Entremeses para la infancia

Entremeses para la infancia

OBERTURA

Parece que siempre estoy empezando la vida.

Tengo la sensación de haber comenzado muchas veces; como si en cada comida no lograra pasar de los entremeses.

La mañana en que anunciaron la muerte de Franco, me había levantado temprano para terminar los diez bolsos que debía entregar a la una del mediodía; paré la máquina de coser, subí el volumen de la radio y escuché la noticia que todo el país por distintas razones estaba esperando.

Me levanté, me acerqué a la ventana, miré hacia el monte que rodeaba mi casa y pensé que quizá mi vida podría cambiar. Como lo haría el país. Me alegraba pensar que los cambios llegarían, que habría más libertad, que quizá yo tuviera una oportunidad… La esperanza quiso abrirse camino al escuchar aquella noticia, aunque también me preocupaban las consecuencias de aquella nueva situación para el País Vasco, donde vivíamos una realidad diferente. Deseaba que lo que se preveía para el país ocurriera también en mi vida.

Necesitaba ser libre, independiente para que mi hija tuviera una vida mejor.

La relación con mi marido empeoraba cada día. La noche anterior había llegado a casa a las dos de la mañana; me gritó… Esta vez porque quiere que deje de trabajar. «Me haces de menos» «Qué pensará la gente de mí» «Pensarán que no gano lo suficiente para manteneros» «Me ridiculizas»… Así durante una hora, sin parar. Me callé. Era tarde, temía que la niña se despertara; que oyeran los vecinos. Me callé una vez más.

Pensaba: si no contesto, quizá acabe antes. Sólo quería que aquellos gritos terminaran. El tiempo pasaba y no se callaba, al contrario, gritaba más, e incluso me levantó la mano.

Nunca me había pegado, pero en ese momento pensé que quizá algún día llegara a hacerlo… Cuando acabó de gritarme, se metió en la cama y se durmió profundamente.

Apenas dormí. Pensaba y pensaba…; revoloteaba en mi cabeza el anhelo de que aquella vida no fuera así, de tener una vida mejor; sobre todo, para mi hija.

Pero la salida a aquella situación era complicada.No era fácil para una mujer en aquel momento tomar determinadas decisiones…

A la hora en que mi hija debía levantarse para ir al colegio, me acerqué a su habitación y le expliqué lo que estaba ocurriendo en el país; se quedó durmiendo, tranquila; o eso quería yo pensar.

Me preguntaba si ella era consciente de lo que ocurría en casa, si dormía, si oía, si…

Me angustiaba que sufriera, que se viera obligada a vivir unas circunstancias tan difíciles, tan duras. Yo procuraba siempre protegerla, minimizar su sufrimiento, hablaba mucho con ella, intentaba transmitirle que la vida tenía sentido, que…

No estoy segura de que lograra disminuir aquel sufrimiento.

Su padre no la gritaba a ella; jugaban juntos; no la cuidaba mal.

Yo les miraba, y estoy segura de que cualquier otra persona que también les observara pensaría que no era un mal padre.

La tristeza llegaba después de haberlo estimado; y me decía: no es posible creer que sea un buen padre para mi hija; es una contradicción. Ella ve que no me trata bien.

Seguro que sufre.

Aquella mañana había comenzado como muchas otras, con lágrimas que me hacían ver doble la aguja, el hilo; me las retiraba para dar las puntadas sin equivocarme; volvían a caer; las retiraba…Sin embargo, los acontecimientos y la premura por acabar el pedido consiguieron que terminara para las once.

Apilé los bolsos en una esquina de la cocina, barrí los hilos, los recortes de piel y continué con el resto de tareas de la casa.

A la una del mediodía, Cesáreo, mi encargado, recogió los bolsos y me dejó más piezas de piel: roja, marrón oscuro, marrón claro, beige; patrones para hacer bolsos de viaje, maletas de fin de semana…

Nunca había trabajado fuera de casa, ni en aquellos años era habitual que las mujeres trabajáramos en algo diferente del hogar; además mi marido no quería, y si los maridos se oponían no teníamos ninguna posibilidad.

