EL SECRETO DE LAS MONTAÑAS

EL SECRETO DE LAS MONTAÑAS

Nerea F.B.

02/04/2018

Capítulo 1

De todas las dolorosas costumbres de mi hermano que había intentado borrar de mi vida, aquella era la única de la que no podía deshacerme. Había dejado de comer palomitas de maíz porque me recordaban al sabor de nuestras tardes de domingo en la adolescencia, cuando éramos capaces de ver más de cinco películas de terror seguidas mientras devorábamos paquetes enteros. Había dejado de escuchar música country porque me recordaba a su afición por las películas del oeste. Había dejado de beber Coca-cola porque me recordaba a su aliento dulzón a la hora del almuerzo. También había dejado de cocinar torrijas porque era su postre favorito. También había dejado de comer los domingos en casa de mis padres, donde el silencio que acompañaba a cada cucharada de paella era absolutamente insoportable. Por supuesto, ya no me había vuelto a poner la camiseta de Nirvana que él me había regalado porque, aunque era suya, él sabía que me encantaba robársela los sábados por la noche y conjuntarla con unos vaqueros rotos y mis viejas converse rojas. Había intentado desesperadamente, de forma inconsciente pero absolutamente necesaria, librarme de cada objeto, costumbre, sabor u olor que me recordase que mi hermano estaba muerto. Que su corazón se había parado a causa de una sobredosis de heroína. Que yo no había podido salvarlo.

Pero esa era la única, muy a mi pesar, de sus costumbres que cada mañana repetía mecánicamente. Sin pensar. Lo hacía mientras me repetía a mí misma, como si se tratase de un mantra, que aquella sería la última vez. Pero nunca era la última, al día siguiente lo volvía a hacer. Quizás yo también tuviese mis propias adicciones después de todo. Aún ahora sigo haciéndolo y, aunque el dolor se ha difuminado como el arco iris con las últimas gotas de lluvia, su memoria vuelve a mí en cada taza, en cada sorbo; en el aroma inconfundible del café.

Aquel viernes caluroso que anunciaba el final del estío, me levanté con un nudo en la garganta y las ya permanentes ojeras violeta bajo mis ojos hinchados. Igual que hace ciento ochenta mañanas, cuando reconocí su cadáver ceniciento sobre una camilla metálica y con una sábana arrugada cubriéndolo. La única diferencia era que esta vez pesaba diez kilos menos y aparentaba diez años más. Me había convertido en un esqueleto pálido de cuarenta y nueve kilos y un metro setenta. Ya no quedaba ni rastro de mis piernas atléticas, de mis caderas redondeadas ni de mis pechos. Mis pómulos eran dos cráteres en medio de mi tez lunar, surcada por lagos violáceos bajo mis ojos cian. Mis manos nunca tan venosas, mis clavículas, mi pelvis y mis rótulas nunca tan marcadas, mi pulso nunca tan inestable. Mi vida nunca tan vacía.

