La intensidad de las cosas

La intensidad de las cosas

Enrique Carro

26/03/2018

“De repente, parecíamos estar en una de esas tormentas en la Eneida de Virgilio cuando los vientos soplan desde todas las direcciones.”

John Dos Passos

Fragmento del primer capítulo

Matías sonrió mostrando sus dientes teñidos de color morado. Llevaba una botella de vino en la mano.

– No sabes hacer otra cosa que emborracharte – le dijo Rita, que estaba sentada en el sofá, fumando un cigarro.

Matías se sintió avergonzado. Siempre se sentía avergonzado cuando Rita ponía en evidencia su desmesurada afición alcohólica.

– No estoy borracho – dijo en su defensa, pero la verdad es que lo estaba. Se tambaleó hacia el sofá y se sentó a su lado. Rita bufó y el humo se desperdigó, desordenado, dando una sensación de suciedad que molestó a Matías. Por primera vez ella le pareció una chica fea y le costó recordar qué le había gustado tanto como para llegar al límite de enamorarse y comportarse como un idiota por ella.

No pudo recordarlo. Así que caviló en el pasado inmediato y le vinieron imágenes de las últimas Navidades. Y se vio disfrazado de Papá Noel, sudando bajo la barba sintética y el traje que le dejó purpurina en el cuerpo varios días, incluso tenía aún purpurina en la fiesta de la noche vieja. Se vio caminando hacia un parque en el malecón de Miraflores, buscando la ventana del departamento de Rita. Luego vio la cabeza de Rita y de su madre, y un poco más abajo, la cabeza de la hermana pequeña. Y vio los ojos sorprendidos de la niña al verlo vestido de Papá Noel y su mano saludándolo. Y se vio nuevamente levantando el brazo, sintió incluso las gotas de sudor rodando desde su axila hasta los vellos de su pecho, y el desagradable picor en el bigote y la papada. Pensó por un segundo en lo bueno que había sido, haciendo ese esfuerzo delirante por fundamentar las fantasías de aquella niña. Está con la idea de que Papá Noel existe y queremos que mantenga la mentira un poco más. Otra vez miró a Rita, que seguía echando humo de cualquier manera. Pero no pudo recordar qué le había gustado tanto de ella. Qué le había llevado a quererla al punto de comportarse como un idiota y comprarse un horrible y sintético traje de Papa Noel en aquellos últimos días del caluroso diciembre, y caminar hacia aquel parque, y hacer el papel de enamorado dulce y condescendiente. ¡Qué tierno me pareciste con ese disfraz, Mati! ¡Te amo!

– Estás tan borracho que te ves feo – dijo Rita, devolviéndolo a la escena – y mira que para verte feo tienes que hacer un gran esfuerzo.

– No me perdonas que sea feliz – dijo Matías –, no me perdonas que tenga amigos y que yo sea más simpático que tú para ellos.

– Eres un payaso y a la gente le gusta tener payasos particulares. Yo soy una persona, eso es aburrido para algunos, pero no para quienes realmente disfrutan de la vida tal cual es.

– Los payasos también somos personas.

– Los payasos apestan a vino y terminan siempre llorando solos en un cuarto oscuro sobre un colchón que huele a pila.

– ¿Qué sentido tiene estar con alguien que te liquida por dentro?

– Abre esa botella y muérete – sentenció ella –, con suerte tus espectadores dirán que fue un suicidio y te emularán como a un artista joven que se perdió en los arrabales de su mundo interior.

Rita se puso de pie. Matías la miró sin mirarla. Entonces recordó lo que tanto le había gustado la primera vez, ahora que la tenía dibujada en la mente. Esos ojos pardos como almendras tostadas y esos pezones siempre visibles bajo la ropa. Y su flexibilidad física. Y sus dientes redondos.

– Me voy a dormir – dijo finalmente –, procura no vomitar, por favor. Y si mueres, colócate antes en el suelo, no quiero que arruines este sofá. Es un regalo de mi padre y cuando viene a verme le gusta pasar horas leyendo en él. Así que sé considerado.

– Lo seré – balbuceó Matías. Oyó los pasos de Rita y oyó el portazo con que Rita cerró su habitación, encerrándose en ella. Y oyó el interruptor de la luz apagarse y, por último, la voz de Hildebrandt en la tele. Entonces se dirigió a la cocina y cogió el descorchador. Soy un payaso, se dijo, y abrió el vino. Unas gotas le salpicaron los dedos. El olor afrutado le movió las aletas de la nariz y apuró un trago de pico antes de buscar una copa.


