NORA

Nora contaba diecisiete años, no obstante sus formas de mujer se distinguían a contraluz. Caminaba entre las mesas con su anatomía sinuosa, en medio de la algarabía y el humo de tabaco que enturbiaba la atmósfera del café en la esquina de Allende, sitio de reunión de intelectuales y gente común en el centro de Coyoacán.

Su cara era de niña, sin embargo, Nora poseía un cuerpo espigado que meneaba con cadencia tratando de mantener el equilibrio de la charola con cappuccinos y chocolates que repartía sin ton ni son. Llevaba el cabello lacio en mechones afinando su cintura, recogido con una pañoleta verde que se mecía al ritmo de sus pasos y un pequeño fleco en la frente haciéndola parecer aún más niña. El aspecto inocente de su cara chocaba con su cuerpo de mujer, como si en la hechura de esa mesera Dios hubiera tomado retazos de tela discordantes; tal vez su aspecto físico solamente era el reflejo de su estado mental.

Su vida era sencilla, quizá demasiado, pero Nora se encontraba aparentemente conforme con ella. Podría haber estudiado algo más que la secundaria, podría haber sido secretaria de algún gran negocio, en vez de enclaustrarse en el negocillo familiar, que antaño había pertenecido a sus bisabuelos. Pero los futuros podría le conferían a su vida el sabor de aventura postergada, de sueños que tal vez serían.

Y Nora vivía de sueños.

En su trabajo, Nora veía la oportunidad de conocer mundo sin tomar riesgos. Con el pretexto de servirles un café muy cargado, se acercaba a la mesa de los clientes y escuchaba sus charlas. A lo largo de dos años de ser mesera, había pocas cosas que no supiera de lo que habitaba el corazón humano. El ambiente de aquel café se había impregnado ya de sueños, tragedias, alegrías y discusiones de todo tipo. En las noches repasaba su libreta donde almacenaba historias construidas por su imaginación desmedida; era como vivir varias vidas al mismo tiempo, eludiendo la responsabilidad de no saber qué hacer con la propia. Disfrutaba pensando que ahora era una ama de casa con dos hijos y una vida marital, ahora un bohemio que toca el sax. Casi podía sentir como si fuera suya cada experiencia, con el beneficio de poder cambiar de canal cuando las cosas se ponían túrbidas en la historia.


STEVE

Steve Taylor conocía mundo, a sus 35 años había recorrido la Unión Americana y era el principal ponente de Advertisers Inc. A los veintiséis dio su primera conferencia en el congreso mundial de mercadotecnia celebrado en Suiza, su manera de expresar «la magia de la publicidad» (como tituló su presentación) le valió convertirse en el vicepresidente de la compañía.

Dormía en su departamento de soltero situado en las afueras de Kentucky, los fines de semana se recluía en su oficina ideando la nueva imagen del equipo más reciente de la empresa líder en telefonía celular. Tendría que ser un diseño supersofisticado, una fiel representación del concepto empleado en la campaña «prestigio y poder del hombre actual». El tipo con suerte que pudiera portar este elegante celular causaría la admiración de sus congéneres y los suspiros de las féminas. Cuando se abrieran las puertas del elevador, el hombre caminaría con pasos seguros por la oficina, la frente en alto y una sonrisa en los labios, con aspecto casual pero vestido formal, el saco doblado en el hombro y en el cinturón el pequeño causante de esa gran personalidad.

Steve era un convencido de que la solución a la monotonía del hombre moderno está en el consumismo. En sus idílicas noches se veía a sí mismo como un elegido, bien que sabía cual era el propósito de su vida, en esa mente se encontraba el secreto de la eterna felicidad, la eterna juventud y todo lo que fuese eterno. «Renovarse o morir», era el lema de cualquier digno publicista y él tenía toda su fe puesta en el adagio.

Paseando en los centros comerciales, aquella temporada decembrina percibió la euforia en su máxima expresión, rostros sonrientes y revitalizados, familias enteras con bolsas en sus manos. Santa Claus, otro apóstol del tener, sentaba a los chiquillos en sus piernas y los cautivaba con promesas de sueños que más tarde se harían realidad a cambio de obedecer a mamá. El perfume de la realización momentánea flotaba en el ambiente, y todos lo respiraban, como en una especie de embriaguez colectiva que llegaría a su término en la cruel resaca de enero; pero siempre habría más vino para aliviar resacas y Steve como buen cantinero prodigaba toda clase de bebidas (celulares, coches, ropa) a la gente cansada de seguir sus sueños que parecían cada vez más distantes. La frustración no existe ―decía― si deseas algo, pero resulta difícil conseguirlo, siempre habrá otro objeto que puedas comprar.

