SINOPSIS

Espero sentada en el café Viena Capellanes de la calle Arenal, Madrid, para ver pasar a la protagonista de mi historia. Irá dejándose llevar por mis decisiones y meciéndose en la novela policíaca, macabra y sobrenatural.

Desde Urueña, pueblo abandonado de la provincia de Valladolid, llega a las manos de la inocente Ania el elixir de la eterna juventud en forma de bellas rosas de damasco, blancas como el azúcar y peligrosas como el opio. Su insaciable curiosidad la hace ir descubriendo el tétrico mundo que rodea las flores, lo que la lleva a enredarse en peligrosos conflictos alejados de la realidad mundana.

Entre tanto, Clara, una aventurera adolescente de personalidad peculiar, decide sumergirse en las catacumbas de la Catedral de Santiago de Compostela, donde angustiada se pierde en la húmeda y penetrante oscuridad subterránea.

A medida que avanza el tiempo, el destino va uniendo a todos los personajes como piezas de un puzzle, desvelando el poder de las misteriosas flores y las identidades secretas que aparecen en el trascurso de la historia, sorprendiendo con la aparición de héroes históricos y concluyendo con un final impactante y enigmático.

CAPÍTULO 1. MADRID

Hoy es un día especial, tanto como esos en los que me pierdo por la Plaza de Oriente, tambaleándome en la punta de mis tacones de terciopelo negro, mientras reflexiono sobre la pieza en la que me he sumergido desde los palcos del Teatro Real. Qué fácil es traer personajes al mundo, preocuparse por sus problemas, alegrarse de sus hazañas y despedirse de ellos hasta el próximo encuentro. Enternece tanto verlos bailar, reír, soñar al momento, calcar los movimientos respondiendo a los hilos de los que cuelgan sus brazos y piernas, sus muecas y dejes. Pero son personajes que no se bajan del escenario, no se atreven a descolgar los telones y escaparse del teatro, único sitio en el que resucitan ante un público que los observa expectantes, pero desvinculados por completo de la historia detrás de la escena, del pálpito del cuento, de los segundos capítulos que no ofrece el programa porque nadie aún los ha escrito.

Decía que hoy es un día singular, de esos que se ponen en el calendario para acordarse de él el resto del año; quizás toda la vida. Por ello celebro el momento, a solas para no perder ni una gota de atención, sentada en la terraza más acogedora del centro de la ciudad, en el Café Viena Capellanes. A mi vista se menea Ópera, el bullicio que irriga las calles de la capital se junta y mestura en el centro del ágora de Madrid. A un par de metros de mi mesa, el señor Alfredo apunta con su gigantesco telescopio desde la plaza a la Luna, empalagosa y brillante como la leche condensada. Vigilo el reloj de mano, posado sobre la mesa de acero, mientras sorbo la espuma dulce de la taza procurando no quemarme. Faltan dos minutos y quince segundos. El aroma del café va invadiendo mis adentros, inquietos por la espera. Un mendigo se acerca a mi mesa cargado con un ramo de rosas blancas cuyo perfume se bate en duelo con el del pocillo entre mis manos. Sin perder de ojo las agujas del reloj, suelto un par de monedas sobre la mesa y el hombre deja caer una flor frente a mí, encima de los folios color sepia que he dejado cuidadosamente amontonados a disposición de ser trazados a tinta. Tan sutilmente como había aflorado, el vendedor deambulante desaparece. Treinta segundos. Ya se debe estar asomando por la esquina de la calle. Tengo ademán de ponerme en pie y curiosear al fondo, entre la gente, pero mantengo la calma y el cuerpo pegado a la silla. Ya la conozco, pero es la primera vez que la veo. Mi pie derecho se tambalea dejando golpear el tacón contra uno de los adoquines que tengo debajo. Se acerca el momento. Siento caer los pasos de su sombra sobre mis hojas en blanco. Termina ya la espera. Por fin, ahí está, se va abriendo paso entre la multitud de la calle Arenal dando zancadas de cigüeña. Su brillante melena roja se agita a medida que avanza y su piel clara como la luna que la corona contrasta fuertemente con la gabardina verde oscuro que la cubre hasta las rodillas. Es ella. Es Ania. Es perfecta, tal como la había imaginado, tal como mi mente la había creado. Ella va a ser la reina de mi historia, el personaje omnisciente. Tan fugaz como puntual, se vuelve a perder entre la gente y yo me emociono, ahogando el entusiasmo en el último trago de café, todavía caliente.

“Tenía la mente en claro y los nervios a flor de piel. A flor, nunca mejor dicho. Se hallaba sentada en la salita de su casa, en uno de esos butacones de caña con un cojín esponjoso bajo sus muslos. Los codos sobre la mesa redonda, también de caña y cubierta por un cristal verdoso, tapada por el tapete a ganchillo de su abuela sobre el que descansaba el jarrón traslúcido, lleno de rosas. Blancas rosas tiernas como recién cortadas observaban cómo terminaba su desayuno de malhumor.

