En la escalera, que conducía al segundo piso de aquella casa todo era penumbra. Tan solo asomaba de vez en cuando un pequeño rayo de sol, fruto de la estación y que era como un gran hilo de plata que queriendo abrirse paso en esa penumbra, pintaba las lozas de barro; lozas de distintos y variados colores.

Toda ella, era antigua, pero aun lo eran más sus habitantes. Formaban un conjunto de paisaje con figuras. Que cada vez que lo visitaba pensaba que nunca había existido fuera de allí.Tan solo una vez recuerdo haber subido a la segunda planta en donde aguardaba el abuelo y la abuela, casi centenarios. Estaba enfermo el abuelo y no podía bajar a la planta baja. Allí descubrí que existía como un pequeño recibidor. ¡Todo el misterio desapareció en un momento!

Las paredes llevaban mucho tiempo esperando una buena mano de pintura que nunca llegó. Los muebles antiguos como sus dueños, llenos de recuerdos parecían sacados de un bodegón. El patio interior lleno de plantas y distintas macetas, despedía una luz especial que muchas veces detuve con mi cámara. No sabía porque las fotos salían con esa luz, tal vez fuera porque el sol jamás se asomaba a aquel patio y tan solo prestaba sus rayos de vuelta.

Los interruptores de la pared, negros de baquelita buscaban ser apretados con todas sus fuerzas para poder dejar pasar la electricidad a través de ellos. Del teléfono digna pieza hoy día de un anticuario, negro y a juego con los interruptores colgaban unos cables que pelados en sus extremos daban poca credibilidad a que aquello funcionase. Pero funcionaba aunque costase girar la rueda para poder marcar.

Sillas y mecedoras, contaban historias por si solas. Parecía como si quisieran relatarme quien se había sentado en ellas, cuantas veces y en que condiciones a lo largo de posiblemente muchos años.

No había televisión, tan solo una radio de galena que aun funcionaba y en la que el abuelo escuchaba las noticias, que a pesar de lo vetusto del aparato eran frescas, el parte de las dos y media de la tarde. Señal para sentarse a la mesa. ¡Cuantos partes escucho el abuelo en aquella radio!

El cuarto de baño era como todo, antiguo, y para ahorrar agua, ya que el grifo goteaba, ellavabo siempre tenía puesto el tapón.

La quietud que la casa desprendía, invitaba a sentarse y a esperar que pasara algo. Y sobre todo lo que pasaba eran las dos mujeres, sus hijas, que solteras y de más de sesenta años cuidaban de los abuelos. Estas solo contaban historias de cuando en la juventud su reloj quedó parado. En ese momento fue el único tiempo en que de verdad vivieron. Ahora ya no vivían, se limitaban a ver pasar el tiempo desde aquella casa, quizás esperando que llegase su turno después de los abuelos, o quizás esperando que un día cuando ya no estuviesen ellos, pudiesen salir al mundo exterior y ver pasar el tiempo desde otra perspectiva.

La cocina de azulejos grises y muebles de los años cincuenta presentaba a pesar de su antigüedad un aspecto inmaculado. Parecía que nunca se había cocinado en esa cocina. El frigorífico y la lavadora automática hacía poco que habían entrado en ella. Para ellos eran artículos de lujo.

Las mismas manos que cuidaron las plantas con mimo, eran las que cocinaban aquellos dulces que en ocasiones especiales, onomásticas y demás celebraciones, nos ofrecían a las visitas. Ocasiones que alegraban la monotonía de los días, aburridos, en los que no había diferencia entre festivos y laborables.

Una vez, alguien me dijo que las hijas, familiares de mi mujer anotaban en una libreta las veces que sus sobrinos las visitaban. Nunca lo creí, aunque con el paso del tiempo llegue a darme cuenta de que pudo ser cierto. ¿Si así lo hacían? ¿Para qué? ¿Cuál era su objetivo? Nunca lo supimos.A veces el aburrimiento y la soledad provoca que se actúe de forma incomprensible para los demás.

Una noche cualquiera en la casa, todo era un remanso de paz. Poca luz para no hacer mucho gasto. Tan solo a veces una bombilla que huérfana prestaba su luz a la abuela o a sus hijas para hacer ganchillo o tejer un chaleco.

A veces cierro los ojos y contemplo perfectamente la escena en la que sentados alrededor de la mesa en invierno, con una copa de cisco, se calentaban, mientras hablaban sobre hechos acaecidos en la juventud, ocasiones perdidas, trenes olvidados, que ya no volverían. Solo se oía el eco en las paredes, cuando en ocasiones, aunque escasas, callaban.

Después de algunos años los abuelos murieron, y aquellas paredes quedaron casi vacías. Hace tiempo que no piso la casa, aunque seguramente seguirá igual, sus mismas paredes, sus mismos muebles, su misma quietud.Ahora quizás mucha más.

¿Dónde estarán los partes del abuelo? ¿Dónde estarán las agujas de ganchillo de la abuela a la luz de una huérfana bombilla? Viven en el recuerdo, en el espacio que en penumbras, queda entre el hueco de la escalera y las habitaciones.Ese pequeño hilo de plata seguirá marcando las lozas de colores, que ahora vacías, extrañaran la falta de pasos cansados, extrañaran las veces que la mecedora bailó al son de una vida. Extrañaran nuestras visitas.

La casa toda vivirá en soledad en nuestros recuerdos, en nuestra memoria para siempre…

Esta sería la introducción a la vida deuna casa donde los protagonistas van pasasndo por ella. Hasta dejarla vacía. Hasta hacerse invisibles. Su llegada a mediados de la decada de 1960 y las experiencias de pasar desde un pueblo en la sierra de Cordoba hasta una gran capital como Sevilla. La lucha externa e interna de los personajes. El abuelo dominante y autoritario que pronto quedará ciego. La abuela sumisa e inteligente. Las dos hijas solteras que toda su vida se llevaran cuidando a sus padres porque siempre desconfiaron de que los hombres las pretendieran por heredar lo que su padre atesoro durate toda su vida. Las continuas visitas de unas nietas residentes en Sevilla y su relación con los abuelos y sus tías. Y sobre todo la ruptura posterior con estas por su avaricia. Siempre tejieron real y metaforicamente un chaleco en el que insertaron la desconfianza y el dinero como principal elemento de sus vidas.

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