Por más que masque mis palabras

Por más que masque mis palabras

Parte I. La viña de Montmartre

1. Un encuentro en la línea S

– Hace un día maravilloso, ¿no le parece? – Lentamente, casi contra su voluntad, el hombre levantó la mirada del libro que leía y con un gesto perezoso se arrancó las gafas.

– Sí, señora, hace un día espléndido… – masculló tras pasear la mirada, alternativamente, por el paisaje que se veía más allá del cristal y por el rostro de su acompañante.

Le reventaba tener que coger el autobús tan tarde. Cierto, a primera hora era difícil encontrar asiento, y los días de lluvia incluso podía ocurrir que al llegar a su parada fuese tan repleto que el conductor ni se dignase hacer el amago de dejarle subir. Y le sacaba de quicio que, en esas ocasiones, éste girara la cabeza hacia el carril contrario, como para no verle. Al fin y al cabo, él no tenía culpa alguna. Siempre dejaba subir más gente de la capacidad indicada en aquel cartelito junto a la puerta – lo miró de reojo: 54 plazas sentadas, 13 de pie –; se preguntó si en caso de accidente multarían al pobre hombre por aquel exceso de pasajeros…

Pero así y todo, a primera hora la gente iba enfrascada en sus propios asuntos, con el malhumor característico del que comienza un día más una rutina que aborrece. Nada de ancianos jubilados que interrogaban al conductor sobre cada curva, ni madres histéricas cuyas llamadas de teléfono llenaban el autobús de reiteradas instrucciones de último minuto, ni simpáticas señoras que te preguntaban si hacía buen día y esperaban ansiosas tu confirmación como si de no convenir con ellas en que sí, el día era espléndido, una tormenta fuese a desatarse de repente en aquel cielo azul sin rastro alguno de nubes.

– Días como este siempre me traen a la memoria la temporada que pasé en París.

La voz de la mujer lo sacó de sus reflexiones y el tinte de nostalgia con el que resaltó la última palabra, París, le convenció de que aquella conversación no iba a quedarse en un escueto comentario sobre el tiempo. Resignado, cerró el libro sobre su regazo dejando que el pulgar resbalase contra el papel – ya encontraría la página después – y se dispuso a hacer la pregunta de rigor.

– ¿Vivió usted en París?

– En el otoño del 54. – La rapidez en contestar delataba que, efectivamente, estaba ansiosa por compartir aquella historia. – Por aquel entonces yo acababa de licenciarme, y una amiga insistió en que nos fuéramos las dos a trabajar como au pairs.


«Y dices que ahora empieza la verdadera historia…» Alfon miró a su amigo por encima de la pantalla del portátil.

«Es la idea.» Juan intentó aparentar seguridad, pero algo en la mirada de Alfon le decía que no se iba a zafar tan fácilmente. «Aún no tengo muy claro cuál es la trama…» confesó.

«¿Y para eso tanto preámbulo?»

«¿Y qué querías que pusiera? ¿“Una vieja dama contó esta historia”? Ese comodín sólo funciona una vez, y ya lo usó Dinesen. Le salió un cuento redondo, por otro lado…» concluyó más para sí mismo que para Alfon.

«Entiendo.»

Juan le miró de reojo. ¿Entendía? Y si no, ¿por qué no preguntaba sencillamente quién era Dinesen? Seguro que había visto “Memorias de África”, e incluso puede que le sonase “El festín de Babette”. La conversación se habría vuelto más interesante y él podría desquitarse un poco de la frustración que sentía en ese momento.

«¿Y por qué no comienzas con la historia directamente? ¿En plan “Érase una vez”?»

«Hace falta un preámbulo.» Juan fingió exasperación, como si estuviese explicando algo muy obvio. «Engancha al lector con una situación anodina en la que se siente cómodo, para después transportarle al meollo de la historia. Y luego te permite regresar a la realidad con la sensación de que acabas de disfrutar de un bocado perfecto.»

Alfon esbozó una sonrisa. ¿Para qué discutir? Conocía el carácter de su amigo, especialmente cuando le daba un arranque de los suyos y se ponía a escribir. «¿Salimos a dar una vuelta?»