Todo era obvio, no sabía por qué le daba tantas vueltas a la cabeza intentando encontrar la excusa que justificase su comportamiento. Quizás fuesen los años, alguna crisis de los veintitrés.

Miraba la vasija llena de capullos; casi una semana allí colocados sin marchitar. No había atisbo de putrefacción. Intactos, como el primer día, como si fuesen de tela. Entre las manos, bajo la barbilla, el teléfono móvil. “No va a llamar hoy tampoco”. Le caían las lágrimas; yo no sabía qué decirle.

Se levantó y fue a la cocina a dejar su tazón de desayuno vacío. Desde la ventana se podía observar la calle, la plaga de gente que como la marabunta se empujaban unos a otros amenazados por los minutos del reloj del viernes. Se asomaba por si lo veía por casualidad, pero confiaba demasiado en la suerte. Cogió las llaves de la encimera de la cocina y sin más tregua abordó la puerta de su casa. ¿A dónde vas?

– A perderme un rato… – dio un portazo a sus espaldas. Al fin y al cabo, siempre hacía lo que quería sin decir nada, con el genio a modo de escudo contra cualquier anteposición a sus propósitos.

Bajó las escaleras casi bailando, pero desprendiendo amargura con los brincos. Tres pisos. Abrió el portal que daba a la calle y absorbió una bocanada de aire cálido que olía a una mezcla entre tabaco, humo de coche y patatas fritas. Visualizó con cierto asco el McDonals al otro lado del paseo. Frente a ella, aquel payaso riéndose en su cara como cada mañana de su vida, siempre a la misma hora; la que le permitía coger el autobús que la dejaba en Ciudad Universitaria para llegar a la primera clase. Levantó el dedo corazón a la altura de sus ojos, como de costumbre; esos eran los buenos días. Se dispuso a abandonar del todo el edificio y fue a levantar el pie derecho cuando tropezó con algo. No podía creerlo, otra vez la misma situación de incertidumbre. Se quedó paralizada mirando hacia sus zapatos. No sabía qué hacer, si reír o llorar, si agacharse o mandarle una patada al obsequio que había decidido adormecer sobre sus pies. Esta vez el envoltorio del ramo era azul celeste con un lacito rosa palo transparente.

– ¡Y tú déjame en paz! – Gritó repentinamente ignorando la cara de asombro que se le quedaba a la gente al ver que dirigía su exclamación al cielo. Se llevó las flores a la nariz mientras volvía a buscar la cara del personaje que había abandonado aquel ramo en el portal de su casa. No te da vergüenza… te ha visto hacerle el corte de manga al McDonals, se debe estar partiendo de risa.

– No puedo evitar ser como soy. – Cogió el ramo en su regazo, a modo de cuna, y salió por fin a la acera.

Plena calle Mayor. Tiró hacia la izquierda, hacia Sol, en busca de un sitio donde sentarse y pasar el rato para reorganizar la mañana, sacudida por la sorpresa. Pasó por delante de La Mallorquina ignorando el esplendor de los dulces recién hechos en el escaparate. Mientras caminaba sacó de entre las flores un sobre. No podía evitar sonreírse. Sin querer abrirlo, esperó con él en la mano hasta que llegó a la fuente de la plaza y se sentó en el borde de la misma, haciéndose hueco entre intérpretes de dibujos animados que con mímicas le pedían monedas. Al igual que ignoraba a éstos, también evidenciaba la revuelta estudiantil que tenía a su alrededor, el barullo de gente enajenada y los porrazos que iba a comenzar a dar la policía de un momento a otro. Ella allí en medio, ajena a todo, se concentraba en lo que tenía entre las manos como intentando adivinar qué pondría o tratando de conseguir que pusiese lo que ella quería mediante técnicas de mentalismo automático. Lo abrió. Las mejillas se apuntaron y la sonrisa no se le borraba. “¿Dónde estás, capullo?”, pensó. Cerró el sobre y miró a su alrededor. Un policía había sacado la porra y amenazaba con ella a un joven extravagante de pelos rojos y azules. El chico le dio la espalda y comenzó a azotarse el culo delante del guardia. La cara desencajada de Ania lo decía todo ante aquel espectáculo. En cuanto el policía comenzó a arrear porrazos, se levantó de inmediato y volvió por donde había venido a encerrarse de nuevo en casa. Abrió el portal y comenzó a subir las escaleras con pesadumbre.

– ¿No pensarás en serio que me iba a ir si verte?

Ania se dio la vuelta y lo reconoció. Entre los labios sujetaba una sonrisa que esperaba recibir correspondencia. Le chispeaban los ojos como nunca. Había estado todo el rato observándola mientras ella se paseaba sin rumbo por Madrid adelante.

– Llevo casi una semana esperando a que me des señales de vida, ¿Te parece bonito? – hizo una mueca de desaprobación.