Todo era así en el orden de las cosas y en su reducido mundo cuando se comunicaba con personas era para negociar. Steve pensaba que todos en absoluto somos vendedores y compradores, inclusive en la esfera de las relaciones personales; quien puede adornar su imagen con prestigio, dinero o poder tiene mayor oportunidad de conseguir el amor de una pareja, o amigos con quienes compartir tardes, porque se encuentran en un buen escaparate en el libre mercado de personas. Nosotros no solo vendemos celulares o coches ―solía decir Steve a sus asistentes― vendemos compañía y la posibilidad de ser amado.


CAFÉ, ALIVIO DEL ALMA

Nora era tímida, a pesar de encontrarse desde tiempo atrás en un trabajo en el que conocía bastantes personas, su aspecto era retraído y únicamente dirigía la palabra para preguntar por la orden o extender la mano con la comanda de las mesas.

Pese a que dedicaba noches en vela imaginado cómo sería la vida de aquellos clientes, su curiosidad no había logrado romper la barrera de su exagerada timidez; prefería vivir de sueños que de realidades, porque las realidades le asustaban.

A corta edad quedó huérfana, sus padres murieron en el choque de dos trenes que jamás se esclareció. A pesar de esto, las autoridades dieron aviso a los abuelos de Nora y se les fue entregado un pequeño bultito con pertenencias personales de la pareja, junto con los restos de una identificación.

La familia decidió que si no tenían los cuerpos para darles cristiana sepultura, podrían realizar una ceremonia representativa y echar tierra sobre los objetos rescatados. Nora tuvo que probar el sabor de la muerte, más amargo en cuanto más se ama.

El día del entierro ese sabor quedó para siempre impregnado en su garganta, el sabor de la impotencia que la estrangulaba y que le impedía a sus ojos derramar lágrimas. Era un sabor como a tierra, como a zinc, con el que se despertaba todas las mañanas y aún después de comer, después de asearse la boca, persistía hasta entrada la noche. Era el sabor de la soledad. Poco a poco se acostumbró a él, hasta olvidar por momentos que hostigaba su lengua. Solo paladear los exquisitos chocolates que se vendían en el negocio cambiaba la memoria de sus papilas gustativas.

Posiblemente por eso fue mesera, podía a escondidas sorbetear las tazas cafeteras y con otro sabor amargo sustituir el que tanto daño le había hecho. Por lo anterior y por el placer de soñar con historias y futuros podría… es que se le iban los mejores años de su vida enclaustrada en la cafetería de Allende.


DESCUIDO

―No queda nada por hacer.

Fueron las palabras dirigidas a Claire por el médico que también había sido invitado a la comida.

Claire le contestó con una mirada de odio. No, no era odio, tal vez súplica, quizá impotencia. Steve a su vez, recibió aquella frase como si estuviera leyendo una novela, o viendo una película de Alfred Hitchcock.

Era un hombre acostumbrado siempre a soluciones, no a problemas. De sus asistentes en Advertisers no aceptaba excusas, para él las negativas se consideraban patéticas.

Tal parecía que el mismo Dios debía someterse a sus deseos, pero esta vez no fue así; Jean murió… según Steve debido al destino, según Claire, a un descuido de su padre.


ISAAC

Nora descubrió el amor en el jardín Hidalgo, con la música de Silvio Rodríguez en el aire. Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan… fue la frase que la hizo vibrar, salía melodiosa de la boca de aquel trovador de aspecto bohemio, que con su voz parecía acariciar el alma.

Sentado en un banco, tenía ya varios sábados reuniendo gente en torno suyo. A las afueras de la iglesia de san Juan Bautista, la verbena rompía por completo el ambiente de beatitud que imperaba en el interior; olía a buñuelos con miel, las pompas de jabón que los niños aventaban colisionaban en el aire cayendo algo de su esencia en los algodones de azúcar rosas y morados que cerca una joven contorneaba, obteniendo formas tan caprichosas.

La multitud se detenía en los puestos y se concentraba a lo largo del la extensa carpa cuya entrada ostentaba el título «feria del libro». En el centro del jardín, un par de payasos divertían al público, alrededor de ellos las personas se amotinaban formando un círculo. Los chiquillos que se encontraban en la periferia saltaban para ver entre huecos algunas escenas; los más pequeños iban acompañados, eran cargados en hombros por sus padres, que después de soportar el peso un rato bajo el intenso sol, perlaban sus frentes y encendían sus mejillas.