«Sí, claro. Venga, apaga ese trasto.»

Todavía hacía calor. Dentro de un par de meses, ya avanzado el nuevo curso, echarían de menos aquellas tardes de final de verano en que parecía que el sol no iba a ponerse nunca y el mundo iba a quedarse para siempre congelado en cientos de escenas idénticas de terrazas y piscinas. Ambos dirigieron la mirada hacia la carretera principal, donde cogían el bus que les acercaba al campus, e instintivamente echaron a andar en dirección contraria. Juan no sabía de que huía más en aquel momento, si del comienzo inminente de las clases o de su intento fallido de convertir aquel monótono viaje en bus en el decorado de una gran historia.


Yo vivía en casa de una familia de clase alta en la ladera de Montmartre, y aparte de echar una mano en las tareas domésticas, mi principal cometido era hablar en español con la hija pequeña. Todo marchaba según lo planeado; bueno, hasta el día que apareció él. Era…, era…


«Sigues dándole vueltas, ¿eh?» La voz de Alfon lo sacó de sus reflexiones.

«Lo siento.» contestó avergonzado, pero no había ni rastro de reproche en el rostro de su amigo. Era una emoción distinta, ¿tal vez lástima?

«No lo sientas. A todos nos obsesiona algo de vez en cuando»

Eso era lo que más le gustaba de Alfon; siempre parecía comprender a la gente. Se conocían desde que Juan cambio de casa, a los diez, y habían ido juntos al pequeño colegio del barrio hasta que el bachiller los separó con su apartheid de ciencias y letras.

«A lo mejor es que no es lo mío.» Enfilaban ya el estrecho sendero que atravesaba un solar desierto para conducirles a la zona comercial y Juan, que iba detrás, dijo lo primero que se le ocurrió para que su amigo no pensara que había vuelto a desenfocar.

«No digas tonterías,» replicó en seguida Alfon, concentrado en andar como un equilibrista entre los matojos, con los brazos extendidos, «lo que pasa es que aún no has dado con una buena historia. Ya llegará.»

«Ojalá funcionase así.» Juan prosiguió sus cavilaciones en voz alta «Pero es que necesito escribir, y no tengo sobre qué. No puedo inventarme historias de países y épocas lejanas, eso no funciona. Para que sea real, tienes que haberlo vivido.»

«Escribe sobre lo que conoces, entonces.»

«¿Sobre esto?» Juan hizo un gesto de desesperación, intentando abarcar el paisaje que les rodeaba, pero Alfon seguía caminando por delante de él. «Además, hay otro problema» añadió, recordando un tema que le rondaba la cabeza últimamente, «y es que alguien lo leerá y se reconocerá, y todo se puede malinterpretar. Fíjate en tu madre, por ejemplo.»

«Ojito con lo que dices.» Alfon había llegado ya a la acera y esta vez sí se volvió para encararse con Juan, pero le dejó continuar.

«Es una mujer fantástica» fue lo primero que dijo Juan, al ver que su amigo se había puesto serio «y cuando voy a tu casa siempre bromeamos y nos lo pasamos genial. Pero si escribo sobre la amistad entre un joven universitario y una mujer mayor la gente empezará a pensar cosas raras. Sobre todo los que nos reconozcan.»

Alfon comenzó a andar de nuevo y Juan se colocó a su lado. «Por supuesto, tú ni aparecerías.» apostilló al cabo de un rato. «Ella sería simplemente mi vecina.»

«Gracias, supongo» respondió Alfon con tono de guasa, y los dos se unieron en una carcajada que disipó la tensión que se había creado. Siguieron andando uno al lado del otro hasta llegar al primer bar del paseo peatonal. Juan fue a ocupar una mesa de la terraza, un poco alejada del resto, mientras Alfon entraba a pedir dos cañas.

«¿Vendrás a vernos el viernes?» Alfon encabezó esta vez la conversación, en parte quizás para distraerle de sus problemas.