A la mañana siguiente estaba triste y la cabeza le latía como si hubiera recibido un golpe en la nuca. Tomó una ducha fría y llenó de arcadas el silencio de la casa vacía. Leyó una nota en la puerta de la refrigeradora: ODIO TRATARTE ASÍ. Luego volvió al baño y se lavó los dientes durante diez minutos. Utilizó ese tiempo para recordar la primera vez que Rita y él hicieron el amor. El llevaba jeans con la basta rota y un polo a rayas con cuello. Sus desordenados rulos le caían en la frente. Y uno de ellos se le metía en uno de sus pequeños ojos verde petróleo. Sus labios rojos envolvían el tubo de aire que salía de su boca. El tubo tenía el grosor de una pajita de cóctel. El silbido que producía era suave y le hacía pensar en el color ámbar de los semáforos en la noche. Rita lo saludó con un beso en los labios. Y en cuestión de dos minutos él ya la estaba penetrando en su cama con las cortinas de la ventana abiertas de par en par. La vagina de Rita era grande y violeta, parecía un tulipán regado con vino. Estaba muy caliente. Le quemaba su pequeño pene de adolescente, rosado y sobreprotegido. Es pequeño, pero me gusta, le decía Rita, dándole ánimos. Recordaba su rostro, de evidente pudor, al bajarse el calzoncillo. Había esperado una risa o un silencio incómodo, pero Rita lo tomó con sus manos frías y húmedas, y luego lo besó y empapó con su lengua tibia y sus labios reblandecidos. Éste creció dos o tres centímetros y se puso grueso como una oruga. Luego él también estuvo lamiendo el tulipán de Rita y ambos emitían ruidos sordos. Estuvieron haciéndolo durante quince minutos de distintas formas, pero solo encontraron la profunda placidez cuando ella se colocó sobre él y le puso las tetas en la cara. Rita colocó las palmas de las manos contra la pared blanca espatulada y se sacudió de tal manera que a Matías se le quedaron los ojos en blanco. En seguida abrió la boca y gimió hacia adentro. Mientras se lavaba los dientes y llenaba de espuma su barbilla y su mano izquierda, le sobrecogió el recuerdo de ese grito agónico que él había oído mientras mordía con suavidad uno de esos grandes pezones color caoba. Rita gritaba como una mujer madura, no como las niñas que gritan de dolor y desesperación, sino como las mujeres que se sienten libres. Luego habían fumado marihuana echados en la cama viendo a dos tipos volando en parapente sobre el océano Pacífico. Se enjuagó la boca y caminó hacia esa ventana. Vio el mar. Lo oyó. La resaca se había disuelto en un sabor mentolado. Matías cayó en la cuenta de la importancia de tener los dientes limpios tras una borrachera de vino. El color uva negra de los dientes invitaba a pensamientos negativos, lo mismo que el desorden o el polvo sobre los muebles. Estuvo una hora limpiando la casa y la dejó tan limpia, que hasta el silencio era más silencio. Después se fue a buscar unas latas de cerveza y pensó en cocinar una pasta con salsa de pesto. Al doblar la esquina de la calle en la que estaba el edificio donde vivía Rita, una violenta corriente de aire le dio en la cara. El olor a harina de pescado se confundía con el de flores arrancadas en la plenitud de su ciclo vital, un montón de florecitas rojas de largo pistilo, que Matías succionaba los domingos de su niñez para absorber el dulce almíbar que guardaban dentro. Así quería succionar el jugo dulce y agrio de la vida, ahora que iba camino de los treinta. Pensó en eso y sus ojos se llenaron de lágrimas calientes.