A un costado de la catedral, todos los ruidos eran opacados por la alegre música sudamericana, el sonido de la kena dominaba a los demás instrumentos del conjunto; si uno voltea la vista a la derecha, el espectáculo adquiere una dimensión audiovisual y se completa a sí mismo, con la exposición pictórica que se ofrece a la salida de un pequeño café. Dos grandes cuadros se recargaban en la pared en ese momento, impresionantes de verdad, ese camino marcado por soberbios arcos con una profundidad tal, un manejo de la tercera dimensión que te hace estar ahí y casi poder palpar las petunias moradas a lo largo de la vereda. ¿O qué me dices de aquel viejo pensativo, casi de tamaño natural que ve a la peregrinación con una mirada tan melancólica que adquiere vida propia?

El arpegio de la guitarra acaparó la atención de Nora que pasaba caminando en la contraesquina donde se encontraba el grupo sudamericano, se abrió paso entre la gente que escuchaba al trovador. Sus dedos rasgaban las cuerdas tan hábilmente que provocaron en Nora el anhelo de ser guitarra, para que ese hombre rozara su piel con la firme delicadeza que sus manos mostraban, mientras pegados los labios a su oído le murmurase… ojalá que la lluvia deje de ser el milagro que baja por tu cuerpo. Una lágrima le recorrió el rostro, al decirse para sí que nadie la había tocado con ternura, en esa lágrima Nora convertía en cristal los acordes de la guitarra que caían como hojas en su cuerpo (tal como anunciaba la canción de Silvio); en ese momento el muchacho volteó: al ver la expresión de Nora cuyos ojos ya reflejaban un tenue brillo de amor, también se encendieron sus mejillas.

Pero no era el estupor, no era el peso del intenso sol como el público pensaba lo que hizo enrojecer al trovador. De alguna extraña manera ya había impregnado el ambiente de sí mismo, dejaba parte de su alma en el jardín Hidalgo y en las personas que con disposición hicieran suya esa letra. Nora no tuvo que dirigirle una sola palabra para hacerle entender que el mensaje había llegado al fondo de su corazón y con una lágrima respondía al regalo de la música. Porque así es el amor: toca a la puerta, pero siempre necesita una respuesta para completarse.

Cuando el trovador dejó de cantar, la gente se dispersó. Nora apartó su timidez y le preguntó:

―¿Cómo te llamas?

―Isaac ―contestó él.

Esa noche Nora sintió la necesidad de dormirse con música, por suerte contaba con algo de trova que le haría recordar las emociones del día. Lo último que el sueño le permitió susurrar fue Isaac… y se adormeció con el nombre musitado en su boca.


RENOVARSE AL FIN

¡Qué difícil es renunciar a las ideas que nos dan seguridad! Quizá la seguridad que nos ofrecen es estar ciertos de que nos quedaremos solos. Pero si no conservo mis prejuicios que me han costado tantas lágrimas y desengaños, entonces ¿qué es lo que conservo de mis malas experiencias?

Preferible el camino conocido al riesgo con posibilidad de fracaso, preferible que me llamen desconfiado, a que me llamen idiota por volver a caer en la misma ilusión.

―Steve, la vida es como un laberinto; al caminar nos topamos con pared y siempre habrá manera de darle la vuelta. Sin embargo muchas paredes son falsas, nosotros mismos las inventamos generalmente por miedo, porque al verlas ante nuestros ojos, inmediatamente recordamos aquella enorme pared que nos dejó lesionados. Así, entre paredes reales y falsas, se estrecha más nuestro camino, a veces dejando apenas espacio para que el cuerpo pase por la única senda disponible. ¡Y después nos quejamos de que la vida es monótona!

―Tienes razón John, al nacer el laberinto cuenta con bastantes salidas. Después de la muerte de Jean el mundo se me ha cerrado, no logro ver más que paredes. Ya han pasado cuatro años y no puedo superarlo, estoy muy triste, deprimido, paralizado más bien. Cada día despertar me cuesta mucho. Pienso que los seres humanos podríamos dormir catorce horas y únicamente estar conscientes las diez restantes. Si nos damos prisa en realizar nuestras actividades cotidianas de manera mecánica como estamos acostumbrados, podríamos invertir ocho horas en la jornada laboral, las otras dos en comer, bañarnos y transportarnos; con diez horas de vigilia la vida está resuelta, ¿para qué desear dieciséis?