Cuando le comenté la oportunidad de este trabajo aceptó de mala gana, pensó que como era un trabajo para realizar desde casa parecía como una tarea doméstica, pasaría más desapercibido.

Comimos mi hija y yo, recogí la mesa, fregué los platos, me acosté durante media hora.

Cuando me levanté, miré los patrones que el encargado me había dejado para empezar a organizarme.

A media tarde fui con mi hija a Bilbao a comprarle un chándal para el colegio.

Estaba triste pero no quería que mi hija lo notara, no quería añadirle sufrimiento, de modo que cuando acabamos de realizar la compra la llevé a mi degustación favorita del Casco Viejo, Larralde; conservaba la decoración, el estilo del año de su inauguración, 1910.

Mientras mi hija comía su pastel preferido y yo tomaba mi café no podía dejar de pensar que toda aquella gente ya conocía la noticia; y me preguntaba qué pensarían en ese momento, qué habrían pensado a lo largo del día; yo suponía que estaban esperanzados, pero no mostraban nada.

La mayoría eran mujeres, de modo que yo pensaba que necesitaban aquel cambio tanto como yo; no quizá la dueña, sentada en su taburete enfrente de la caja registradora; vigilando a sus empleadas y cobrando ella las consumiciones. Era posible que gozara de más libertad que cualquiera de sus clientas porque tenía su propio sueldo, no dependía de nadie…

No se notaba un cambio especial respecto a otras tardes. Supongo que se mezclaban mucho sentimientos, incertidumbre; demasiados años de silencio. El silencio, impuesto por aquella larga dictadura, era un hábito en nuestras vidas. Aquel día parecía el mejor consejero hasta ver adónde nos llevaba la nueva situación.

Estaba haciendo la cena y al abrir una puerta del armario donde guardaba las cazuelas, platos y demás enseres vi un resumen de un tema de Sociales que mi hija había hecho esa mañana para preparar el examen.

Descubrió que se podía escribir en la parte interna de las puertas, que eran de madera, y las usaba a modo de pizarra; escribía con las tizas que le traía su padre de la fábrica.

El contenido variaba: desde ejercicios de Matemáticas, Francés, Lengua o resúmenes de Naturales, Literatura.

Al ver el resumen en aquella improvisada pizarra sentí cierto orgullo de que mi hija tuviera una oportunidad de estudiar; y también nostalgia de mi infancia, mi juventud; de años más felices, aunque sin oportunidades.

A mí me hubiera gustado estudiar.

Nací en 1933 en un pequeño pueblo del sur de León, entre un período que quería iluminar el país y otro que lo oscureció.

A mis padres les hubiese gustado que mis hermanos y yo estudiáramos, daban mucha importancia a saber, al conocimiento, a la cultura. «Un título universitario no lo pierdes nunca”; decía mi padre. “El dinero, las tierras se pueden perder…»

No pudieron cumplir su sueño; los dos de familias humildes trabajaban mucho pero les daba lo justo para mantenernos.

Fuimos siempre a la escuela, no faltábamos. Yo no tenía problemas para estudiar, asimilaba bien los conceptos y siempre sabía las lecciones cuando me preguntaban, incluso ayudaba a la maestra con las niñas más pequeñas.

Mi abuela me enseñaba a organizarme, me decía que me fijara en el título de la lección, que era una buena manera de saber de qué trataba antes de empezar a estudiarla; lo cierto es que fue un buen consejo que le he transmitido a mi hija.

Fui a la escuela hasta los catorce años, después me dediqué a ayudar a mi madre con las tareas domésticas: cuidar de mis hermanos, en el puesto de carnicería que teníamos en la entrada de casa, pelar patas de cordero, limpiar la sangre en el matadero de casa…

Transcurría el tiempo, sabía que mi vida tenía que ser aquella, no tenía otra posibilidad; sabía que tenía que casarme, si alguien se fijaba en mí.

A menudo pensaba que aquello era injusto porque no podía elegir cómo quería vivir.

