I

Lunes, 10:33 h.

El coche está en el fondo del barranco, apenas visible, oculto tras los densos arbustos que, literalmente, lo han tragado. El sonido brillante de una trompeta llega nítido hasta los oídos de los curiosos que se arremolinan junto al guarda-raíl destrozado. Luego se pierde bajo el aullido de las sirenas que se acercan rápidas por la empinada carretera.

Smoke House Blues, Jelly Roll Morton.

Al salir hacia el café recordé que apenas me quedaba tabaco y me acerqué hasta el estanco. En la puerta había un cartel que, con grandes letras, decía:

POR CAUSAS INCOMPRENSIBLES

AJENAS A NUESTRA VOLUNTAD

EN ESTE ESTABLECIMIENTO

ESTÁ PROHIBIDO FUMAR

Empujé la puerta y sonreí a la dueña señalando el cartel. Ella me devolvió la sonrisa y encogió los hombros. Luego me atendió, comentamos el frío que hacía aquel principio de año, le pagué y salí.

Volví hacia el garaje. Al sacar el pulsador para abrir la puerta, cambié de idea. Pese al supuesto frío —para un madrileño, en Málaga jamás hace frío—, decidí caminar, aprovechar el recorrido hasta el café para volver a pensar en cómo íbamos a salir de aquel problema. Había que tomar decisiones con calma, pero qué fácil era decirlo. Tomarse con calma tres años de esfuerzo, un capital invertido y un futuro incierto.

Mientras recorría la acera soleada, en vez de plantearme soluciones, pensaba en cómo, justo cuando todo empezaba a girar suavemente, habíamos pasado la fase más complicada y llegaba el momento de disfrutar un poco más y trabajar un poco menos, el mecanismo se desajustaba. Precisamente cuando las cifras empezaban a dejarnos respirar, un proyecto de ley nos obligaba a plantear cambios, hacer reformas, meternos de nuevo en inversiones. Estaba anclado en la dificultad de asumir la nueva situación, perdiendo el tiempo en lamentaciones, rumiando mi mala suerte.

Me detuve ante un semáforo en rojo y, aunque no venía ningún vehículo, esperé a que se pusiera verde. «En cuanto cambie, deja de compadecerte —me dije—. Es hora de mirar hacia delante».

Madrid

Tres años atrás, cuando empezó todo, Juanjo llevaba tiempo pensando en dejar su trabajo. Al fin y al cabo, era lo que necesitaba para cerrar completamente la anterior etapa de su vida. En poco tiempo había visto disolverse en la nada su matrimonio, poco después de la muerte de sus padres. El trabajo en la oficina se tornó repetitivo y monótono, y las posibilidades de ascenso dentro de la misma empresa eran ya inexistentes, de manera que apenas encontraba aliciente para seguir allí.

La noche que recibió la llamada de Carlos era tan sólo una noche más. Tirado en el sofá, con la televisión encendida sin hacerle caso, la casa hecha un desastre, los restos de una cena rápida sobre la mesa, una copa en una mano y un cigarrillo en el cenicero desbordado de colillas, le contó que estaba bien, superándolo, poco a poco. Carlos rió, con esa risa amarga que usaba a veces:

—No te engañes, hombre.

Y le propuso lo del café. El café con jazz.

­­—Estás loco —le contestó Juanjo.

—Piénsalo y llámame.

No lo pensó mucho. Miró alrededor y decidió que lo que tenía era nada, y lo que podía hacer por sí mismo, menos. Una hora después, llamó él. Quedaron para el siguiente fin de semana. Llegaría el viernes por la tarde.

Mientras sacaba el coche de la oscuridad del garaje a la luz brillante de la mañana —había terminado el trabajo pendiente antes de las once, ya con el breve equipaje cargado—, tuvo la sensación de que era una gran idea. «Eres el tipo que más sabe de jazz que conozco. Nadie podría llevar esto como tú —le había dicho Carlos».

II

Magic light, Chuck Owen.

Cuando llegué a lo alto de la cuesta, me volví a contemplar la ciudad. La luz del sur, en invierno, tiene magia. Hace que los ríos espejeen de otra forma, aquí y allá, entre casas y árboles. Sobre todo el más lejano, el que discurre entre huertas, lento y apacible. El otro baja de la sierra sólo cuando lo permite el dique que lo sujeta. Los destellos de los ríos y el reflejo del mar en el puerto surgen a veces entre brumas suaves como algodones, igual que las torres y campanarios de las iglesias que salpican la ciudad. Los ojos se desvían hacia lo alto, buscando las familiares siluetas del castillo y la alcazaba, encontrando a su paso las manchas verdes de los parques y jardines y los penachos de las palmeras que pueblan calles y plazas. En aquel momento sentí por primera vez la sensación de que, cualquiera que fuese el final, habría merecido la pena. Crucé la plaza y busqué las llaves en el bolsillo de la cazadora. Al abrir la cerradura tuve miedo, pero también la certeza de que encontraríamos una solución. Con calma.