«Sí, claro.» A Juan le encantaba la música, y aguantaba hasta la hora del cierre cada vez que el grupo de Alfon conseguía un sitio para tocar. Siempre eran los mismos temas, y no sabía si Alfon se lucía mucho tocando el bajo en segundo plano, pero le hechizaba el poder que suponía coger un instrumento y crear algo vivo de la nada. Era a lo que él aspiraba cuando se lanzaba a escribir, y para Alfon resultaba una cosa sencillísima, casi mecánica.

«El local es un poco cutre, pero al menos las copas saldrán baratas.» comentaba éste «A ver si Pepe no desafina mucho, acaba de volver de vacaciones. Digo, que no sé si se las habrá apañado para ensayar.»

Siguieron hablando hasta que el sol por fin decidió ponerse, y luego reemprendieron el camino a sus casas. Al llegar otra vez al solar vacío Alfon continuaba todo recto, y Juan desandó en silencio el polvoriento camino. Le vino a la cabeza la imagen de la madre de su amigo y pensó con autoindulgencia lo estúpido que podía ser a veces.


Era pintor callejero. No, demasiado típico, era camarero del R-26. No, era el dueño de una pequeña viña en la calle Saint-Vincent. ¡No, era un cantante armeno, se llamaba Aznavour!


Juan se tiró sobre la cama, rendido. Había leído unas tres veces de arriba abajo la página de Wikipedia sobre Montmartre, pero parecía que en aquel sitio no había pasado nada interesante desde la guerra. El “Moulin de la Galette”: 1876, las “Demoiselles d’Avignon”: 1907, el “Americano en París” de Gershwin se escribió en 1928 y el Moulin Rouge original ardió el 27 de febrero de 1915. Habría dado lo que fuera por que el último de los nabis, Pierre Bonnard, hubiera tenido la decencia de vivir al menos hasta los cien años, y eso que una hora antes ni siquiera había oído hablar de los nabis.

En fin, se le había hecho tarde, mañana lo solucionaría. Se acercó a la cocina a picar algo, reprochándose no haber cenado con su familia en lugar de encerrarse en su cuarto nada más llegar. Al menos seguiría con la cabeza despejada… ¿Y si la centenaria fuera ella? No, qué va, ¿qué pretendía escribir, “Titanic”?

2. La fiesta de la vendimia

Trabajaba en una pequeña viña en la calle Saint-Vicents, probablemente la única que queda en Île-de-France. En un par de ocasiones pasé por delante en uno de mis paseos matinales con la pequeña Suzette, pero nunca reparé en él… ¡Oh, discúlpeme, le debo estar aburriendo con mis historias!

– No, no, le ruego que continúe. – A su pesar, tuvo que reconocer que la vida de la señora había despertado su interés. ¡Qué cuernos! Ya le había interrumpido su lectura de Heródoto, no iba ahora a interrumpir también este otro relato.

– Ah bueno, pues como le decía, tuve que esperar al mes de octubre para conocer a Yves. Así se llamaba, Yves. – repitió lentamente, acariciando la palabra – Se celebraba la fiesta de la vendimia, que era todo un acontecimiento, y mis patrones insistieron en que me tomara una mañana libre para recorrer a mis anchas los distintos puestos y probar sus gourmandises.


«Eso es,» se felicitó Juan en voz alta, «una pequeña interrupción para recordar al lector dónde está, y nos lanzamos de lleno a la historia.»

Se había levantado a las nueve; pronto, para ser verano, y ya mientras se secaba a la salida de la ducha había decidido que la viña era su mejor baza. Ni un pintor callejero ni un camarero nocturno habrían podido entrar así como así en la vida de una institutriz de buena familia. Tras apurar los restos de café que habían dejado sus padres en la cafetera italiana, se había encerrado en su cuarto a recabar más información.

¡Y resulta que había una “fête des vendanges” anual en Montmartre! Ahora sí que no cabía duda de que avanzaba en la buena dirección. Claro que, como la cosa iba tan en serio, había tenido que rebajar al misterioso Yves a un simple vinicultor; el propietario de una viña tan importante debía ser bastante fácil de rastrear.

Todo iba viento en popa y eso se merecía una celebración, así que abrió YouTube en el navegador y buscó algo sugerente. ¿“Rhapsody in Blue”? Era un poco larga, pero podía ponerse a adecentar el cuarto mientras la escuchaba. Le dio al botón de play y se levantó de la silla con un gesto enérgico al compás de las primeras notas del saxo.

