que lo hacía. No era un hombre cualquiera, era Jaime Pelón, el escritor de El Triunfo de la Ley, la serie que narraba los principales actos delictivos. Por lo general, la policía encontraba a los culpables y los llevaba a la cárcel. Era el mismo, con su sombrero y su bigote de bandolero mejicano, que le tapaba buena parte de la boca. Siempre con su vestido de frac, a pesar de estar pasado de moda. Me gustaba verlo escribir. Arañaba su bigote y después tomaba nota en una pequeña libreta. En ese momento se aislaba de todos y de todo. Su lápiz garabateaba con rapidez. Su rostro permanecía ausente en un pasar de hojas hasta que su risita picara y victoriosa le volvía a dar vida a su rostro. Se bogaba su aguardiente y decía algo a sus compañeros. Todos reían a carcajadas. Él era único hasta en su manera de reír. Esta vez, se reía de mí. Quise reír también, pero mis pasos corrieron hasta la cocina y lloré sin saber el por qué.

Fue en ese momento de decidí hacerlo. Ya no era suficiente escuchar su seriado radial, o verlo abrazado con diferentes mujeres, esta vez quería saber ¿quién era? de ¿Dónde sacaba todas aquellas historias? ¿Qué lo motivaba a vivir? Esa obsesión se apoderó de mí.

Sinopsis

Esta historia se desarrolla en un restaurante café en el centro de la ciudad. Allí trabaja Rocío, la protagonista de esta historia. Una mujer sin nada que exhibir, a excepción de la piel blanquecina pegada a los huesos. Diminuta y con movimientos rápidos sabe ejercer su oficio de mesera. Su labor la hace de manera mecánica. No tiene ambiciones, sueños o amores. Se podría decir que es una mujer que vive en la rutina de su trabajo. Su identificación con las moscas, la llevan a profundizar en sus cualidades: visión de 360 grados. Audición por medio de setas que recogen de manera clara las vibraciones del sonido, y lo principal, su tamaño, que la hace imperceptible y a la vez la hace más veloz para el vuelo y para no ser exterminada. Todas estas características la emocionan. Si ella fuera mosca, pasaría de escuchar fragmentos de conversaciones entre el pedido y la entrega del producto, a tener toda la información. Se podría posar y escuchar las diferentes versiones. Es más, podría volar al lado de las que le parecieran más interesantes y así descubriría esos otros mundos y lo que esconden esas otras personas. Siempre decía: Si las moscas se alimentan de los deshechos, yo también lo hago. Me nutro de las conversaciones de los demás. Las palabras son los deshechos, las lanzan para parecer comunes y que los dejen en paz, pero siempre se guardan algo, lo más importante, eso secreto que siempre tratan de proteger. Me limito a divagar con las pocas pistas que me dejan, pero quiero saber qué hay más allá.

Todo tiene un precio y mucho más si se descubren los secretos más profundos, en los cuales están involucradas otras vidas. La mayor sorpresa es cuando Rocío traspasa las características de ser mosca. Pasa de ser espectadora de historias ajenas a ser protagonista. No es sólo escuchar, es involucrarse y querer intervenir en ellas. Es decidir si se guarda silencio o se convierte en cómplice. Es comprender, que a pesar de su habilidad, la mayoría de las moscas mueren aplastadas.

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