Prólogo

La ciudad del amor era para él la ciudad en la que se conocieron, aquella tarde de otoño que ya quedaba atrás en el tiempo y tal vez en algunos libros de Historia, cuando todavía sonaba de fondo alguna sirena a lo lejos. La guerra había estallado unos meses antes y en las calles se veía a los soldados patrullando y dando órdenes a los transeúntes que, por otro lado, no sabían muy bien qué estaba pasando ni cómo actuar.

Pero tal vez sea mejor empezar por el principio…

Capítulo I

Eran las 6 de la tarde y Fernando salía de la redacción tras un agotador día de trabajo. Las noticias, los rumores e incluso los confidentes en persona no dejaban de llegar a la oficina en la que se fraguaba el pequeño diario que debía salir puntualmente a las 9 de la noche. De ahí pasaba a maquetación, una última revisión y finalmente a la imprenta, donde su tirada de diez mil ejemplares empezaba a quedarse corta.

Llevaba trabajando allí casi un año, desde los 22, aunque parecía que llevaba haciéndolo toda la vida. Siempre le había gustado escribir y tenía buen olfato para detectar una buena historia. Al principio la política no le entusiasmaba, pero luego descubrió en ella un mundo fascinante que, aunque tenía muchos claroscuros, siempre ofrecía algo que poder contar al lector.

— ¡Fernando, espera!– quien le llamaba era su compañero y amigo Antonio, de la sección de deportes.

Le pasó el brazo por encima de los hombros y empezaron a charlar animadamente:

— ¿Viste ayer el partido del Madrid? ¡Fue impresionante!

— No tuve tiempo, estuve ayudando a los viejos a llevar una cosas al almacén

— ¡Pues no sabes lo que te perdiste! Un gol en el último minuto, cuando ya lo dábamos por perdido. Creo que si siguen así este año ganaremos la liga.

A Antonio le encantaban los deportes, especialmente el fútbol. Fernando y él se conocían desde los tiempos del colegio, cuando jugaban al fútbol en los recreos y Antonio siempre quería ser delantero. «Son los que más goles meten», decía siempre. A Fernando no le importaba porque sabía que también él, antes o después, metería algún gol que podrían celebrar juntos. Había jugado mucho de adolescente, hasta que una lesión en su tobillo derecho le impidió seguir jugando habitualmente (aunque era muy cabezota y jugaba de vez en cuando, a pesar del dolor que sentía). Tuvo mucha suerte de que su padre fuera amigo de Don Gregorio, el director del periódico, un hombre grueso de pelo canoso que estuvo encantado de que Antonio se encargara de la sección de deportes. El chico le ponía mucho interés y no lo hacía mal, y alguien tenía que que cubrir esa parte…

A medida que iban charlando, y casi sin darse cuenta, llegaron al Deseo, el bar que hacía esquina y que con sus azulejos azul cobalto en la fachada brillaba de manera singular cuando le daba el sol. Era famoso por el pulpo a la gallega y los berberechos y, aunque el sueldo de un redactor de un pequeño diario no daba para mucho, de vez en cuando sí se permitían un pequeño capricho.

— ¡Manuel, pon dos cañas y algo de picar! A ver si te estiras macho, que estamos de celebración.

— ¿Celebración? Contento me tenéis… ya dábamos el partido por terminado y nos hacéis esa faena justo al final. ¡Sinvergüenzas!

Conocían a Manuel de toda la vida, cuando de niños al salir del colegio iban a pedirle un vaso de agua tras el partido de fútbol en la calle y, años más tarde, a despistar algún culín de cerveza que alguien hubiese olvidado en la barra. Era colchonero convencido, como afirmaba la bufanda que colgaba por encima de la barra y que había vivido tiempos mejores y, aunque su carácter afable y amigo de todo el mundo le impedía entrar en discusiones futbolísticas, siempre le gustaba picar un poco a sus amigos.

— Y lo del minuto 32 no me digas que no fue penalti… ¡si casi lo mata!

— Se tiró al suelo, pero les tocó un árbitro que no tenía ni idea y se lo dieron a ellos. ¡Menudo vendido! Mañana no se libra de que le ponga a caldo en el resumen.

