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El primer recuerdo que aún guardaba en su cabeza, lo más lejano que su mente le permitía evocar, era aquel día gris en el que conoció a su padre y en el que su padre lo conoció a él.

El momento siempre se abría paso del mismo modo a través de una ciega memoria. Primero el olor a lluvia. Pero allí era un olor distinto, diluido, incompleto: solamente agua contra piedra. Poco a poco, cuando ese olor que siempre venía acompañado de frío se apoderaban del ambiente, perfilaba la imagen de sus botas negras, empapadas, dando pasos por una acera ancha color rojo cansado y vainilla, de canalillos serpenteantes por donde corría el agua. Caminaba deprisa, llevado de la mano, tras unas faldas negras que jugaban a besar el suelo pero que siempre se retiraban, antes de mojarse, con un movimiento cadencioso que lo hipnotizaba. Después llegaban unas escaleras que no terminaban nunca. Subían y subían. Alguien preparaba un cocido. Subían aún más. Alguien horneaba una tarta de limón. Continuaba subiendo llevado de la mano de la dueña de las faldas.

Por fin llegó un momento en el que ya no olía nada. Le dolían las piernas y quería descansar. Se resistió al tirón del brazo.

—Vamos, cariño,un tramo más y hemos llegado.

Recordaba entonces la cara de su madre que intentaba ser amable con una sonrisa a la que se le escapaba la tristeza por la comisura de los labios.

—Venga, va… que no nos queda nada.

Recordaba sus brazos indecisos levantándolo del suelo y un beso mientras acomodaba la cara contra el hombro de su madre.

Lo que no recordaba era la puerta, una puerta vulgar como tantas otras, que en ocasiones era oscura, en otras vieja y veteada, en otras con un cristal ambarino en el centro, en otras con un gran pomo dorado, en otras con un agujero en el lugar de la mirilla, en otras un simple hueco oscuro. Mamá llamó al timbre. Entonces, recordaba, él se llevó la mano al bolsillo y se topó con un sacapuntas. Un viejo sacapuntas de mental que encontró en la estación de tren, tirado en el suelo, y que rescató para ser olvidado hasta ese instante. Mientras intentaba sacarlo para volver a verlo, la puerta se abrió y apareció un señor aún joven, con un extraño pijama y cara de sueño, que se rascaba la barba.

En unos días la vida de un hombre puede cambiar por completo. En realidad en unas horas, en unos minutos. Apenas eso. Todo cambia en el breve instante que se tarda en pronunciar cinco palabras: aquí tienes a tu hijo. Cinco palabras que le disparó a bocajarro, sin mediar alguna otra, una mujer cansada y llena de rencor, que llevaba un niño en brazos.

Aunque, en realidad, él no había oído esas cinco palabras. Llevaba días esperando la visita. No creía que finalmente llegara a producirse. Pensó que no era cierto, pero al abrir la puerta solamente tuvo que verse reflejado en la mirada del crío para comprender, para aceptar, que lo imposible ocurría de nuevo.

—Tú debes ser Ana. Pasa, prepararé un café.

La joven, desconcertada, bajó al niño de sus brazos y entró sin comprender la reacción del hombre. Aturdida, lo siguió hasta el desordenado salón donde apenas entraba la débil luz de la calle por una ventana medio tapada por una pizarra.

El piso olía a humedad, a cerrado. Estaba revuelto aunque curiosamente limpio. El pequeño se puso a jugar con unas revistas de viajes que había en un sillón de pana gruesa, junto a la pizarra. Ana permanecía en el centro del salón, inspeccionando, buscando algo que le ayudara a salir de allí y olvidarse de por qué había ido, cuando volvió aquel hombre con dos tazas de café.

—No tengo leche, o algo que darle —dijo mirando al pequeño—. ¿Tal vez un trozo de pizza…?

—Ya hemos comido, no necesita nada. Gracias.

Se sentaron en el sofá y comenzaron a beber para que no se escaparan las palabras. El murmullo del tráfico y la lluvia se colaba por alguna ventana abierta, mezclándose con las voces de las vecinas que chismorreaban en el patio de luz y el sonido de una televisión, o varias, amortiguado por los finos tabiques del edificio. Ninguno en aquel salón prestaba atención al extraño concierto.