Y ahí estaba, sentada al borde de la cama, con un camisón blanco, descalza y con la larga y enmarañada melena de ámbar pegada a mis mejillas húmedas y a mi espalda sudada. Enfrentarse al comienzo de cada día era la parte más complicada. Me puse una chaqueta de punto sobre el camisón y me calcé las chancletas. Me recogí la melena en un moño sobre la coronilla con una goma y, con los ojos aún legañosos, atravesé el pequeño pasillo de mi piso de cincuenta metros cuadrados y ochenta años de antigüedad, de un barrio madrileño de clase media del que ya no recuerdo ni el nombre. Al llegar a la cocina seguí mi ritual habitual: encendí la radio -había vendido la televisión de pantalla plana y cincuenta y cinco pulgadas para pagar el alquiler de ese mes-, abrí la ventana de par en par, puse la cafetera en el fuego y me asomé por la ventana apoyada en el alféizar. Una iglesia cercana daba las doce del mediodía y un pájaro distraído casi choca contra el cristal de mi ventana. El ruido estridente de la nueva canción de Lady Gaga me sacó de mi ensimismamiento, fruto del efecto de los ansiolíticos. Retiré la cafetera metálica de mi abuela, toda una antigüedad, y me serví el café negro, puro, sin una gota de leche ni de azúcar, tal y como a él le gustaba. Tal y como a mí me gustaba. Tal y como nos gustaba a los dos. Con la taza humeante quemándome las palmas de las manos me dirigí al cuarto de baño donde abrí el grifo de la bañera, puse el tapón y me quité la chaqueta. Me senté sobre la taza del váter mirando cómo caía el agua y permanecí así durante un par de minutos. Después cogí la taza y bebí un amargo, reconfortante y estimulante trago de café. Aspiré su aroma y dejé la taza limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano. Me miré al espejo, me solté la melena y acaricié mis párpados hinchados. Suspiré. Volví a coger la taza -que había dejado apoyada sobre un armario que utilizaba como botiquín- y me la terminé de un trago. Mi vida se iba desmoronando a pasos agigantados y la mayor prueba de ello no era ni la falta de higiene, ni el aislamiento voluntario ni el ayuno: era absolutamente incapaz de escribir de nuevo. Desde que había terminado la carrera de Historia y el Máster de Profesorado, había compaginado mis trabajos ocasionales en diversos colegios e institutos privados con mi verdadera pasión: escribir novelas. Nadie hubiera dicho cuando comencé que con veintiocho años ya habría publicado tres novelas con algunas de las editoriales más importantes de España y que una de ella, traducida a más de quince idiomas, se había convertido en un bestseller internacional. Tal había sido el éxito que, a petición de mis seguidores de mi página de Facebook y de la propia editorial, iba a escribir una segunda parte. Iba a comenzar a escribirla hacía seis meses, cuando mi teléfono móvil sonó y un policía me dijo que habían encontrado el cadáver de Adrián en un banco del parque de El retiro. Desde entonces había sido incapaz de escribir ni una sola línea. Dejé el trabajo en el Instituto británico en el que estaba cubriendo una baja por maternidad, enseñando Historia de España a adolescentes del barrio de Salamanca, y comencé terapia. Tres meses después creí que la literatura, como ya lo había sido en otras ocasiones, iba a ser mi refugio, pero no fue así. Quizás el hecho de que Adrián fuese el único que creyó en mí como escritora tuviese algo que ver.

Estaba quitándome el camisón para sumergirme en el agua fresca cuando sonó el teléfono fijo. Como cada vez que eso ocurría se me aceleró el corazón: sólo mi abuela, desconocedora de las nuevas tecnologías, me llamaba al fijo. Dado que mis padres murieron cuando yo y mi hermano éramos unos niños, mi abuela había sido madre, padre y abuela. Después de mi hermano era la persona más importante del mundo para mí. Salí disparada hacia el salón y cogí el teléfono con una ansiedad impropia de mi. La voz tranquila y sin signos de agonía de mi abuela me tranquilizó. Sin embargo, las noticias no eran precisamente alegres. Su cuñado, mi tío abuelo Arturo, hermano de mi abuelo, había fallecido de un ataque al corazón mientras dormía. En los últimos años no había tenido mucha relación con él porque había decidido, por voluntad propia, ingresar en una residencia en su ciudad natal: Zaragoza, cosa que había disgustado mucho a mi abuela. Pero cuando era niña recuerdo que siempre estaba en casa, charlando con la abuela sobre mi abuelo, que la dejó viuda después de tener a mi madre, su única hija. La abuela siempre acababa llorando con las anécdotas que le contaba el tío Arturo. Además cocinaba unas rosquillas deliciosas y contaba unos chistes buenísimos. Cuando cumplí los quince años tuvo un accidente de tráfico y quedó tetrapléjico. A partir de entonces se quedó fijo en nuestra casa, pero nunca volvió a ser el mismo. Se convirtió en un hombre tan amargado e insufrible que las discusiones con la abuela eran continuas y, finalmente, decidió marcharse un año después. Aún así tanto Adrián como yo recibíamos cada Navidad y cada cumpleaños una tarjeta suya acompañada casi siempre de algún dulce. Esa última Navidad nos había mandado un bizcocho de chocolate a cada uno y una caja de bombones de licor. A la abuela, como era diabética, siempre le enviaba fruta o flores. En abril, cuando fue el cumpleaños de Adrián, me mandó una bolsa de torrijas caseras, en honor a él que ya llevaba un mes y medio enterrado. Las tiré a la basura sin si quiera abrir la bolsa. Al mes que viene, en octubre, iba a ser mi cumpleaños y había estado rezando porque este año se le olvidase por si se le ocurría mandarme de nuevo torrijas. No pude evitar sentirme culpable por ello cuando mi abuela me dio la noticia.

