CAPÍTULO 1. LA LLEGADA

Inhaló dos veces su medicina, respiró hondo y miró hacia arriba para cerciorarse de lo que ya había visto desde la distancia. Sobre su cabeza, un rótulo de madera iluminado por dos modestos focos, le indicaba que ese era el lugar:

Transcurrieron todavía unos segundos más hasta que se decidió a empujar el grueso cristal de la puerta. Un alegre tintineo alertó de su presencia a los escasos clientes que concurrían el local, que de inmediato, abandonaron sus conversaciones y lecturas para observar a aquella joven delgaducha que accedía al establecimiento con paso inseguro.

Soltó con alivio la pesada bolsa de deporte que contenía sus pertenencias, y todavía turbada por la expectación que su llegada había provocado, se dirigió con la cabeza gacha hacia un mostrador de madera que también hacía las veces de barra.

Allí le aguardaba un anciano de frondosa cabellera blanca, tan inmaculada como el lomo de un caballo albino.

—Buenas noches —saludó al verla.

—Hola. Venía buscando a Natalio Peligros, ¿es usted? —Interrogó tímidamente la joven, mientras se recolocaba la enorme sudadera, que ladeada por el peso del equipaje, dejaba al descubierto su huesudo hombro derecho.

—En persona —Le respondió con una gran sonrisa.

Y sin mediar más palabra, le entregó una bandeja con dos tazas de humeante chocolate acompañadas de unas galletitas en forma de estrella—. Son para la mesa cuatro, la de la esquina. Date prisa, que no se enfríen. ¡Ah! Y levanta la cabeza, jovencita, que el suelo no merece tanta atención.

Un tanto sorprendida por el recibimiento, la chica tomó la bandeja. Y haciendo equilibrios para no verter la dulce y apetitosa bebida, se dirigió hacia la mesa indicada. Una estrambótica anciana con el pelo teñido de un deslumbrante naranja, le hacía señas desde allí, moviendo los brazos con exagerados aspavientos.

— ¡Aquí! ¡Es aquí! —le avisaba la mujer sin quitarle ojo, mientras golpeaba con urgencia el brazo de su esposo, sentado junto a ella, por si todavía no se había percatado de la presencia de la muchacha.

Cuando, en contra de todo pronóstico, la bandeja logró llegar hasta su destino sin perder ni una sola gota del contenido de las tazas, la anciana asaltó con rapidez a la recién llegada, preguntándole a bocajarro con voz estridente:

—¿Así que tú eres Leona Nieblas? —Y sin esperar respuesta ni dar tiempo a que la improvisada camarera le sirviera, retiró con avidez una de las tazas de la bandeja—. Sabíamos que vendrías hoy. ¿No es así, Cástulo?

—Claro, Críspula. Hace mucho que lo sabemos —respondió el marido en tono monótono. Y se ajustó las gafas bifocales de pasta marrón oscuro para ver mejor a esa jovencita menuda que estaba siendo objeto de tanta curiosidad.

—Lo sabíamos incluso antes de que él nos los contara —continuó aquella mujer oronda y llamativa, señalando a Natalio.

Y observando ambos lados de la estancia para asegurarse de que no hubiera ningún extraño en los alrededores, abrió una colorida bolsa de labor que pendía del respaldo de su silla, y mostró a Leona su contenido. En un revoltijo de cosas, entre las que se encontraban una pieza tejida en lana de tono amarillo, varias agujas de ganchillo de diferentes calibres y ovillos de varios colores, la chica atisbó lo que parecía ser una ouija. Se acercó para asegurarse, pero la anciana mujer cerró la bolsa de golpe, sobresaltándola.

—Se mira pero no se toca.

—Oh, lo siento — se disculpó —. Yo no iba…

—Ella nos lo dijo. La ouija nos avisó de tu llegada —susurró la mujer con voz misteriosa y abriendo mucho los ojos.

Ante aquella perturbadora mirada, la pequeña Leona comenzó a retroceder sobre sus pasos.

—No te asustes, Leona —oyó desde otra de las mesas.

La voz pertenecía a un cincuentón grande y desaliñado, con aspecto de solterón empedernido y algo cursi de ademanes, que se retrepaba en su asiento:

—Críspula y Cástulo son buenas personas —continuó sin importarle que los aludidos le estuvieran escuchando—. Excéntricos como pocos, pero de gran corazón.

—No lo dudo —respondió Leona por educación, sin confiar del todo en el criterio de aquel hombre.

—Te agradecería infinitamente que me trajeras un café. Solo, por favor —le pidió con una voz aflautada que no se correspondía en absoluto con su impresionante envergadura—. Tengo muchos exámenes que corregir esta noche, y necesitaré altas dosis de estimulante.

