Todas las familias tienen escapes. Como una olla a presión. Como el desagüe de una terraza. Los necesitan. Son maneras de evacuar la caca y de restaurar el equilibrio. En el caso de la olla a presión, el escape libera el vapor que genera tensión dentro. En el caso de la terraza, el desagüe expulsa el charco que se forma con la lluvia y que se ha vuelto sucio y cenagoso. En ambos casos hay que evacuar, limpiar, librarse de algo para poder seguir adelante. Es una labor periódica. Hay que hacerla cada poco. De lo contrario, la olla estalla, el balcón se inunda. La familia se corrompe. Y termina dando asco.

Circula el mito de que existen familias que no tienen escapes. No los necesitan. Estas funcionan como un organismo, vivo y sano, que reabsorbe lo que desecha. No tienen necesidad de compuertas, ni de aberturas. Funcionan solas. Se mantienen en equilibrio por sí mismas. Es lo que, en biología, se conoce como homeostasis. El organismo vivo se autoregula. Cuando tiene demasiado azúcar, se produce la insulina. Cuando hay demasiado poco, se libera glucagón. El organismo sigue en equilibrio. Aprovecha sus excesos. Equilibra sus carencias. Funciona bien, por sí mismo. Despierta por las mañanas y se duerme por las noches.

Pero, ¿dónde están esas familias? ¿Alguien las ha encontrado, más allá del modelo teórico, de una pizarra de universidad? Parece que todas las familias fuesen diabéticas, que necesitasen medicación para salir a la calle. Esta es la historia de una de esas familias que siempre han tenido escapes.

Todo empieza en una cafetería. Una que siempre me ha gustado. Primero la conocí como cliente. Iba todas las mañanas, en las vacaciones de verano. Me llevaba un libro, la libreta, un bolígrafo. Siempre en la mesa del rincón derecho, la que pega a la ventana. Ahí tenía calor del sol y luz natural.

Leo mucho por la noche, con una bombilla amarilla con la que parezco un pollo. Así que por el día aprovecho la luz natural. Quiero leer muchos libros en lo que me queda de vida. Por eso cuido mis ojos.

La mesa del rincón es la que más luz tiene. Me sentaba siempre allí. Silla pegando a la pared. Visión completa de la cafetería, de todas sus mesas, de todos sus clientes, de todo. Cuando no estaba leyendo, ojeaba el escenario. Porque allí pasaban cosas bastante curiosas. Y porque me hacía una idea de cómo es mi sociedad.

Eso fue de cliente. Después fui camarera. Terminé la universidad, volví a casa sin trabajo. Con mis carpetas de apuntes, cinco años de grado ahí condensados. La carrera entera pesaba como mi cuerpo. La descuarticé y la metí en cajas de cartón del supermercado, los precinté con cinta de carrocero y para abajo, al trastero. Pum. Cierro la puerta a mis aspiraciones. Ya me lo había dicho mi padre: a partir de este momento será el mundo real.

El mundo real resultó ser la cafetería.

Se llama Alonso de Quijano. En pleno paseo del Espolón de Burgos. Rótulo blanco, madera rústica. Extremadamente rústica. Es la única que no ha caído ante los diseños hipsters y minimalistas que están por toda la ciudad. Aquí no hay sillas de cubo, ni palés de madera, ni vinilos de Audrey Hephburn. Tampoco frases americanas, en plan: «Smile. Today is a good day». Ni tazas de Mr. Wonderful. Bueno, es que si alguien le preguntase al señor Luis Galeano si tenía tacitas de Mr. Wonderful, se encontraría con un:

-¿Mister? ¿Qué coño es eso?

La cafetería es una herencia. Luis Galeano la ha heredado de su padre, y este del suyo. La decoración está igual desde entonces, menos una mano de barniz del suelo y los cojines para las sillas. En realidad da igual que los hayan cambiado. Vuelven a estar desteñidos. Es que da mucho el sol.

Alonso Quijano tiene un vintage verdadero. No premeditado. Si alguien preguntase al señor Luis Galeano por el estilo vintage, este pegaría un puñetazo en la barra de su abuelo.

-¡Qué coño!

Él no sabe lo que es el vintage. Pero sí sabe que Alonso de Quijano es la única cafetería auténtica de todo Burgos.