Una semana después tuve que acudir al notario junto con mi abuela, ya que ambas éramos sus únicas herederas. En su testamento había dejado escrito que el piso de Zaragoza lo donaba a una asociación de minusválidos, para que lo vendieran y con el dinero de la venta mejorasen las instalaciones de los centros en los que trabajaban. El piso de Madrid era para mi abuela, y para mí una casa antigua bastante amplia, con jardín y ático, en un pueblo del Pirineo, en pleno corazón de las montañas. Cualquier chica normal, joven y cosmopolita, habría preferido, sin duda, el piso de Madrid, en Carabanchel. Pero yo nunca había sido -gracias a Dios- una chica normal. De repente mi mente se iluminó: una casa muy antigua esperando a ser restaurada y probablemente llena de objetos dignos de estar en un anticuario, unas dimensiones amplias -toda mi vida había vivido en pisos de no más de setenta metros cuadrados- y… ¡jardín! ¡y ático! Y por si todo aquello no fuese ya lo suficientemente hechizante para una romántica como yo, la localización era inmejorable: en las bellas y ancestrales montañas del Pirineo, en un pueblecito pequeño y con pocos habitantes -¡pocos habitantes! ¡y yo que ya me había resignado a vivir en una ciudad de tres mil ciento sesenta y seis millones de habitantes!-, rodeada de la tranquilidad y la paz que brota de la naturaleza. Había sentido mucho la muerte del tío Arturo y aquella semana había estado aún más deprimida, si es que aquello era posible, pensando en los pocos años que se llevaba con mi abuela y en que, algún día, también ella me abandonaría. Sin embargo, apenas pude disimular mi entusiasmo cuando aquella tarde me informaron de mi nueva propiedad pirenaica. Hasta la abuela me reprendió cuando cogimos el metro para ir a casa. Esa semana me había mudado con ella para hacerle compañía porque aunque era una mujer fuerte y aparentaba estar resignada y entera, sé que la muerte del tío le había dolido profundamente. Para ella era como su hermano mayor. Su sonrisa fingida y su constante búsqueda de establecer una conversación sobre temas triviales y casi absurdos no lograban ocultar sus arrugas aún más pronunciadas, sus manos aún más temblorosas y su apetito cada vez más escaso.

Un mes después de haber heredado aquel inmueble tomé una decisión que unos meses antes habría sido impensable: empaquetar todas mis cosas, coger mi todoterreno de segunda mano, y mudarme a otro lugar, lejos de mi abuela, lejos de mi piso, de mi Museo del Prado y de mi, hasta hace siete meses, adorado parque del Bueno Retiro. Lejos de las tumbas de mis padres, de mi tío y de mi hermano. Lejos de la única vida que había conocido salvo en los veranos, cuando mi abuela se nos llevaba con ella al pueblo, donde yo disfrutaba corriendo por el monte, jugando con los animales y chapoteando en la acequia, comiendo pan de pueblo recién hecho y jugando a la baraja con las amigas de mi abuela. Puede que no fuera gran cosa, pero para mí era el lugar más encantador y divertido del mundo. Vivir en las montañas debía de ser igual de maravilloso o incluso mejor. Por primera vez en meses tenía ilusión y ganas de vivir. Aquello debía de ser una señal. Desde el primer momento me sentí extrañamente atraída por aquel lugar, sin si quiera haberlo visto, y mi humor había mejorado en cuestión de semanas. Hasta había ganado algo de peso y me había comprado un par de vaqueros nuevos, una blusa y unas botas de montaña. Me sentía extraña, diferente, pero por fin, desde hacía siete meses, ya no me sentía culpable de no haber conseguido que Adrián ingresara en el centro de desintoxicación, de que no dejara las drogas y de no haber podido evitar su muerte. Me sentía con las fuerzas renovadas y con esperanza de volver a ser la que era antes, de volver a escribir, de ser feliz.

Dos semanas después de haber tomado esa decisión, a mediados de noviembre, cerré la puerta de mi piso -en realidad no era mío sino que estaba de alquiler, pero llevaba viviendo ahí desde los veinticuatro, cuando comencé a trabajar y me independicé- y dejé la llave en el buzón de la casera, que vivía en el piso de abajo. Los muebles y casi todo lo que había allí eran de ella, así que mis cosas no ocupaban demasiado espacio y pude llevarlas perfectamente en mi todoterreno: tres cajas grandes en los asientos traseros con mi ropa, una caja grande en el asiento del copiloto con discos, peluches, fotografías y películas, y en el maletero tres cajas más. Las tres llenas de libros. Aún así había tenido que dejar otras dos cajas con libros en casa de la abuela porque no me cabían en el coche. Le dije que las recogería al mes siguiente, cuando fuera a verla por Navidad.