Hizo como que sacaba su cuaderno de notas para apuntarlo, pero todos se echaron a reír porque ya conocían esa broma. Antonio siempre amenazaba con poner a parir a los árbitros en el artículo del día siguiente, pero luego los trataba bien y no se ensañaba con ellos.

De repente se hizo un silencio en el bar y cuando se dieron la vuelta vieron que habían entrado dos chicos jóvenes, armados con sendas pistolas en sus cartucheras y camisas color caqui. La gente no estaba acostumbrada a ver soldados por la calle, aunque últimamente sí era cierto que se veían más. Estaban hablando de algo de la gente de un sindicato y comentaban que esa misma tarde tenían una reunión para empezar a trazar una estrategia, ya que los otros estaban avanzando más deprisa de lo que esperaban.

Pidieron dos cañas y siguieron hablando, en voz algo más baja pero que todavía permitía escuchar alguna frase suelta de la conversación.

— … gente del norte ha dicho que por allí se están movilizando muchos y que piensan que esto no va a prosperar…

— La gente del sindicato está muy animada y son optimistas, pero no nos confiemos demasiado […] mira lo que pasó el otro día, que detuvieron a un chico por llevar unos panfletos que parecían contrarios al gobierno.

Antonio seguía hablando de fútbol y de sus cosas con Manuel, ajeno a esta conversación y un poco despistado, como era habitual en él. Sin embargo, Fernando intentaba no perder palabra, mientras disimulaba haciendo que consultaba unos papeles de su bandolera. Cierto era que en el periódico había muchos rumores de que estaban las cosas muy tensas y podría estallar una guerra en cualquier despacho o comité de los que se llevaban a cabo en secreto, y que ésta no tardaría en llegar a las calles, pero todavía no había nada confirmado y nadie quería levantar una voz de alarma que no tuviese fundamento.

Tras terminar sus cervezas pagaron y se despidieron de los presentes con un «¡salud compañeros!», salieron del bar y éste volvió a quedarse casi en silencio, ya que aunque Manuel había seguido la conversación, sí era cierto que en su cara aparecía una sombra de preocupación que a Fernando no le pasó desapercibida.

Capítulo II

Vestido con camisa blanca, tirantes y su habitual gorra bajaba la calle el italiano mientras silbaba distraídamente saludando a aquellos con los que se cruzaba en aquella tarde de primavera de Madrid en la que ya empezaba a hacer calor y las lluvias del invierno habían hecho que los árboles de la calle estuvieran frondosos y cargados de flores blancas.

Giuseppe era su nombre, aunque casi nadie le llamaba así salvo su padre y algún familiar lejano al que veía de vez en cuando. Su padre y él habían llegado a la ciudad hacía muchos años y prácticamente se había criado allí, pero todavía conservaba parte del acento, ayudado por su padre con quien solía hablar en una mezcla de español e italiano a menudo difícil de seguir.

Su madre había fallecido tras una larga enfermedad, y al verse solo con un crío tan pequeño, el padre decidió irse a vivir a Madrid, donde vivía un amigo suyo con el que se escribía cartas con frecuencia y le propuso la idea. Así fue como, cargado con una pesada maleta, un niño de apenas 8 años y muchos recuerdos, se subió al tren que les llevaría a ambos a su destino, camino que al principio fue difícil (no sólo por los casi dos días que duró el viaje) pero que con el paso del tiempo se convirtió en una vida normal y apacible, dedicados ahora ambos a un pequeña bodega que les proporcionaba los suficientes medios para vivir con cierta comodidad.

La bodega se encontraba en una pequeña calle del centro y en su escaparate se podían ver algunas botellas de diversos vinos y licores a los que la fina capa de polvo que los recubría les daba un toque de entrañable negocio familiar. Dentro olía a madera y corcho húmedo, y bajo la tenue luz de la lámpara se veían diversas cubas apiladas unas sobre otras, con pequeños letreros que informaban de su contenido y del precio. Lo que más se vendía era vino a granel, aunque también había botellas que se encontraban tras el mostrador de madera, al fondo de la estancia, donde un señor grueso con gran bigote oscuro y camisa blanca discutía con una ruidosa caja registradora que no parecía dispuesta a funcionar.