Alberto caminaba por la calle Porta en dirección al malecón. Le faltaba el ojo derecho. Tenía el pelo negro y brillante, parecía recién teñido y planchado. Su finesa lo hacía sensible a la corriente de aire que le cruzaría en la Benavides. Maldita sea. Eso no era importante. Iba a ver a Giro e iban a tomar un jugo de papaya en la panadería de la esquina con 28 de julio. Y luego iban a seguir caminando al malecón y quizás fumar algo en la playa. Y besarse. Y quién sabe si después se meterían al mar un rato. Entró en otra panadería, justo antes de cruzar Benavides. También hacía esquina. Recordaba haber estado con Matías allí parados una noche, con las espaldas apoyadas en las persianas de metal de la panadería. Esperando al tío Toni Montana. Porta era de esas calles que son muy diferentes de día que de noche. Pero siempre son la misma calle. Alberto pidió unos Montana rojo. Qué coincidencia. Toni Montana y Montana rojo. Sintió sobrevenir un escalofrío. Los autos cruzaban la avenida. Los bocinazos se perdían trepando por las paredes de los edificios. Iba a comprarse una empanada, pero se le había quitado el hambre pensando en Toni Montana. Encendió un cigarro y cruzó la avenida como un torero esquivando toros en una mala tarde. Giro sobrevolaba su mente. No era amor. Esas eran cojudeces. Era una amistad erótica. Así lo definía. Alberto se quedó mirando un garaje. Era negro y tenía pequeñas ventanitas a los dos lados superiores. Por una de ellas un viejo le miraba con ojos grises, inquietos. Se espantó sin moverse. Luego continuó caminando. Caminaba rápido, comía rápido, se venía rápido. Era una maldita llama de fuego. En eso pensaba y se reía, con sus dientes rectos. Demasiado rectos. Como uñas recién esmaltadas. Pero mal esmaltadas. Esmaltadas por alguien que no sabe esmaltar. Que quizás lo hace por primera vez, pero ni siquiera con talento. En eso pensaba Alberto cuando entró en la panadería de Porta con 28 de julio, esa otra avenida más bien tranquila, donde la ciudad salvaje y estresante que se condensaba en el corazón miraflorino, como un puñado de colesterol en las arterias, de golpe se dilatara y bombeara la sangre con armonía. Dentro de la panadería había mesitas con cuatro sillas de madera cada una. Unas ocho mesas. Frente a ellas, le recibía un mesero con la camisa blanca sucia y el pelo peinado con exageración hacia un lado. Como un colegial que ha repetido año muchas veces. El chalequito verde le pareció a Alberto un gesto perverso de la jefa. Una señora seria, morena y de ojos negros penetrantes, que estaba siempre detrás del cristal de la caja. Giro no había llegado. Maldita sea. Seguía siendo tan impuntual como todos. El único puntual era su hermano, Fabrizio. Decidió comerse una empana de carne. El meserito le hizo un gesto con las manos, ofreciéndole asiento en alguna de las mesitas. Alberto no quería sentarse. Quería ver a Giro de una vez. Ese pelo largo, esos pantalones verdes abombados, como una hippie urbana. Y esas blusitas de florcitas que le ajustaban la cinturita angosta. Los hombres éramos terriblemente más feos que las mujeres. Estaba clarísimo. No, Alberto, tú eres feo, que es otra cosa. Ya huevón, no pues, hablando objetivamente. No hay hombre feo, cuñao, porque todos son feos, salvo los que más se parecen a las mujeres. El camarerito le siguió, pero Alberto no quería sentarse. Miró a la dueña. El olor a harina lo acaloró y bufó. La imaginó pegándole al camarerito, dándole golpes secos en la cara, ¡Quiero que tomen asiento, carajo! ¡La próxima te pongo chalequito amarillo! Y otra cachetada bien dada. El camarerito atado a una silla, desnudo, en la oscuridad del horno. Le pagó la empanada. Tenías que poner los billetes o las monedas en una bandejita. Y ella los cogía del otro lado, sin que tus manos pudieran tocar sus manos. Como si fuera peligroso que las dos manos cogieran el dinero a la misma vez. Giro no aparecía. Recordó la última vez que la había visto. Fue justo antes de que la muchacha viajara a Buenos Aires otra vez. Solo sabes ir a Buenos Aires, le había dicho. La había reprochado de mala manera. Unos besitos. Ya no era tiempo, Alberto, resultaba que las cosas habían cambiado. Como una telenovela. Maldita sea. Salió de la panadería. Un taxi se detuvo. La puerta de atrás se abrió. No era ella. Era un tipo gordo con una nariz como una montaña en la cara. Las cejas pobladas y obscenas, como si se hubiesen fortalecido para sostener la nariz montaña. No seas malo, Alberto, no seas tan hijo de puta. Mira quién lo dice, Matías, tú eres bueno solo cuando mientes. Se estaba impacientando. Lógico. A quién le gustaba esperar a alguien en una panadería. Sonó su Nokia. ¿Aló? Nadie contestó del otro lado. El número no estaba en su registro. Cogió un cigarro Montana, apoyando el teléfono entre el hombro y la oreja. ¿Aló? Se acercó al kiosko de periódicos, con el teléfono en la oreja. ¿Aló? Nada. Sintió una respiración. Abrió el ojo que le quedaba. Un ojo marrón que hacía pensar en el ojo único de los cíclopes. ¿Giro? Volvió a oír una respiración y luego, el que había hecho la llamada, colgó.

SINOPSIS

Ambientada en Lima de finales del 2006 e inicios del 2007, años de aparente prosperidad y crecimiento económico, Matías, de casi treinta años, vive una crisis existencial en medio de un romance con Rita, una muchacha de carácter duro, de origen ruso, que vivió su niñez en un pueblo de la sierra peruana y estudia derecho en Lima, donde se da la gran vida a costa de sus padres. Alberto, egresado de periodismo, está buscando la historia del siglo para consagrarse en la prensa local, al tiempo en que piensa en Giro, una chica mística y adinerada, que viaja por el mundo sola y sueña con ser bailarina de tango. Robi y Brenda descubren la superficie del amor en su último año de la secundaria, mientras ven cómo sus hogares se terminan de desestructurar. El hermano de Alberto, Fabrizio, conoce a Robi y a Brenda en un viaje guiado a un pueblo en los andes. Giro no llega a la cita que tenía con Alberto y no contesta las llamadas de Rita. Fabrizio, socio de Matías, descubre en Brenda una belleza peligrosa. Todos quieren emprender una vida de éxito, de belleza y de emociones fuertes. Todos buscan algo, pero no saben qué. Finalmente, un viaje accidentado y el terremoto más fuerte de los últimos doscientos años en Perú, sacudirá sus vidas y les mostrará la verdadera intensidad de las cosas.

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