El niño miraba absorto fotografías de lejanas playas, imaginando cómo sería bañarse en esas aguas de un azul casi verde bajo ese sol tan brillante, tan brillante, como el del pueblo en verano cuando bajaban al río a refrescarse después de la aburrida eternidad de la siesta, que pasaba dando vueltas debajo de la cama o jugando con cualquier cáscara de melón, o sandía, rescatada de los restos de la comida.

Ana intentaba mantener a raya sus sentimientos y poner en orden sus pensamientos. Quería elaborar un discurso con todos los reproches que llevaba dentro desde hacía tantos años, con todas las afrentas que ese hombre desaliñado había causado a su hermana, a su madre, a ella misma. Pero era inútil. La duda no dejaba de interrumpirla. El deseo de salir de allí, de llevarse al crío lejos de aquel extraño, de seguir con la vida más o menos estable, más o menos feliz, que había construido, luchaba contra la lealtad hacia su hermana, contra la promesa que le hizo, contra el anhelo y la necesidad de aquélla de que su hijo viviera con su padre, contra una íntima sensación de calma que le decía que todo estaba bien y que era lo que realmente más la turbaba.

Él tenía la mirada fija en el pequeño. Le producía una extraña sensación mezcla de nostalgia, de ternura, de cariño, que un primer momento asoció al tiempo pasado con su madre, a aquella primavera después del viaje en el que todo fue tan confuso, borroso, como vivido en tercera persona o en un sueño. Pero fue real. Aquí estaba ese niño, que nadie podría negar que fuera hijo suyo, para confirmarlo: dos gotas de agua a través del tiempo. Sin embargo no era sólo el recuerdo de aquella mujer lo que le traía aquellas sensaciones. Había algo más en aquel mocoso, quien comenzó a toser sin distraerse del mundo al que las viejas revistas le habían transportado. Su forma de inclinar la cabeza, de fruncir el ceño cuando algún detalle le suponía una dificultad, la de abrir los grandes ojos ante alguna nueva maravilla ahogando un grito de emoción, la de describir círculos con el dedo índice en la nuca jugueteando con el pelo al tiempo que viajaba, le resultaban cálidamente familiares. Sintió afinidad, empatía inmediata con aquel pequeño que acababa de conocer, aquél con el que no contaba pero que acababa de ingresar en su vida, ocupando un hueco que hasta entonces no había advertido.

—Tu hermana me escribió hace un par de meses, la carta la leí el sábado pasado —fue él quien rompió el silencio que comenzaba a saturar la habitación—. Sólo recibo facturas, así que las apilo sin mirarlas. De no habérseme caído el montón no la habría ni visto —Ana lo miró fríamente. Su hermana le escribe días antes de morir y el muy cabrón no lee la carta hasta dos meses después—. Lo siento —Ana bullía. ¿Qué sentía: el no haber leído la carta a tiempo, que su hermana hubiera muerto, o..?

Ana miró al niño y pensó en levantarse sin más y llevárselo de allí. Ya saldrían adelante, ya encontraría una salida. Estaba sin trabajo, sin dinero y sin techo. No tenía mucho futuro sola con un niño de cinco años. Pero dejarlo allí, con ese hombre causa todos sus problemas… Una voz le recordó: me lo prometiste en elhospital, hermana.

—Mira… ­—comenzó Ana tratando de serenarse—, yo no te conozco salvo por lo que mi hermana de contó de ti, que tal vez fue más invención suya que realidad. No sé qué le diste en aquellos días, ni quiero saberlo —respiró hondo para contenerse, sin dejar de mirarlo—. Cuando saliste de su vida, ella… ella comenzó a consumirse. No entendía tu marcha, ni tu silencio, y esperaba que cualquier día volvieras, la llamaras, le mandaras una carta. Pero tú nunca pensaste siquiera en hacerlo, ¿verdad?

Intentó apuñalarlo con cada sílaba de la última frase, pero no parecía haberlo logrado. Él le prestaba atención desviando la mirada de vez en cuando al niño. Tras asumir la primera derrota continuó.

—Cuando supo que estaba embarazada se animó. Comenzó a hacer planes extraños y secretos que no pudimos ver, porque aparentaba estar mejor, aunque su mente se había ido contigo para siempre —apuró el café, ya frío, y observó al tipo antes de seguir. No quitaba ojo al niño. Su mirada era cálida y serena, sin dudas ni miedos, con trazas de… ¿cariño?—. El niño nació en diciembre, el veintidós, y…

—Perdona —la interrumpió— ¿el veintidós de diciembre?