-¿Tanto, señor Galeano?

-Bueno, igual en todo el Espolón.

Porque las demás cafeterías son falsas, comerciales, sucedáneos. Son lo que la sacarina es al azúcar. O mejor, lo que la sacarina es a la fructosa natural de las manzanas, de las peras dulces, de las naranjas. Pero casi nadie toma naranjas. Todos toman Coca-Cola. Y se ve que por lo mismo (por un motivo que está oculto, pero que a la fuerza tiene que existir), todo el mundo se ha marchado a las cafeterías hipster del Espolón.

Allí suena Spotify, canciones de Ed Sheeran, de Taylor Swift. Las mesas son de encofrado. Las sillas son de plástico, con diseños ergonómicos. Las luz viene de fluorescentes, que amortiguancon una mapara de plástico.

En el baño hay plantas -de tela verde-, incrustadas entre piedras -de cartón pluma-, en macetas marrones -que imitan el barro, pero que no son de barro. No se sabe lo que es-. Si alguien va y riega la planta con agua, se escurriría hasta el fondo del macetero, haría un charco en el suelo. La planta rechazaría el agua. Ahí está. Esta es la imagen de las cafeterías de Burgos: son plantas que no quieren agua.

He nacido en este mundo que Andy Warhol pintó. De latas de tomate, de cajas de detergente, de supermercados. De piscinas azules y bañadores naranjas. De familias con coche, con perro, con casa grande. De bienestar. Pero a mí no me gusta este mundo. No quiero vivir en él. Por eso, busco otros lugares. Otros más auténticos.

La cafetería de Luis Galeano no tiene plantas en los lavabos. No tiene sentido poner una planta ahí, un lugar cerrado, donde además se ahogaría entre los aromas de caca. Ahí solo se necesita un rollo de papel higiénico -bien grande, gigante- frente al váter. Y una cubeta de jabón líquido. Nada más. Ni siquiera secadoras. El rollo de papel ya vale.

Arriba están los servicios. Se suce por una escalera de caracol que tiene las maderas un poco sueltas. No he visto a ninguna vieja subir por esa escalera. No sé dónde harán pis.

Abajo, está la barra de madera de roble, lustrosa y con los grabados del abuelo de Luis Galeano. Los había hecho con una navaja suiza, cuando se aburría, supongo. Los remates son caracoles, el centro hojas de castaño y entre medias hay muñones de las ramas de un plátano. Árboles del Espolón.

La barra se pega a la pared. En lo demás hay mesas. Son de bronce, con un cristal redondo encima. Del techo cuelgan lámparas de araña, que la abuela de Luis Galeano trajo de Valladolid. Las paredes color crema, con folios de monigotes felices, casas deformes y geometrías a lo Wassily Kandinsky que representan a Messi y a Neymar. Dibujos del nieto.

Huele a yaya y huele a rico.

El sonido: un transistor de ruedecilla, que sintoniza Cadena Dial. Porque al señor Luis Galeano le gusta Malú, Antonio Orozco, Mónica Naranjo. Y al final, hasta me gustan a mí.

Luis Galeano dice que la música hay que entenderla, que sino uno se queda a medias. Y como él no sabe inglés, se limita al flamenquillo español de la radio. En la cafetería anda todo el rato tarareando. Un día, le sirvió un café a una vieja y le dijo:

Me has enseñado tú,

tú has sido mi maestro

para hacer sufrir.

Si alguna vez fui mala,

lo aprendí de ti.

Lo tararea con voz de abuelo. Le sale profunda del abdomen, invade toda la estancia, como una onda expansiva.

La vieja se quedó muerta.

Galeano hornea lenguas de gato y las sirve con el café. Algún día se anima y cambia: hace magdalenas. Rosas, de cobertura gomosa, un poco extrañas. Pero están riquísimas.

También exprime naranjas. Te sirve el zumo en una jarra de cristal preciosa. Deja un chupito en la mesa, sin decir nada. Las viejas se lo beben y, yo no sé si lo notan, pero ahí está, súper rica, la pulpa.

Esta es la cafetería Alonso de Quijano. Primero fui cliente, ahora soy camarera. Esto es lo que ha pasado en cuanto me he leído todo lo que hay que leer -según los expertos- para graduarse en la universidad.

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