Portando una nueva bandeja preparada por Natalio, Leona se dispuso a servir al profesor.

—¿Por qué sabe mi nombre? —Se atrevió a preguntar— ¿Su ouija también se lo contó?

—Claro que no, pequeña. Yo no manejo ese tipo de instrumental. Sé tu nombre porque todos hemos oído hablar de ti. Y aguardábamos tu llegada con impaciencia.

—¿Todos? —inquirió la joven.

—Todos los que somos asiduos de este local, y que a fuerza de vernos a diario a lo largo de los años, hemos desarrollado una especie de amistad o enemistad crónica, según el caso —rio—. Sabemos más de la vida de los otros que de la nuestra propia.

—¡Ah! Es eso…

—No me malinterpretes, Leona. No es que seamos unos chismosos —quiso aclarar el maestro—. Bueno, es posible que también haya un poco de eso… Pero en definitiva, el hecho es que por aquí nunca pasa nada interesante. Somos cuatro gatos viejos que nos reunimos en este sitio para leer libros raros y tomar café. No suena muy emocionante, ¿verdad? En este contexto, cualquier cosa es noticia. Imagínate el revuelo que se armó cuando Natalio nos informó de tu inminente llegada. Desde entonces, aquí no se ha hablado de otra cosa.

Críspula dio un respingo en su silla.

—Disculpa que te contradiga, Amador. Estoy cansada de decirte que eso de que no pasa nada en este lugar es una invención tuya. Si poseyeras mi capacidad extrasensorial, sabrías que aquí hay una puerta a otra dimensión en la que sí está ocurriendo algo —anunció la mujer del pelo naranja con actitud críptica, recalcando sobremanera la última frase—. Algo terrible. Mi ouija lo detecta. ¿No es así, Cástulo?

—Claro, querida —contestó el aludido, sin dejar de mojar la galletita en el espeso chocolate.

Y bajando la voz para evitar que Críspula lo oyera, Amador aconsejó a Leona:

—No le hagas mucho caso. Ella piensa que es médium. Y nosotros fingimos que la creemos para hacerla feliz.

Leona sonrió por vez primera. Aquella panda de frikis comenzaba a resultarle simpática.

—Tienes la sonrisa de tu abuelo —soltó de repente una mujer entrada en años, que ocupaba la mesa más cercana al viejo Natalio, y en la que Leona no había reparado hasta entonces—. Pero tú no lo sabes porque no lo conociste. Y en los retratos de los libros de texto siempre aparece serio.

Llevaba unas anticuadas gafas color lila con brillantes en las patillas, colgadas del cuello por un cordón morado oscuro. Sobre su regazo, tenía lo que parecía ser una novelita romántica. Y bebía a pequeños sorbos una infusión relajante.

—¿Usted conoció a mi abuelo? —Interrogó Leona, aproximándose a la mujer, cuyo pálido rostro aún conservaba una inquietante belleza exótica.

—Por supuesto que lo conocí. Han pasado ya tantos años… Hoy ya es un poco tarde, mis gatos me aguardan para cenar. Pero mañana, si te apetece, puedo contarte anécdotas suyas de aquellos maravillosos años de juventud. ¿Querrías?

Los ojos de la joven lanzaron destellos de felicidad. Admiraba mucho a su abuelo, un afamado escritor de literatura fantástica, desaparecido durante la posguerra. Había leído todos sus libros tantas veces que casi se los sabía de memoria. Y era la primera vez que se encontraba con alguien que lo hubiese conocido.

—¿De verdad? Me encantaría.

—Todos los que están aquí, exceptuándome a mí, lo conocieron —intervino Amador—. Yo era muy niño cuando desapareció, y todavía no había descubierto este café ni a sus extraños moradores. Pero te aseguro que tu abuelo siempre ha sido un referente para mí. Y algún día publicaré mi primera novela inspirándome en esos mundos fantásticos descritos en sus obras. No obstante, la persona que más sabe de Ubaldo Nieblas es sin duda Natalio Peligros. Él fue un gran amigo suyo. Posiblemente el mejor que tuvo.

Y volviéndose hacia el librero, preguntó emocionada:

—¿Es cierto eso, Natalio?

Una breve sombra, casi imperceptible, apagó la jovial mirada del viejo librero durante un breve instante.

—Ciertísimo —sentenció la mujer de las gafas lilas—. Ellos estuvieron muy unidos durante largo tiempo. Eran como hermanos. Por eso estás aquí, o eso creemos. Natalio es lo más parecido que tienes a un familiar. Por cierto, me llamo Ágata del Norte, y siento muchísimo lo de tu madre.