– Me gusta hacerte esperar…- ella resopló una bocanada de aire como si fuese lo último que tenía que decirle, se dio la vuelta y continuó subiendo las escaleras sin perder el tiempo en contestarle. Él corrió y la agarró del brazo.

– ¿No te gustan? – dijo señalando el ramo con un gesto de cabeza. Sus pestañas alborotadas peinaban con la mirada las flores, que se mantenían quietas dejándose acariciar, sonrientes, melosas e inocentes.

– Es la cuarta vez que me lo haces… tengo la casa plagada de flores.

– Pero te gustan, ¿verdad? – afirmó convencido. Ella le sonrió sin poder evitarlo y bajó la vista.

– Sí me gustan, -volvió a mirarlo. – pero no me gusta que me ignores por completo durante una semana entera y después pretendas que te lo perdone, las cosas no funcionan así.

– Lo siento. – se disculpó utilizando la mirada más dulce de las que disponía. Ella le devolvió la sonrisa sin querer.

– ¿Qué ha pasado esta semana? – permitió que se justificara a pesar de que ya estaba cansada de las excusas. Agarrándole de la mano como a un niño pequeño tiró de él escaleras arriba, sin mirarlo, mientras esperaba la respuesta a su interrogante.

– Es igual, es lo mismo de siempre.

– No lo entiendo, ¿No ibas a dejarlo?

– Sí, pero las cosas están difíciles Ania. Es complicado. – siguió subiendo en silencio.

Tres pisos arriba, giraron hacia la izquierda y abordaron el pasillo hasta el fondo. Ania introdujo la llave en la puerta, en la vieja cerradura metálica en la que la introducía media docena de veces todos los días. Antes de girar la llave se paró. Apoyó la frente sobre la madera resquebrajada y aguardó un par de segundos. Todavía estaban todas esas palabras rebotando dentro de su cabeza. Debes decírselo, lo sabes.

– ¡Ya lo sé! ¡Déjame en paz!

Tonta, que no estás sola.

Se dio la vuelta y lo vio a él, sonriendo con una mueca de desconcierto, pero divertida. Las manos en los bolsillos, medio encogido de hombros, esperando a que abriese la puerta. Era curioso ver a aquel chico despeinado, pero al mismo tiempo hermoso, atractivo, irresistible. Se preguntaba cómo iba a conseguir imponer sus condiciones, si sería capaz de dominar la situación o la discusión iba a ser la de siempre, en la que ella salía perdiendo los gritos en el aire.

Tras mirarle, volvió hacia la puerta y giró la llave. Entraron. Él ya sabía el camino hacia la sala, ella buscó en la cocina otro recipiente donde meter más flores. No sabía dónde ponerlas. Quizás las del baño ya podría cambiarlas. Atravesó la sala. Él se había apropiado del butacón y la observaba en silencio apoyado sobre la mesa, escondido detrás del jarrón, desplazándose de un lado a otro sin intervenir, como esperando a que acabase de hacer lo que tenía que hacer para recibir, por fin, el chaparrón; sabía lo que le esperaba.

Llegó al cuarto de baño. Sobre el lavabo se encontraba el ramo de flores de hacía tres semanas. Se inclinó sobre ellas. Olían tan dulce como las que le acababa de regalar. Tenían exactamente el mismo color que las que llevaba en la mano, la misma frescura. Estaba extrañada. Nunca antes nadie le había regalado flores, pero tenía la idea en su cabeza de que marchitaban con el tiempo. Se dio la vuelta y volvió al salón. Permaneció de pie mirándolo, con el ceño fruncido.

– ¿Qué pasa? – se intrigó al ver la cara de Ania.

– ¿Qué clase de flores son estas? – dijo mirando el ramo, sin liberar el ceño del agarrotamiento.

– Flores…- dijo riéndose.

– ¿De dónde las has sacado?

– Nacen en el jardín de mi tío, él las corta porque no le gustan y las tira, pero es una pena, son muy bonitas. Si no las quieres no te traigo más…

– No, no, me encantan, pero hay algo exraño, no marchitan. Esas son de la semana pasada, están tan frescas como las que me has traído hoy. – dijo señalando las que estaban encima de la mesa.

Sin saber qué hacer con el ramo, se sentó a la mesa con su amigo. Los suaves pétalos le hacían cosquillas en las piernas, era una sensación agradable. Levantó la vista y lo vio a él, mirándola. Tenía los brazos sobre la mesa. Su pie izquierdo no dejaba de tambalearse, de subir y bajar esperando que ella comenzase a hablar. Entre los dedos hacía girar nerviosamente un cigarro sobre sí mismo, sabía que en aquella casa estaba prohibido fumar. Ania levantó su mano izquierda y la llevó junto a las suyas, entrelazando los dedos con su derecha, soltando el pitillo que cogió rumbo por la mesa adelante. (…)”

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