EL SECRETO DE LORD CAYNFIELD

EL SECRETO DE LORD CAYNFIELD

SINOPSIS: En 1888 Londres vive bajo una mezcla de miedo y excitación al ver cómo sus calles se han convertido en el escenario de varios crímenes incruentos cometidos por el bautizado por la prensa y la voz popular como Jack The Ripper, quien sigue deambulando día y noche por la ciudad sin ser identificado. En la madrugada del 28 de octubre de 1888 los habitantes de una mansión a las afueras son despertados por los gritos desesperados de Ms.Clarenboy, la hija de Lord Caynfield, dueño de la casa; cuando la servidumbre y el propio padre de la muchacha consiguen entrar en el dormitorio, la encuentran sin vida y con una expresión de terror inquietante. Ante la imposibilidad de saber qué ocurrió aquella noche, y más preocupados por aclarar los asesinatos del barrio de Whitechapel, las investigaciones policiales van apagándose y el suceso va siendo olvidado con el paso de los meses. Doce años después, el transatlántico King Kenneth II finaliza su viaje desde América atracando en el Támesis. A bordo viaja el joven George Tyler, quien trae consigo una maleta y un secreto que afecta a Lord Caynfield y del que pretende sacar partido. Sin embargo, no será tan sencillo cuando Tyler comprende que quizá todo lo que él había dado por supuesto es en realidad más complicado. Aquella noche y la muerte de Ms. Clarenboy esconden una historia que pondrá su vida en riesgo, quizá hasta el final de sus días…

NOVELA:

I

Invierno. La noche londinense era fiel a su leyenda y el frío se hacía sentir cada vez más sobre los pocos viandantes que aún no se habían retirado a sus hogares, y que caminaban por las calles encogiendo los hombros y apretando el paso con la esperanza de que la siguiente lluvia no les sorprendiese sin estar bajo techo. Los hombres de clase media levantaban el cuello de sus abrigos, se ajustaban las bufandas, y se calaban los sombreros intentando que la carne expuesta a la intemperie fuese la menor posible; los cigarros entre los dedos enguantados humeaban esperando la siguiente calada. Mientras, las mujeres apretaban el paso junto sus parejas lo máximo que les permitían los tacones de sus zapatos, y maldecían internamente en cada tropiezo que el empedrado provocaba en sus andares. Desde la acera todos ellos veían pasar los coches de caballos con distinguidos clientes de la alta sociedad en su interior que no tenían que detenerlos a la intemperie, mientras la absurda psicología de su estatus social les impedía realizar lo que su intuición les pedía: entrar a calentarse en cualquiera de las tabernas o cafés que rebosaban de clientes de baja consideración social que vaciaban las botellas de ron y whisky, almacenando en sus estómagos el calor necesario para afrontar el camino de vuelta y alargando lo máximo posible en el tiempo su comienzo. Y mientras los unos bebían y los otros reprimían sus impulsos naturales, el viento acrecentaba el desasosiego de quienes no tenían las suficientes monedas en el bolsillo como para alquilar un transporte cubierto o entrar en los bares a beber dos tragos destilados o algunas jarras de cerveza caliente. La visión de los indigentes guarecidos bajo mantas raídas o cartones humedecidos resultaba indiferente ante la propia preocupación de llegar lo antes posible a casa y hacerlo de una sola pieza, porque la sensación de desprotección se incrementaba por algo muy diferente a las inclemencias meteorológicas: las últimas hazañas del asesino de Whitechapel estaban muy presentes en las mentes de unos ciudadanos que aunque habían leído que todos los asesinatos hasta el momento habían tenido un gremio de víctimas común, sabían que la mente criminal rápidamente varía e innova. Deambular por la noche en solitario se convertía para muchos en un acto rodeado de miedo y sensación de heroicidad. Una simple sombra antes de girar la siguiente esquina podía hacer que el corazón se volcase en el ensayo perfecto de una parada definitiva. No obstante, por si sola la ciudad ya se encargaba de cumplir las expectativas que la rumorología literaria le había impuesto… El brillo del adoquinado demostraba la persistente humedad de la ciudad y reflejaba la luz de la tenue iluminación pública y el sonido lejano de las sirenas de los últimos barcos que atracaban en el puerto, invitaba a recogerse y esperar a que la nublada luz iluminase la siguiente jornada. Londres vivía eternamente en su ambiente dickensiano. Pero si la urbe no se presentaba acogedora, en las afueras los caminos embarrados por las constantes lluvias de aquellos días hacían que caminar por ellos fuese una tarea ardua y desagradable. Algunos carruajes habían quedado atrapados en charcos de profundidad engañosa y dentro dormitaban sus conductores a la espera de mejores momentos para intentar el rescate, mientras los viajeros buscaban refugio en las casas cercanas. Las chimeneas de los hogares ardían sin descanso para intentar mantener las estancias lo más cálidas posibles, y el titilar de las velas que sobre candelabros iluminaban las habitaciones invitaba a llamar a las puertas en busca de una comida caliente y una cama en la que descansar. Las ramificaciones de los caminos se adentraban en el campo, conduciendo al caminante hasta grandes mansiones donde las familias más adineradas de la zona vivían apartadas del bullicio y la suciedad. En aquel paisaje nocturno y desolado, en una llanura sin apenas vegetación, destacaba sobre las demás mansiones una edificación de ladrillo oscuro. Ante una primera mirada no se hacía notar especialmente, pero un observador incisivo habría establecido al poco que la gran diferencia con el resto de hogares era que en aquella mansión sólo cuatro o cinco ventanas estaban iluminadas mientras el resto permanecían en la oscuridad; a pesar de las dimensiones poca gente debía de estar habitando aquella propiedad en esos días. Quizá incluso sólo la servidumbre se movía por los pasillos. Y sin embargo, si apenas había vida entre aquellas paredes, ¿por qué una figura se escondía en los alrededores, vigilando cada posible cambio en el interior de la mansión?