La mención a su madre, recientemente fallecida, le produjo una dolorosa punzada en el pecho. Todavía no había asumido por completo la terrible pérdida, pero ya empezaba a sentirse tremendamente sola. Leona era muy joven, casi una niña, pero desgraciadamente ya había aprendido que la vida, aunque bella, no siempre era justa.

La voz de Natalio le distrajo de sus tristes cavilaciones:

—Así es, Leona. Ubaldo Nieblas y yo nos criamos juntos. Durante nuestra infancia y primera juventud fuimos uña y carne. Pero la vida nos condujo por diferentes derroteros, y acabamos distanciándonos. Cuándo él desapareció, ya hacía varios meses que no nos tratábamos.

—Lo cierto es que ninguno de los que nos considerábamos amigos suyos, supimos mucho de él en los meses previos a su desaparición —apuntó Ágata del Norte.

El matrimonio de la mesa cuatro asintió. Y el librero continuó hablando.

—Muchas veces pienso que si no se hubiera roto nuestra amistad, quizás yo habría podido hacer algo para que él todavía estuviera entre nosotros. Ese pensamiento me atormenta cada noche desde que le perdimos la pista. Pero ahora, gracias a tu inesperada llegada, parece que el destino me ha dado la oportunidad de expiar mi culpa. Cuidaré de ti, pequeña, te lo prometo. Por todo lo que un día representó para mí tu abuelo.

—Natalio —dijo entonces Leona—, no seré una carga para usted por mucho tiempo. Le estoy muy agradecida por haber aceptado ocuparse de mí, aunque no tuviera ninguna obligación de hacerlo. Supongo que usted se sorprendería tanto como como yo cuando mi madre le nombró mi tutor legal, pues ni siquiera me conocía. Y no por eso me rechazó. Pero no se apure. Solo tendremos que respetar su voluntad durante un año, que es el tiempo que me falta para ser mayor de edad. Entonces me marcharé. Y juro que le devolveré con creces todo el dinero que le haya supuesto mi estancia, pues cuando cumpla dieciocho años, seré heredera universal de los derechos de autor de mi abuelo.

Natalio Peligros giró la cabeza repetidamente a ambos lados, mostrando su desacuerdo con las palabras de Leona.

—Tonterías. Tu presencia no es molestia alguna. Al contrario. Este viejo necesita renovar su vida con sangre joven y moderna. Los años ochenta se me quedan grandes y no los entiendo. Preciso con urgencia de alguien que me los traduzca.

Ambos rieron.

—Y además, hace meses que busco ayuda en el café. Y como he visto que se te da muy bien eso de llevar la bandeja —le dijo, divertido, mientras le guiñaba un ojo—, había pensado en contratarte. Si te parece bien, mañana concretamos las condiciones económicas.

—No necesito que me pague nada. Trabajaré a cambio de estancia y manutención.

—Yo nunca consentiría algo así. En mi casa, el trabajo se retribuye con dinero. ¿Cómo si no ibas a comprar esas revistas de melenudos que van leyendo en el metro las chicas de tu edad? Y ahora, recoge tu bolsa y acompáñame. Te he preparado un magnífico apartamento en la buhardilla, con las mejores vistas de los tejados de Madrid.

Invitó a marcharse a sus cuatro clientes, que a regañadientes abandonaron el local tras apurar sus bebidas. Después echó la llave y giró el cartel colgado en la puerta de entrada, dejando visible para el exterior el letrero de cerrado.

Salieron de la librería por una puerta trasera situada tras el mostrador, oculta por una añosa cortina, que comunicaba con el interior del portal. Cuando Natalio pulsó el interruptor, una exigua luz amarilla alumbró el rellano, dejando entrever una escalera de madera y una antiquísima barandilla ornamentada con preciosas celosías de hierro forjado.

—Heredé este edificio de mi difunto padre, Amalio Peligros, hijo de un constructor venido a menos que dilapidó su fortuna en alcohol y en locales de mala reputación.

—Lo siento —susurró Leona, un poco avergonzada por haber sido testigo de una confesión tan íntima.

—Cuando murió el abuelo, mi padre tuvo que vender las escasas posesiones de la familia para poder hacer frente a las deudas contraídas por su progenitor. Por fortuna, pudo conservar este edifico, aunque se vio obligado a arrendar los pisos superiores para poder mantenerlo. En la planta baja, dando rienda suelta a sus sueños de juventud, decidió abrir una librería, que le dio más satisfacciones personales que beneficios económicos.

—¡Así que fue su padre quién fundó esta librería-café! —exclamó.