—Sí, a medio día —por la expresión del joven se paseó la extrañeza con ese dato insignificante. Ana continuó—. Fue un parto difícil, mi hermana perdió mucha sangre. Cuando nació el niño me preguntó si lo cuidaría y le dije que no se preocupara, que durmiese, que ya estaba todo bien, y cerró los ojos murmurando algo. Durmió toda la tarde y toda la noche. Al día siguiente, cuando volví a verla se había marchado dejando una nota: Se su madre, hasta que encuentre a su padre.

Ana se detuvo para observar la reacción del encontrado padre de su embelesado sobrino, para darle tiempo a decir algo, a explicarse. No lo merecía pero le pareció adecuado. Él no hizo nada más que excusarse para encender la luz y volver a sentarse dispuesto a escuchar hasta el final. Ella continuó tras comprobar que el pequeño que la llamaba mamá seguía ensimismado con aquellas viejas revistas, con una naturalidad y tranquilidad que iban ayudando a Ana a hacer lo que debía hacer: entregárselo a su padre.

—Hace tres meses me llamaron del hospital comarcal —continuó al fin tras un breve suspiro—. Mi hermana estaba ingresada con una fuerte neumonía y otras infecciones oportunistas contra las que su cuerpo apenas podía luchar. Un mes más tarde murió.

Un ataque de tos abortó un silencio que se prometía orondo. El hombre llevó un vaso de agua al niño y aprovechó para observarlo más de cerca. No cabía duda de que era hijo suyo. Era tal y como se recordaba a sí mismo en las fotos de su infancia, en las que casi siempre aparecía solo, sonriendo, pero también con aspecto de cansancio y debilidad. Vio las botas empapadas y sintió el impulso de quitárselas. Se contuvo y buscó la aprobación de Ana, que tenía la mirada fija en el fondo de la taza.

Él había estado todo este tiempo escuchándola, deseando decirle que no hacía falta que dijera nada, que todo estaba en la carta de su hermana. Pero intuía que las palabras, más que dirigidas a él, eran para sí misma; que gracias a ellas estaba consiguiendo aceptar lo que intentaba evitar.

Ana estaba muy delgada y pálida. En esos meses había envejecido deprisa. Es guapa, pensó. Aun no estando en su mejor momento era una mujer guapa. La sombra de la tristeza resaltaba la belleza de Ana y ese peculiar bucle que nacía detrás de su oreja izquierda, intentando independizarse del resto del peinado hacía que se pareciese… se pareciese a su propia madre.

De nuevo la tos reclamó su atención. Le quitó las botas al pequeño, fue a por una toalla y comenzó a secarle los pies. El niño se dejó hacer confiado. De vez en cuando le interrumpía para preguntarle si había ido a algún lugar de los que salían en las fotos, sin apartar la vista de ellas, para preguntarle cómo se llamaba esta isla, aquella playa, ese pueblo, pasando las páginas rápidamente y señalando con una mano mientras la otra ya tanteaba un nuevo objetivo. Lo dejó y fue a buscar unos calcetines secos que le estarían grandes pero le calentarían los pies.

Ana no perdió detalle de la escena convenciéndose de que su niño estaría bien. Al menos mejor que con ella, quien se había quedado sin nada, hasta sin fuerzas. Su hermana ganaba. No había nada más que decir. Quizás podría comenzar a olvidar todo lo que le contó durante el más largo de todos. Quizás podría perdonar a aquel hombre, a su hermana, a sí misma. Quizás podría comenzar a vivir para ella. Cuando cruzaba la puerta el hombre la agarró por el brazo.

—¡Espera! —le dijo—, ¿te vas?

—Ya sabías que venía a entregártelo, su madre lo quiso así.

—¿Y tú, qué quieres tú que has sido la única madre que ha conocido?

—Yo… —Ana duda—. Volveré mañana con sus cosas y a despedirme —aunque la última mirada al pequeño le confirmó que no sería tan sencillo.

—De acuerdo, una última cosa: ¿cómo se llama?

—¿No te lo dijo? —él negó con la cabeza—, ¿por qué no me sorprende?—Ana suspiró—. Le puso tu nombre. Ahora me marcho, hasta mañana.