No llevaba ni cinco minutos paseando de la mano de Gershwin por las calles de Nueva York cuando la puerta se abrió y su hermana Raquel apareció en el umbral. «¿No te he dicho que llames?» entonó con voz desganada, sin dejar de moverse siguiendo la música.

«Mamá dice que saques la basura.» coreó Raquel haciendo caso omiso de la pregunta, mientras recorría con la mirada la habitación.

«Dile que enseguida voy.» respondió Juan maquinalmente, con la esperanza de poder seguir saboreando su celebración sin interrupciones.

«¡Dice que ahora!» Raquel se alejaba ya por el pasillo hacia su propio cuarto.

Con un suspiro de resignación, Juan paró la reproducción y se dirigió a la cocina. Total, ya le habían arruinado su momento. Cruzó la calle cargado con las distintas bolsas que había que depositar en los contenedores correspondientes, sintiéndose un híbrido entre esclavo del reciclaje y genio incomprendido.

De ordinario se llevaba genial con Raquel, a la que sacaba cuatro años; pero eso no impedía que aprovechasen cualquier circunstancia para hacerse rabiar el uno al otro. Ya encontraría el momento de vengarse antes de la comida.

Al volver a entrar en casa se encontró a su madre planchando en el salón: la rutina de los martes. Ella se giró al oir el ruido de la llave en la cerradura. «Buenos días, cariño, ¿has sacado la basura?»

«Acabo de hacerlo.» Al notar el tono de hastío de su propia voz, se sonrió. «¿Cómo estás?»

«Bien, terminando de planchar» Juan tuvo que morderse la lengua para reprimir un comentario irónico. «Ha salido buen día, ¿no te apetece salir?»

«Quizá en un rato…» rehuyó Juan mientras retrocedía posiciones hacia su cuarto. «Tampoco me paso tooodo el día con el portátil.» protestó tras cerrar la puerta ante el implícito reproche. «Excusatio non petita…» respondió una voz en su cabeza.

«Oye, Juan, ¿me ayudas a abatir la cama?» Esta voz sí que era real, claramente Raquel había decidido que hoy no era el día para llamar a su puerta antes de entrar.

«No puedo, tengo que sacar la basura.» contestó sin volverse.

«Muy gracioso.» Raquel hizo una mueca, pero cerró la puerta y se fue. «Uno a uno» murmuró Juan, y encendió la pantalla del portátil.



SINOPSIS

Juan estudia segundo de Clásicas, una carrera que escogió porque era lo que le gustaba, pero no tiene nada claro cuál puede ser su futuro. Su pasión es escribir y alimenta una tensión interna entre la necesidad de dar a conocer lo que lleva dentro y el convencimiento de que no logrará nunca expresarse del todo tal como es. Esta pulsión sale a relucir en su monólogo interior y a través de las distintas conversaciones que mantiene con Alfon, su amigo de la infancia; su familia; sus compañeros de clase; etc. Al mismo tiempo, se ve obligado a cuestionarse aspectos de su carácter: las distintas decisiones que ha hecho y cómo de platónica es la atracción que siente por Sonia, que le va enviando correos desde su destino Erasmus.

Mi intención es que sean los textos escritos los que avancen la trama. Cada vez que nos asomamos a la vida de Juan vemos una estampa fija, como en un cuadro costumbrista, ligeramente distinta de la anterior por los cambios que han producido el fragmento que acaba de escribir o el mensaje que acaba de llegarle. Por eso decidí invertir la convención habitual sobre qué fragmentos van en cursiva.

La historia de Juan no es la mía, pero sus historias no tienen más remedio que serlo. En este sentido, la obra es también para mí un ejercicio de expresión, donde tengo espacio para jugar con distintos estilos pero siempre buscando una coherencia en el sentimiento que subyace en los textos.

Planeo escribir una novela en tres actos, centrados en torno al comienzo de curso, los exámenes de enero y el inicio del verano. El arco de maduración del protagonista se adecúa a esta estructura pero no termina de desarrollarse, quedando sin conocer los efectos que tendrán sus nuevas decisiones.

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