— ¡Cacchio! Esta maldita registratore di cassa nunca funciona como es debido. ¡Giuseppe! Menos mal que has venido. Ayúdame hijo, a ver si tu puedes abrirla.

— Es muy fácil papá, sólo hay que darle un golpecito aquí en el lateral y se abre.

— Grazie a Dio Giuseppe, ya no sabía que hacer.

El padre era quien solía estar siempre en la bodega, mientras que Giuseppe se encargaba además de llevar los pedidos que algunas familias les hacían. Normalmente no eran pedidos muy grandes, pero eran gente acomodada que dejaba buenas propinas y les trataban bien. Muchos de ellos se pasaban por allí los domingos después de misa para comprar una botella de vino para la comida, y a menudo dejaban encargada una o dos más para mitad de semana, pues siempre tenían algún familiar o invitado con el que compartirla.

Giuseppe llevaba los pedidos en su bicicleta con mucho cuidado de que no le pasara nada a las botellas durante el trayecto. Le gustaba el trato con las personas y siempre que podía se quedaba unos minutos conversando sobre esto y aquello, ya fuese el tiempo, los resultados de los deportes o la situación política que tanto preocupaba a algunos en los últimos meses. «Mañana volverá a salir el sol», decía siempre que alguien compartía con él alguna inquietud, y la gente le sonreía afirmando con la cabeza, olvidándose tal vez por un instante de sus preocupaciones.

Venía de entregar un pedido de 6 botellas de buen vino de la Rioja a una familia en una de las zonas acomodadas de Madrid. Le gustaba mucho ir por esas calles siempre limpias, de árboles cuidados y gente educada y bien vestida. A pesar de su camisa blanca manchada a veces de vino y su gorra marrón informal, no destacaba demasiado, ya que había muchos otros mozos llevando y trayendo pedidos, fontaneros, electricistas… y por un momento y debido a la necesidad, las diferentes clases dejaban aparentemente de existir.

Don Tomás no era un cliente como otro cualquiera. Se dedicaba a traer vinos y licores de otras partes de España y era uno de los proveedores del padre de Giuseppe, razón por la cual obviamente no le cobraba nada por la entrega, pero insistió en obsequiarle con un par de monedas. Era un hombre severo en el trato, muy serio y con un semblante que asustaba un poco, pero muy correcto en los negocios y que nunca intentaba regatear ni valorar a la baja. Tampoco permitía que nadie se lo hiciera a él, y a más de uno puso firme a la hora de negociar un contrato.

Tras la puerta entornada se veía a una mujer de mediana edad con la cabeza cubierta con un pequeño gorrito blanco que preparaba la comida, cuyo delicioso olor llegaba hasta el descansillo mientras se escuchaba el murmullo de las noticias en la radio. Empezaron a rugirle las tripas e hizo lo que pudo por disimular mientras entregaba las botellas, pensando en que cuando llegase se tomaría un buen bocadillo y un vasito del clarete que tenían para convidar a los clientes.

Una vez solucionado el problema con la caja registradora, y tras cerrar la puerta, el padre dijo que iba a comer fuera, pues había quedado con un cliente que quería organizar el bautizo de su hijo, y por supuesto el vino no podía faltar en tan señalada ocasión, así que Giuseppe encendió la radio y se dispuso a comer su ansiado bocadillo en la parte trasera de la bodega, que era donde le gustaba estar en esos pequeños momentos a solas consigo mismo.

Capítulo III

— «Podéis ir en paz. Amén.»

Concluida la misa, los feligreses salían despacio de la catedral de San Isidro. Murmurando iban las familias camino de sus casas, muchos de ellos a tomar antes un vermut de aperitivo o a comprar una botella de vino para acompañar el almuerzo en aquella soleada mañana de domingo.

María sonreía cogida del brazo de su padre mientras su madre, unos pasos más atrás, conversaba en voz baja con unas vecinas del barrio. Al salir de la iglesia se dirigieron a un bar cercano llamado el Deseo, donde pidieron dos claras y un Rioja, acompañados de una generosa ración de pulpo recién cocido que olía de maravilla.

Cual no sería la sorpresa de María cuando al llegar vio una figura que le resultaba familiar. Su gorra, sus tirantes sobre su camisa blanca y una bicicleta en la puerta del bar fueron pistas más que suficientes para reconocerle.