La existencia de un ser humano de cualquier manera se puede reducir a las actividades que realiza.

Eso es cierto ―interrumpe Carlos― ¿cuántas veces hemos preguntado a un amigo qué ha hecho durante el día? Y nos ha respondido: pararme, bañarme, desayunar, ir a trabajar, regresar a casa y acostarme. Si le preguntáramos la noche siguiente diría lo mismo.

―¿Qué sucedería si algún científico loco pudiera reprogramar el cerebro humano de manera que lo que hacemos con rutina nos parezca ampliamente placentero? ―pregunta Steve.

―Número uno: se volvería multimillonario ―responde Carlos. Número dos: se reduciría en gran medida la eterna infelicidad humana. Número tres: disminuirían notablemente los vicios (fugas y aletargantes del dolor); a los grandes monopolios no les convendría ―añade John.

―Por esto último, es que no se divulgará el secreto de la felicidad, aunque sea descubierto ―señala Carlos.

John habla dirigiéndose a Steve: ―Ya que no podemos sentarnos de brazos cruzados a esperar que la ciencia y la tecnología hagan nuestro propio trabajo, es nuestro deber, sí, óyelo bien, nuestro deber… encontrar la manera de ser felices. Si en setenta años no puedo descubrir el secreto y dominarlo ¿de qué demonios sirvió mi vida?

Sí, ―expresa Steve― no podemos seguir desarrollando rutinas sin pensar en realizar el más ligero cambio porque estamos encajonados en nuestro laberinto personal.

―El laberinto de la soledad ―ríe Carlos.

John no escucha la breve acotación y prosigue: ―La parte del tiempo que no estamos concentrados en nuestro trabajo, empezamos a divagar mentalmente… insatisfacción, insatisfacción, insatisfacción, por cualquier motivo y sin ningún motivo. ¿Quién nos programó mentalmente para sufrir?, ¿quién nos convierte en nuestro propio enemigo?, ¿quién, Steve?

―Totalmente de acuerdo―, después de la muerte de mi hijo y de la exigencia de divorcio por parte de Claire, muchas veces he tenido la impresión de ser un títere, parte de un circo, o de una puesta en escena en donde el guionista pasa un buen tiempo muy divertido jalando mis hilos internos; cuando voy por la vida queriendo mover una mano, solo consigo mover el dedo del pie. Cuando ansío tanto ser feliz, mi cerebro fragmenta la realidad y muestra ante mis ojos solamente elementos que propician insatisfacción. ¿Quién es mi verdugo?, y si mi verdugo está dentro de mí, ¿qué es lo que me impide deshacerme de él?

Si quieres ser justo ―exclama Carlos― al darte cuenta de esta situación no puedes sentirte víctima del mundo exterior.

Los tres amigos llegan a la esquina y dan vuelta en la Broadway avenue. Carlos advierte la hostilidad de su reciente comentario y apenado se despide, pretextando que tiene una junta importante. Steve no percibe su ausencia, los ojos color olivo se clavan en John, ese amigo de la infancia que ha ingresado al seminario y que parece tener muchas respuestas. John le dedica una sonrisa, sabe que no será la última vez que camine con Stivie, porque él necesita ahora de todo su apoyo.

Caminan por Broadway un largo rato en silencio, la mente de Steve trabaja al ciento por cien, empero todas sus ideas confluyen en una: si libero mi interior de las ataduras, la monotonía desaparece, porque estamos hechos para vivir intensamente y disfrutar de la vida: ¿los límites?… nuestros propios prejuicios.

Es otoño y el sonido de la hojarasca al ser pisada, le otorga a Steve la certeza de que en sintonía con el tiempo, debe dejar caer sus hojas marchitas y renovarse al fin.


SINOPSIS

Steve es un publicista exitoso, apóstol del tener y el consumismo. Después de un trágico suceso se cuestiona acerca de las interrogantes más importantes de la condición humana: ¿qué es la felicidad?, ¿cómo se obtiene? y ¿qué obstáculos afrontamos las personas para llegar a ella?

Nora es una mesera huérfana, sin preparación, pero con grandes ambiciones; ambos tratarán de dar solución a estas incógnitas desde posiciones muy diferentes. La novela constituye una «guía básica de reflexiones para ser feliz». Dichas reflexiones se encuentran inmersas en el entramado de una ligera historia romántica, que sin lugar a dudas resultará muy amena para el lector.

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