—No exactamente. Mi padre fundó una librería ruinosa llamada Los libros del otro lado, que a su muerte pasaría a ser de mi propiedad. Cuando eso ocurrió, he de confesarte que lo primero que pensé fue en cerrarla. Pero este local era la vida de mi padre, y por respeto a él, debía al menos intentarlo. Pasé muchas horas dilucidando qué podía hacer para convertir este desastre, que me había tocado en suerte, en un negocio rentable. Al final, casi cuando estaba a punto de desistir, se me ocurrió la solución. Y fue tan sencilla como añadir buen café, sillas para sentarse y mucho carbón para calentar estas cuatro paredes. Un método infalible para atraer clientela al establecimiento, al menos durante el invierno.

—Y así nació su librería-café.

—Eso es. Mi negocio no me ha hecho rico. Pero me ha permitido vivir feliz y holgadamente durante toda mi vida, que en definitiva, es de lo que se trata.

—¿Y sigue teniendo los pisos de arriba alquilados?

—No, ya no. Los inquilinos de mi padre permanecieron aquí hasta que decidieron marcharse por voluntad propia o, en el peor de los casos, fallecieron. Aunque prefería no tener extraños en la casa, no quise expulsar a ninguno a la fuerza, a pesar de que cuando el negocio empezó a marchar, ya no necesitaba su aportación económica.

—Un bonito gesto por su parte.

Natalio Peligros se ruborizó por el cumplido, y continuó explicando:

—La planta baja ya la conoces. Casi un centenar de metros cuadrados ocupados por mesas y estanterías, una pequeña barra-mostrador y mi presencia, que ya forma parte del mobiliario. Salvo por la incorporación de las mesas, no he variado en nada la distribución original que concibió mi padre —afirmó con orgullo—. La primera planta está ocupada por la oficina, que es el cerebro de este pequeño negocio. Un par de veces al mes, recibo la visita de un contable, que se ocupa de poner en orden los papeles, pues yo no valgo para ello. En ese pequeño reducto no tiene cabida la literatura. Si echas un vistazo al interior, los únicos libros que podrás encontrar serán los de cuentas. Pero no te lo recomiendo. Es un lugar mortalmente aburrido.

Tomó aire y continuó:

—En la segunda planta se encuentra mi vivienda, donde siempre serás bienvenida. Y en la tercera y última está la buhardilla, que gracias a tu llegada, ha pasado de ser un trastero innecesario a un pequeño apartamento con mucho encanto. No es muy grande, pero sí coqueto, y en mi opinión, bastante confortable. Ahora lo verás. Me tomé la libertad de instalarte una pequeña librería con algunos títulos que creo que te gustará leer.

La joven agradeció el detalle a su tutor, y mirando hacia el tramo de escalera que descendía hacia el sótano, preguntó:

—¿Y hacia dónde llevan esas escaleras?

—Oh, sí. Me olvidaba. Van a al almacén —respondió Natalio con fingida indiferencia, mientras conducía a Leona hacia arriba con un sutil empujón, que no pasó desapercibido para ella—. Allí guardo muchos libros que no me caben en la tienda y esperan su turno para ser puestos a la venta. Junto a estos, hay otros, muy pocos, que por motivos sentimentales me niego

SINOPSIS

Madrid, años 80.

Tras quedar huérfana, Leona Nieblas ha de trasladarse a vivir con su tutor legal, Natalio Peligros, un extravagante septuagenario que regenta una vetusta librería-café en el centro de la capital, y cuya existencia le era desconocida a la joven hasta la lectura del testamento de su difunta madre.

Curiosa por naturaleza, pronto descubrirá que el anciano librero oculta bajo su negocio un inmenso tesoro bibliográfico. Cientos de volúmenes unidos por un nexo común: todos ellos son libros vivos, cambiantes… ventanas abiertas a un mundo de fantasía denominado el otro lado, donde la magia es tan vital como el sol para nosotros.

Desgraciadamente, el otro lado conserva escasos vestigios de su fastuoso pasado, pues poco a poco está siendo devorado por una plaga oscura y terrorífica, denominada realidad. El único veneno mortal para la magia que lo sustenta.

Con la compañía de una pequeña hada de luz, que convive con la familia Peligros desde tiempos inmemoriales, y la ayuda del heredero del trono del otro lado, Leona tratará de salvar el fabuloso mundo de la invasión de la realidad y de devolverle su esplendor de antaño.

Una bruja que vive prisionera de sus propias palabras, el alma de una doncella convertida en pez que busca su cuerpo, árboles cuyas hojas cuentan historias pasadas y futuras, seres hechos de luz de luna, un domador de piedras salvajes, un polizonte de sueños ajenos… serán algunos de los personajes con los que la joven Leona se encuentre en su asombroso periplo, un viaje iniciático en aras de la magia y la verdad.

Madrid, años 40

El insigne escritor Ubaldo Nieblas ha desaparecido sin dejar rastro. Deja un hijo recién nacido y un legado literario, escaso pero muy valioso, que lo situará entre los mejores escritores fantásticos de todos los tiempos.

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