A pesar de que el local se limpiaba todas las noches, el olor del tabaco impregnaba las cortinas y las paredes. Por la mañana era necesario ventilar de nuevo, dejar entrar el aire fresco, la luz y el sol, aunque el café pareciera cualquier cosa antes que un local de jazz. Carlos llegó cuando terminaba de abrir las ventanas. Traía mala cara y, seguramente, resaca. No iba a ser el mejor día para tomar decisiones, pero empezaba a resultar difícil encontrar ese maldito momento, y no podíamos postergarlo indefinidamente. De manera que le ofrecí agua mineral y un cigarrillo, y bajé dos sillas de una mesa que quedaba al sol. Y hablamos… o, mejor dicho, hablé. Seguir abriendo el café cada anochecer iba a suponer más gastos de un dinero por el que aún pagábamos muchos intereses. No había más alternativas: o reformar el local, o cerrar. Y cerrar no era una posibilidad real; estábamos embarcados hasta arriba, así que teníamos que jugarnos todo. Acatar la ley e intentar sobrevivir. Sólo el tiempo sería quien nos diera o quitase la razón.

Carlos no discutió. Creo que, en aquellos días, se dejaba llevar por lo que yo decidiera. Me miraba con los ojos entrecerrados y asentía.

—Carlos, dime qué opinas.

—Que tienes razón.

—Pero algo más tendrás que decir…

—Pues… no.

Se levantó de la silla y se sirvió una tónica. Con su chorrito de ginebra.

—Carlos…

—No me jodas, Juanjo. Tú mismo lo has dicho, no queda otra.

Lo primero que necesitábamos era un proyecto y un presupuesto. El arquitecto que nos diseñó el café se había jubilado, por eso propuse lo de mi exmujer. Sabía que, a pesar de todo, no iba a negarme al menos el favor de hacer un pequeño estudio. Mi primera obligación era hablar con ella y conseguir que viniera. Le dije a Carlos que, para variar, él tendría que tantear a los bancos.

A–4 Km 39

Juanjo pensó en ella mientras abandonaba Madrid en aquel día luminoso. Aún no se había acostumbrado a la huella de su cuerpo en el asiento vacío. Aún podía sentir su perfume si se acercaba al reposacabezas. Aún era un colgajo absurdo el cinturón de seguridad que no abrazaba su cuerpo. Aún la amaba. Encendió la radio y procuró centrarse en la circulación y en las noticias del mediodía que desgranaba, monótona, la voz del locutor en la radio.

Cuando la última de las circunvalaciones le sacó de ese monstruo ahogado en sí mismo que es Madrid con sus ciudades satélite, el coche pareció agradecerlo. Apagó la radio y escuchó el murmullo uniforme del motor. La autovía partía en dos un paisaje salpicado de polígonos industriales, pero cada vez más rural, casi campesino, en el que el sol era sol, los pueblos volvían a ser pueblos y la tierra tenía el color olvidado de la tierra. Pudo sentir que también su mente agradecía aquello como un respiro que hacía mucho que necesitaba.

No quería pensar en el proyecto. No quería pensar en Ana. Sólo necesitaba, en aquel momento, sentirse uno con el vehículo que devoraba kilómetros a un ritmo constante, como si fuera lo único que importaba. Puso uno de sus cedés, relajó las manos sobre el volante y condujo sin pensar en nada. Hacia el sur.

Lunes, 10:46 h.

El policía de tráfico sólo necesita unos segundos para comprobar la matrícula del coche, confirmar el nombre del propietario y averiguar su teléfono. Aunque la documentación del conductor aún no ha aparecido, sabe quién es. Conoce bien a Carlos; ha tratado menos a Juanjo, pero el coche con la pegatina de La Luna en el cristal es el suyo. También está al tanto de lo de la reforma del local porque vive en el barrio, y se ha fijado en la arquitecta y en el tipo alto y delgado de pelo blanco, que por lo visto había recibido más de un premio literario, aunque el agente no ha leído ninguno de sus libros. «En una ciudad pequeña, todo se sabe, y más la policía» —se dice—. Cuando ha visto el coche se le ha puesto mal cuerpo. «Si hubiera sido Juanjo, estaría peor» —piensa—. Llama a la central; comunica toda la información de que dispone y recibe órdenes. Deberá acompañar a la ambulancia, ya sin sirenas, hasta el hospital y esperar allí que lleguen sus superiores. Corta la comunicación. «Ojalá no tenga que ser yo quien dé la noticia».

SINOPSIS

Un Club de Jazz necesitado de reformas. Un viaje de ida y vuelta en el que se toman decisiones. El reencuentro de una pareja rota. Un accidente mortal y su correspondiente investigación policial. Jazz sin humo refleja unos años de la historia de este país —España— en los que estaban cambiando muchas cosas. Desde la forma de gobierno hasta la legislación contra el humo. Y, aunque ese humo desaparecerá, a veces encontramos que las cosas tampoco son tan nítidas como esperábamos.

Jazz sin humo es una novela «casi negra», con varios narradores y puntos de vista, que confluyen para demostrar que la vida, a veces, se parece a lo que contamos; otras, sin embargo, se aleja de lo literario para ser, si acaso, sólo aquello que puede rozarnos de forma inesperada.

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