— ¡Giuseppe! Cuánto tiempo sin verte, ¿qué haces por aquí?

— Ah, esto… ¡hola! — Giussepe intentaba disimular el azoramiento que sentía siempre que hablaba con ella. — he venido a traer algunas botellas de vino a Manuel. ¿Tú que tal?

Conversaron animadamente durante unos minutos mientras el padre ojeaba la prensa distraído. Tras leer un par de páginas tiró el periódico con desprecio encima de la barra mientras maldecía entre dientes.

— ¡No dice más que sucias mentiras! Habría que meter en la cárcel a toda esta panda de embusteros. ¡Infames!.

El periódico cayó casi encima de la cerveza de Fernando, que conversaba con Manuel apoyado en la barra, y vió con sorpresa la reacción de aquel hombre bien vestido que lanzaba con furia un ejemplar de su diario. No hizo falta que Manuel le hiciera un casi inapreciable gesto desde la barra para que no dijera nada: Fernando no era amigo de broncas ni peleas, y mucho menos por temas políticos. Bastante tensas estaban las cosas últimamente como para armar jaleo por una tontería así. Lo que sí no pudo evitar fue fijarse en la chica morena de alegre vestido que estaba junto a aquel hombre. Por un momento las miradas de ambos se cruzaron y sonrojándose levemente, ella apartó la suya antes de que Fernando pudiese comprender todo lo que acababa de pasar.

En ese momento entró Antonio en el bar y empezaron los dos a charlar animadamente, conversación que derivó, como era de esperar, en los últimos resultados deportivos, en los que un equipo parisino había ganado el campeonato gracias a un único gol. Poco a poco la gente se había ido marchando a sus casas, pues era casi la hora de comer. Fernando y Antonio se despidieron en la puerta del bar y fueron cada uno a sus respectivos hogares.

Capítulo IV

París. Todos la llamaban la ciudad del amor y Fernando imaginaba sus calles llenas de elegantes cafés, donde los niños correteaban entre las mesas mientras de fondo se dibujaba imponente y majestuosa la torre Eiffel. Soñaba con poder visitarla algún día, tal vez de la mano de alguna hermosa muchacha con la que poder compartir ese gran momento. Y casi sin darse cuenta, absorto en estos y otros pensamientos, llegó a la redacción del periódico un poco antes de lo habitual, pues había comido en un bar cercano con un amigo en lugar de en casa con sus padres como solía hacerlo habitualmente. Nada más entrar supo que algo grave había pasado. La gente estaba nerviosa, llevando papeles de un lado a otro y hablando entre ellos, mientras los teléfonos no paraban de sonar por encima del repiqueteo constante de las máquinas de escribir.

Llegó a su sitio, formado por una maciza mesa de roble oscuro, una máquina de escribir Continental y un teléfono negro de disco que en aquel momento pedía a timbrazos que alguien le hiciera caso. Descolgó el auricular mientras dejaba sus sueños sobre París y y la torre Eiffel junto con su bandolera en el perchero más cercano y escuchó la voz de Don Gregorio, que le pedía que fuera a verle urgentemente.

El despacho estaba situado en la tercera planta, una por encima de donde estaban los redactores y cuando llegó, Anita, la secretaria de Don Gregorio, le hizo un gesto con la mano que no sostenía el teléfono de que entrase sin llamar. Fernando estaba un poco confuso, no sabía qué estaba pasando pero intuía que no era nada bueno. Entró al despacho y con cierta cara de preocupación, Don Gregorio le pidió que se sentara en una de las dos sillas que había frente a su mesa.

— Esta madrugada han asesinado a Calvo Sotelo. Acaban de confirmar su identidad.

SINOPSIS

Madrid, 1936. Unos meses antes del inicio de la Guerra Civil española las vidas de Fernando y María se cruzan de forma ineludible a pesar de la distancia ideológica que los separa y que solamente el amor podrá salvar. Una encarnizada batalla entre dos bandos y entre dos corazones que lucharán por estar juntos a pesar de todo y que finaliza de forma inesperada y sorprendente para el lector, que se verá inmerso desde el primer momento en las vidas de los personajes.

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