II

Al bajar del barco y tocar tierra británica, George Tyler miró a su alrededor, inseguro de cuál debía ser su siguiente paso. Había imaginado aquella situación demasiadas veces en la cabeza, y con demasiadas diferencias entre ellas, como para agarrase en aquel momento, el único válido, a una sola versión. Con el equipaje –una única maleta de cuero marrón desgastado- junto a sus piernas, el joven Tyler, alto y bien parecido, paseó su mirada por el embarcadero que el King Kenneth II había elegido en el viejo Támesis para finalizar la travesía oceánica desde el nuevo continente. En su observación pudo comprobar que el trabajo del puerto, a pesar de ser la hora del almuerzo, no tenía descanso para quienes doblaban su espalda en la carga de cada caja, de cada baúl y de cada mercancía. Londres no paraba para comer.

Recogiendo la maleta de su lado, Tyler decidió que era el momento de ponerse en marcha. Cuanto antes llegase hasta el señor Caynfield más probabilidades habría de salir temprano al día siguiente: una vuelta al hogar americano con los bolsillos indudablemente mucho más llenos, lo suficiente, calculaba, para el resto de sus días. Porque a pesar de las diferentes versiones de su llegada, sólo existía en su cabeza una de la partida, un viaje de regreso que debía producirse lo antes posible y cargado de libras que él se encargaría de cambiar a su moneda natal en tierra gringa. Así pues, maleta en mano, inició la andadura hasta la primera calesa que encontró esperando, dejó que el cochero cargase el único bulto, y ajustándose el puño izquierdo de su camisa, pronunció en voz alta la dirección que tantas veces había repetido en silencio en su mente:

– Sad Clown Smile House, por favor.

– Es una carrera larga, señor –contestó casi inmediatamente el auriga. Sad Clown Smile House está en las afueras. Al menos tardaremos una hora y media en atravesar la ciudad y llegar hasta allí.

– ¿Qué me quiere decir con eso?

– Siento si le incomodo, señor, pero mi deber es decirle que la carrera será algo larga y cara.

– Si es por eso no hay problema, tengo tiempo para perder y dinero para gastar… el señor de la casa le pagará a la llegada.

– Lord Caynfield.

Tyler sonrió para sus adentros.

– Sí –contestó-, el actual señor de la casa, Lord Caynfield, le pagará.

III

Y al cerrarse la puerta comprendió que nada estaba en posición de poder recuperarse; unos momentos antes, en el despacho principal de la mansión victoriana de excéntrico nombre inglés, Lord Caynfield había despachado con rápida indulgencia la proposición de aquel joven americano que unos días antes había aparecido en el rellano de la propiedad, vestido con insultantes ropas modernas y sonriendo como si la vida, en aquellos tiempos de nula prosperidad, sólo fuese una broma que hubiese que acoger de manera liviana.