Veía con envidia a los chicos que se marchaban a estudiar a León Veterinaria o Magisterio. Me entristecía pensar que yo no tenía aquella oportunidad.

Tantas y tantas veces he pensado en lo difícil que es para algunas personas elegir su vida…

Meditaba sobre la palabra libertad, en su hermoso significado y lo difícil que era disfrutarla, vivirla, sentirla.

Me encontraba atrapada en una maraña de normas a las que no encontraba sentido. Normas impuestas que me veía obligada a cumplir; y lo que consideraba aún peor, tendría que transmitirlas sin creer en ellas.

No entendía que el ser humano no tuviera libertad para elegir. Aún menos comprendía que algunas personas limitaran la libertad del resto: la Dictadura, las normas sociales que todo lo juzgan, el poder de la economía para dividir la sociedad en clases sociales.

Y yo, además, era mujer.

A los dieciséis años me dio una parálisis y se me torció la boca; me asusté cuando me vi así, me alarmé; quizá no me quedara bien.

El médico del pueblo les dijo a mis padres que no podía hacer nada por mí, pero tenía posibilidades si íbamos a Valladolid. Me alegré cuando decidieron intentarlo, aunque costaría mucho dinero.

Ya en casa me eché a llorar y les dije que estaba preocupada por el dinero, ellos me consolaron diciendo que había ocasiones en las que había que hacer esfuerzos; y esa era una de ellas.

Aún conservo el reloj que mi padre me compró en aquel viaje.

Siempre me produce alegría y nostalgia recordar a mi padre, nos parecemos mucho no sólo físicamente, también de carácter.

Era inteligente, de pensamiento adelantado a su época; le gustaba conversar, debatía hasta la extenuación, de cualquier tema, sobre todo si creía que tenía razón; de mente abierta no defendía sólo una ideas políticas u otras, sino lo que era justo, el derecho de todas las personas a tener oportunidades, en la bondad como actitud ante la vida; así que de algún modo tenía una tendencia más republicana; y más cercana a la izquierda.

Sin embargo, durante la Guerra Civil ayudó a cualquiera que lo necesitó.

En más de una ocasión escondió en nuestra casa, en el doble a un vecino que era comunista; en otras avisó a alguien de derechas que se escondiera; había oído que esa noche irían a por él.

Cuando empecé a ir al salón de baile del pueblo llevaba el reloj que me había comprado mi padre durante aquel viaje; me gustaba usarlo porque hacía que mi atuendo fuera o pareciera más elegante. Había aprendido a coser con una modista de un pueblo cercano, así que por menos dinero podía variar algo mi escaso vestuario.

Ni aquellos vestidos con cierta prestancia, ni el reloj, ni la elegancia al andar, al hablar, que las vecinas me adjudicaban; ni si quiera mis ojos claros, difíciles de encontrar, serían suficientes para elegir o que alguien me eligiera con libertad; fuera de lo que la clase social a la que pertenecía tenía marcado para mí.

Bailaba con chicos, cuyas familias poseían tierras, dinero; hablaba con ellos y sabía que yo les atraía pero nunca dejé que fueran más lejos. No me ilusioné, era consciente de la distancia social y económica, sabía que no podía ni debía intentar entablar aquellas relaciones, sino era para charlar o hablar. Habría sufrido mucho.

Era posible que, a pesar de que decían que les gustaba, que era guapa, agradable, mis ojos especiales… En el momento de decidir tener una relación seria conmigo no se hubieran atrevido a enfrentarse a sus familias; me habrían dejado por una de las chicas que sí pertenecían a su clase social.

Yo sabía que esto era así, nunca me arriesgué porque no estaba segura tampoco de que solo fuera falta de valor ante sus familias o si ellos pensaban igual. No sería extraño. Estaban educados en esas ideas.

Por eso, no me fiaba de ellos, igual sólo querían pasar el rato. Lo más seguro es que buscaran a alguien de su nivel social, aunque pusieran a la familia como excusa para dejarme. No quería eso para mí, sabía el lugar que se me había asignado en la sociedad.

Dejaba claro que sólo éramos amigos.