Bajé las escaleras de los tres pisos, salí al portal cerrando la puerta tras de mí y me planté en frente, a un par de metros de distancia, y observé con nostalgia aquel bloque de pisos de arriba a abajo y, finalmente, me detuve en el cristal de la puerta, observando mi aspecto. Llevaba unos vaqueros desgastados y rotos por las rodillas, unas converse de color rosa chicle, un jersey de punto de Lacoste que había comprado en una tienda vintage de prendas de segunda mano a precio de ganga, de color crema y ajustado, y una cazadora de cuero negra. Me había recogido el pelo con un pañuelo blanco vintage con estampado de flamencos rosas a modo de diadema, sujeto con un lazo en la nuca, y la larga cabellera color miel brillaba sedosa con el sol otoñal mientras un viento envolvente y agradable alborotaba las puntas onduladas a la altura de la cintura. De un hombro colgaba mi bolso XL de charol negro de Zara y del otro la bandolera del portátil. Saqué del bolso las icónicas gafas de sol negras de Oliver Goldsmith modelo Manhattan, idénticas a las que lucía Holly Golightly, interpretada por Audrey Hepburn, en Desayuno con Diamantes, una de mis películas favoritas de los sesenta. Las había comprado como capricho después del éxito de mi última novela. Me sentía guapa, radiante y atractiva. Cogí aire y lo solté despacio intentando calmar mis nervios. Me di la vuelta, fui hasta mi coche, me monté, me puse el cinturón y programé el GPS con destino a Espluga d`a Buixa, aquel pueblecito cuyo nombre, Cueva de la Bruja, ya resultaba seductoramente apetecible. Arranqué el motor y, sin vacilar ni un segundo, me puse en marcha, convencida de que aquel viaje y aquel lugar iban a cambiar mi vida. Sin embargo, no tenía ni la más remota idea de lo que me esperaba, y mucho menos de que allí iba a vivir la experiencia más terrible y siniestra de mi vida. Con toda seguridad, si lo hubiese sabido, jamás habría ido a ese lugar.


SINOPSIS

Cuando Martina heredó una antigua casa en un pequeño y alejado pueblecito situado en el corazón del Pirineo, jamás imaginó que su vida correría peligro desde el primer momento en que pisara aquel lugar. Deprimida por el reciente fallecimiento de su hermano, la joven escritora decide aprovechar para desconectar y pone rumbo al norte para refugiarse en la paz y la tranquilidad de la naturaleza, con la esperanza de reconstruir su vida y volver a escribir. Lo que ella no sabe es que ni a los habitantes de Espluga d`a Buixa ni a sus montañas les gustan los forasteros. La superstición, la austeridad, la religiosidad y la discreción son los preceptos que rigen la convivencia de los escasos lugareños. Intrigada por el aura de misterio que impregna la atmósfera de aquel lugar, Martina tratará de conocer la historia del pueblo a través de las dos únicas personas en las que puede confiar: una anciana y un joven sacerdote. Sin embargo, pronto se dará cuenta de que indagar en el pasado no siempre es buena idea. Sucesos inexplicables en su propia casa, un cementerio secreto cuyas tumbas están vacías, una leyenda sobre un espíritu maligno y ancestral que domina las montañas, desapariciones, personajes siniestros y extraños vínculos entre los habitantes son algunos de los misterios con los que se va a enfrentar la protagonista, quien sospecha que tras la sombra de la superchería se esconde la hábil y perversa mano humana, resistiéndose a creer en los mitos y creencias de la España más profunda. Con un policía alcohólico y un ermitaño salvaje a su acecho, y el único apoyo de sus dos afables amigos, luchará obstinadamente por averiguar qué ocurre en aquel pueblo, impulsada por una fuerza extraña que aún no comprende, mientras intenta olvidar su duelo personal y ocultar el prohibido afecto que el joven sacerdote despierta en ella, así como descifrar unos enigmáticos, obsesivos y lujuriosos sueños que la acosan en la madrugada, y que despiertan en ella sus pasiones más primitivas.

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