Lord Caynfield escurrió su mano diestra bajo el tapete oscuro de su buró de madera dieciochesca, y las yemas de sus dedos rozaron esperanzados y deseosos el abrecartas de punta roma y cortante filo; en aquel preciso instante no hubiese dudado en exhibirlo, quizá utilizarlo, si no hubiese comprendido que zanjar de aquella manera la disparidad de criterios sólo habría conllevado tener que dar unas falsas explicaciones que, si bien serían creídas con casi total seguridad, también despertarían habladurías innecesarias. Prefirió esperar. Prefirió estar atento a esa señal interior que nos dice a menudo cuándo actuar sin el peligro de una represalia o del reconocimiento ajeno de nuestro mal. No es duda, no es arrepentimiento, tan sólo es la capacidad para saber reconocer el momento adecuado.

Observó en silencio la espalda del joven abandonar el despacho. Sabía que debía andar con cuidado a partir de ese momento… pero también sabía que ambos tendrían que hacerlo. La mano se agarró con más fuerza al abrecartas, trasladándole la crispación que la conversación le había producido. El mundo que se había creado en los últimos años estaba a punto de estallar si no se andaba con cuidado y conseguía atajar a aquel muchacho deslenguado que plantado de pie en mitad de la estancia, le había retado con una mirada de autosuficiencia y seguridad infinitas. Y cuando la puerta finalmente encajó en el dintel, separando su soledad del resto de la casa, Lord Caynfield respiró lo más hondo que sus pulmones sexagenarios le permitieron, y al cerrar los ojos comenzó a idear en su interior cómo conseguiría deshacerse del chico.

IV

Aunque la luz en la habitación motivo de su vigilancia ya se había apagado, la paciencia de aquella sombra parecía infinita. Sus ojos se posaban ahora en el resto de las estancias, viajando de una a otra siguiendo un orden repetido, casi ensayado, como si supiese la escala exacta en que perderían su luminosidad y quisiera comprobar que ninguna lo hacía antes de tiempo. La noche envuelve en sombras incluso a la luz; desde fuera los habitantes de la mansión apenas eran formas negras que se desplazaban tras las cortinas en movimientos que por su determinación podrían considerarse casi mecánicos. Desde dentro la silueta habría sido un motivo de alarma para quien la descubriese apostada en la negritud, sin embargo, los nervios se hacían visibles en los movimientos cortos y rápidos, inconscientes, de los dedos del vigilante nocturno, quien arañaba la corteza de un árbol cercano y mordía su labio inferior en la espera. La desesperación de quien desea actuar y al mismo tiempo quisiera que algo ocurriese para poder retrasar el momento lo máximo posible. Dos luces más se apagaron casi simultáneamente en la mansión. Sólo una quedaba en la primera planta. A pesar de ello, la sombra se ajustó el sombrero de ala estrecha y comenzó a caminar hacia la casa alejándose de la ventana iluminada. Pegado a la pared rodeó la mansión y sin titubear ni un instante abrió la trampilla posterior que se comunicaba con el sótano. Antes de entrar en la vivienda descolgó una pequeña bolsa de la pared interior y de ella sacó un calzado seco y limpió, así como un candil y un fósforo. Sonrió más tranquilo al comprobar que todo estaba saliendo según lo programado.

V

A pesar de la ingente cantidad de personas que abarrotaban las calles londinenses, el cochero conseguía llevar una notable velocidad en su camino a hacia la conocida mansión. Más despacio, ordenó el señor Tyler. Quería disfrutar del instante previo al triunfo. Quería ir saboreando lo que llegaría más tarde. Quizá, pensó, estos sean los mejores momentos de todo lo que me espera, la certidumbre de lo venidero.

Londres respiraba en cada esquina; el bullicio de la calle, el rumor de la ciudad, penetraba en la calesa haciendo partícipe al visitante. Tyler, acostumbrado ya en su ciudad natal a esos ambientes, apenas era consciente de todo ello, pero a pesar de esto Londres comenzaba a correr por sus venas causándole una sensación de tranquilidad, la tranquilidad que nos da sabernos en lo conocido, en lo que podemos dominar y entender aunque no sea exactamente lo que vivimos a diario. Las ciudades cobran vida ante quienes desean observarlas, ante quienes deciden vivir lo que su cultura y su día a día les ofrece. Y al mirar afuera, a esas aceras repletas de vidas, Tyler entendió que quizá sus planes variarían, y que tal vez –y a pesar del consiguiente peligro- su estancia en Londres sería más extensa de lo que en principio había pensado.