Un día mi padre dijo que tenía la obligación de hacer el Servicio social; según un decreto promulgado por Franco. Mi pueblo era muy pequeño, debería hacerlo en una Escuela Hogar en León.

Me explicó que estaba regentado por la Sección Femenina y que era una oportunidad para formarme; así se lo habían explicado a él.

No me pareció mal, quizá fuera una manera deacceder a un tipo de formación; aprender me gustaba.

Me creaba incertidumbre. En aquella época las chicas no salían de la casa familiar si no era para casarse.

Aprendí todo lo necesario para tener una casa perfecta: recoger la ropa blanca en los armarios sin planchar para que no tome ese color amarillo tan feo, recoger la ropa de temporada sin que la polilla se la coma, poner la mesa de forma elegante, ordenar los armarios, preparar el ajuar, la canastilla para cuando fuera mamá.

Todo ello regado de consejos para que fuese un hogar en el que mi futuro marido encontrara la paz. Esto me molestaba un poco.

No nos decían nada de cómo debía comportarse nuestro marido con nosotras.

También nos enseñaban ejercicios de gimnasia para cuidar nuestro cuerpo.

Los horarios eran estrictos, la disciplina se valoraba mucho, no era algo que me importase; soy una persona muy activa, me gusta hacer muchas cosas; planificar mi tiempo y la disciplina me ayudan a realizar muchas actividades.

Los domingos por la mañana escuchábamos misa y después era tiempo libre; nos permitían salir. Siempre íbamos varias amigas, nunca solas; tampoco lo extrañaba, en mi casa era igual.

Pero había más: las charlas de la directora de cómo ser una verdadera mujer, una buena esposa.

Uno de los últimos domingos que me quedaban de estar en aquel hogar, vinieron a visitarme mis amigas del pueblo.

Después de ponernos al día de nuestras cosas; una de ellas me contó algo extraño: en un viaje que había realizado hacía poco tiempo de León a Bilbao en el tren de La Robla, conoció a un chico guapo, rubio, educado, muy agradable.

Conversaron mucho, le enseñó una foto de las amigas, entre las que me encontraba.

Al ver la fotografía, el chico comentó que la chica de la derecha le parecía muy guapa, y que tenía una sonrisa muy agradable.

La chica era yo. Le preguntó a mi amiga el nombre y le manifestó su deseo de conocerme.

Mi amiga se preocupó y le dijo que aquello era imposible:

-Melania nunca accederá a verse con un chico al que no conoce: es una chica prudente, discreta.

-Entonces, dame sus señas; le escribiré.

-No, no; respondió ella; más preocupada aún por su indiscreción.

Tanto insistió él, que mi amiga acabó dándole su propia dirección para que me escribiera, y le prometió que hablaría conmigo; pero ya te advierto que Melania…

SINOPSIS

La novela tiene la estructura de una Suite. A través de la Obertura y las danzas, la protagonista comienza a narrar su vida el mismo día en que murió Franco.

La protagonista es una mujer casada, con una hija. Cuenta que nace en un pequeño pueblo de León, pero emigra al País Vasco.

Describe la relación de los inmigrantes con Euskadi; sus preocupaciones, desarraigo, la necesidad de entender la idiosincrasia de la tierra en la que nacerán sus hijos.

Cuenta el nacimiento y la complejidad de ETA; la Transición, el asentamiento de la Democracia.

Nos habla de la situación de la mujer durante la Dictadura; las expectativas que se abrieron para las mujeres con la Transición.

A su vez, narra las dificultades de su matrimonio, la necesidad de separarse y cumplir su sueño de ofrecer una vida mejor a su hija.

Consigue para su hija una vida mejor; la hija es independiente económicamente, tiene una vida profesional plena.

La protagonista nos cuenta que su hija es asesinada por su pareja. En ese momento entiende que la libertad económica no ha sido suficiente para evitar la violencia de género.

Al final de su vida financia la investigación de Ciencias Sociales, a través de una fundación que lleva el nombre de su hija, para ayudar en la erradicación de la violencia de género.

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