El pequeño no se percató de la huída de Ana, tan ensimismado como estaba con las revistas, que podrían haberlo tenido ocupado una eternidad. Su nuevo padre lo miraba desde el marco de la puerta, uno imagen del otro a través del tiempo, ambos con la cabeza ladeada hacia la izquierda, sabiendo, sintiendo, que la nueva situación sería asumida con naturalidad por ambos. ¿Acaso no asumió él también con facilidad el ir a vivir con su padre? Su padre. No había vuelto a pensar en el viejo desde hacía mucho tiempo, demasiado tal vez, y sin embargo estaba aquí, había emprendido aquel extraño viaje motivado por el deseo de comprenderlo a él.

El timbre del teléfono los trajo de nuevo a la realidad a los dos. Fue a atender la llamada, una equivocación, cómo no. Nadie tenía su número, no conocía a nadie lo suficiente como para tener esa confianza. Sus relaciones con el resto del mundo, desde que dejara a Blanca, fueron siempre superficiales, distantes, provisionales, centrado en buscar una explicación, en confirmar sus sospechas, sus miedos. Aún así contestó al teléfono, siempre lo hacía, y amablemente constataba el error del llamante. Al colgar se dio cuenta de que llevaba cinco años solo. De repente fue consciente de que en todo ese tiempo no había hecho más que correr en círculos, sin saber por qué, refugiado en sus cavilaciones, acompañado por sus fantasías, como hacía de niño. Pero a partir de aquella tarde ya no volvería a estar solo, aunque solamente estuviera acompañado de sí mismo.

Cuando volvió se topó con el niño que estaba detrás de él. Había dejado de llover. Le preguntó al pequeño si le gustaría ir a la feria, obteniendo una sonrisa por respuesta, quebrada por la insistente tos. Salieron sin más. Fue sencillo hacerle pasar una buena noche. Bastaba con recordar qué le gustaba a él a su edad, evocar vagas sensaciones que atraían recuerdos mezclados con las luces y músicas de la feria del barrio. Más de una vez tuvo la extraña sensación de deja, si bien lo ya vivido aparecía desde otro punto de vista en que además todo era más grande y más brillante. A partir de aquella noche volvería a tener esa sensación varias veces a lo largo de su vida en común con su hijo. Su hijo. Pensarlo le daba vértigo, pero entonces el niño se volvía hacia él y luego señalaba una nueva atracción a la que acudían corriendo, y nada tenía importancia. Hasta que fueron interrumpidos por otro aguacero que puso fin a la velada.

La mañana siguiente, al despertar, creyó haberlo soñado. Más bien fue como haber soñado que recordaba un recuerdo soñado. Pero fue real, el niño estaba ahí. Entonces sonó el timbre. Aún en la cama se quedó mirando a aquel enano que se había colado de madrugada entre las mantas. Probablemente le dio miedo la lluvia golpeando el cristal de las ventanas del salón, donde le improvisó una cama en el sofá. Recordó que a él le daba miedo de pequeño, que imaginaba que el cristal se rompía y una manada de lobos entraba por el hueco pasando a toda velocidad frente a su cama. Siempre que pudo durmió en habitaciones sin ventanas, incluso ahora estaba en un cuarto completamente interior, que no era el más grande de la casa pero sí el que le resultaba más cómodo.

El pequeño no pareció escuchar el timbre que no volvió a sonar. Dormía su lado, levantando la ropa de cama con su profunda respiración. Algún estornudo ocasional perturbaba su sueño. Le fue a dar un beso en la frente cuando se levantaba para ir a abrir y notó que tenía fiebre. Tal vez estuvo demasiado tiempo con los pies mojados, más tarde lo llevaría a urgencias. Probablemente no sería nada grave. Él fue un niño enfermizo, tal vez su hijo había tenido la mala suerte de haber recibido su debilidad por herencia.

Al abrir la puerta se encontró con un una maleta que, aún siendo pequeña, intuyó muy pesada, tanto como para necesitar usar las dos manos. Qué tontería, pensó al levantarla sin mayor esfuerzo.

Sinopsis

El primer recuerdo del protagonista es del día en que, con cinco años, conoció a su padre; aunque más bien habría que decir que se lo presentaron ya que nunca llegó a conocer a ese hombre que se volvió cada vez más distante y cuyo comportamiento para con él no llegará a comprender hasta que se ponga, literalmente, en su piel.

Bucle es una novela circular, hasta el punto que podría comenzarse por cualquier capítulo y seguir el orden propuesto o el cronológico, leyéndose una y otra vez, como se repite una y otra vez el ciclo vital del protagonista de la historia, trenzando pasado, presente y futuro.

Un moderno Sísifo atrapado en el tiempo.

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