– Disculpe.- La voz del cochero le pareció llegar desde muy lejos-. ¿Disculpe…?

– Disculpado – contestó Tyler.

– ¿Es la primera vez que visita Londres?

– Lo es –respondió, tras unos segundos.

Al instante reconoció un gesto de duda en el conductor. No podía verle el rostro, pero a menudo los momentos de silencio son más significativos que las imágenes.

– Quizá no debiera… pero casi creo que es mi obligación decirle… informarle de lo que ocurrió en la mansión a la que se dirige.

Tyler no quiso aclarar al cochero que conocía perfectamente lo que había ocurrido en aquella casa hacía algo más de una década, y que precisamente el motivo de su viaje tenía que ver con aquellos acontecimientos; no, quiso callar y esperar a que el conductor le narrase la percepción que existía en la ciudad sobre todo aquello. La falsa ignorancia le había ido bien siempre para conocer de antemano la jugada que debía realizar.

– Realmente no se sabe muy bien qué es lo que sucedió, ¿sabe? – continuó su interpelante ante el silencio como respuesta. La gente habla, pero nunca se llega a una conclusión. No se sabe en realidad qué pudo suceder en aquella casa aquella noche. Hubo bastante confusión, y en realidad la sigue habiendo. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que ella murió.

– ¿Quién murió?

– La señorita. La hija de Lord Caynfield.

– ¿Ms. Clarenboy?

Con un pequeño escorzo, el cochero se volvió extrañado hacia el señor Tyler. Sostuvo su mirada apenas dos segundos y girándose hacia los animales de nuevo, casi espetó:

– Creía que no había estado jamás en la ciudad…

– Y así es –Tyler se había dado cuenta al instante de su error-. Pero el viaje es largo y a veces aburrido, así que a menudo me dedicaba a uno de los mayores placeres que le he descubierto a la vida: escuchar las conversaciones ajenas; no me diga que con su trabajo no lo ha hecho usted nunca… Y en una de ellas oí ese nombre relacionado con la mansión; y al decirme ahora usted esto no sé por qué he atado algunos cabos

– Debo pensar que es usted rápido atando historias…

(no sabes cuánto, pensó Tyler)

Tras unos segundos de silencio, como si reflexionase sobre la conveniencia de seguir adelante o no, la voz del cochero volvió a surgir por encima del trotar de los caballos.

– Pues como le decía, lo único claro es que la señorita Clarenboy murió aquella noche en la mansión.

– ¿Estaba enferma?

– No, no señor. Tenía mejor salud que usted y que yo.

– ¿De qué murió entonces?

– No sé sabe señor…

– Brickman. Allan Brickman.

– Pues aún no se sabe a ciencia cierta qué hizo que aquella muchacha no despertase de aquella noche, señor Brickman. Aunque a lo mejor no es exacto lo que le digo…

Iniciado un juego no hay más remedio que continuarlo.

– Explíquese, caballero. No me deje así…

– Pues que en realidad la señorita sí despertó aquella noche y quizá el despertar fue lo que realmente la mató. Desde fuera, en la madrugada, las doncellas (y sé bien de lo que hablo, una de ellas… ya me entiende) – Tyler no podía ver la cara del cochero, pero intuía una sonrisa dibujada en ella-, pues la doncellas escucharon de repente gritos en el dormitorio de la señorita Clarenboy.

– Pero ¿por qué gritaba? – le interrumpió Tyler, quien no quería que la conversación se desviase en aquel preciso momento.

– No se sabe. Pero según mi amiga los gritos podían escucharse en toda la mansión, y entre ellos hubo varias súplicas para que no ocurriese lo que al final ocurrió. Alguien… alguien o algo mató a la señorita Clarenboy. Cuando por fin alguien pudo derribar la puerta y entrar en la habitación de la señorita la encontraron sobre su cama boca arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho, en la postura en que descansan tranquilamente los finados, sólo que la cara de la señorita Clarenboy no indicaba precisamente tranquilidad.

– No le entiendo –interpeló Tyler.

– Señor Brickman, quienes vieron la cara de la señorita aquella noche aseguran que su rostro mostraba un terror brutal.

Tyler se mantuvo en silencio durante varios minutos. No quería parecer demasiado curioso aunque el cochero acababa de ofrecerle un dato que él desconocía y que tal vez desmontaba todo el argumento que se había construido en su cerebro.

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