Mis primeras líneas surgieron a partir de una de las peores crisis que recuerdo, una de las que más me impactó y me costó asumir, quizá por la novedad de enfrentarme a algo así, por lo que me descompuso o por el daño que me hizo y el miedo a cómo podía haber llegado a afectar a mi familia.

¿Cómo aliviar esa pesada carga? ¿De qué forma podía calmar mi dolor, mi culpabilidad, mi malestar? Mi cabeza estallaba tratando de entender, no podía dejar de darle vueltas, por las noches el tormento continuaba. No conseguía dormir.

Mi imagen frente al espejo, con ojeras profundas y ojos desencajados, era el reflejo de que no estaba bien, me sentía angustiada, preocupada y, sobre todo, culpable.

Y también un poco golfa, sucia y viciosa, porque no podía evitar recordar con una sonrisa de satisfacción todo lo que me había llevado a esa situación caótica.

Fueron sólo unos cuantos minutos, pero cómo dieron de sí, unos momentos de placer y una angustia de muchos días.

Una situación tan extraña que no supe qué pensar ni cómo actuar, no podía contárselo a nadie, ¿qué pensarían de mí?

Desde el momento que sucedió no dejé de darle vueltas, de buscar el porqué, la causa, los culpables y las consecuencias.

A pesar del tiempo transcurrido y de las veces que he vuelto sobre este asunto, sólo he podido identificarme a mí misma como la causante, el resto de los inculpados todavía no están establecidos y cada vez veo menos claro que lleguen a estarlo algún día.

¿Cómo pude permitirlo? ¿Por qué me dejé llevar? No quise o no supe oponerme, sólo disfruté del momento y todavía hoy sigo encantada recordándolo por mucho que trate de recriminármelo a mí misma.

Muchas veces me quedo ensimismada recordando cada detalle, esos días son los buenos. Otras, el pensamiento recurrente de que volvería a actuar de la misma forma, el deseo de que vuelva a ocurrir de nuevo y el sentimiento de culpa, me lleva a una turbación que me impide descansar.

Las primeras horas fueron horribles, mi cerebro era un torbellino de ideas, de miedos y de pensamientos encontrados. Quería encerrarme, aislarme del mundo, calmarme y obtener una explicación. Olvidarlo o entenderlo.

Por suerte, al llegar a casa esa noche pude devanarme los sesos en soledad tratando de encontrar una explicación.

Ramón, mi marido, me llamó desde la oficina para decirme que se marchaba de viaje, algún problema en América que le obligaba a salir esa misma tarde.

La llamada me pilló caminando por la calle, acababa de salir de allí y me movía como una autómata. Colgué el teléfono y entré en una cafetería que tenía frente a mí, me senté en una mesa al azar y pedí un café que dejé enfriar sin tan siquiera probar.

A pesar de mi estado, conseguí gestionar de forma racional lo que necesitaba, no ver a nadie conocido hasta lograr calmarme y comprender. Llamé a mi madre y le pedí que recogiese a la niña, lo justifiqué con un fuerte dolor de cabeza y la necesidad de llegar a casa y acostarme a oscuras.

Una vez solucionada la intendencia, apagué el móvil y me quedé sentada en aquella cafetería. No sé si había mucha gente o poca, creo que se acercó un camarero en algún momento porque recuerdo haberle dicho con una sonrisa para disimular mi turbación, que no quería nada más. Es posible que las mesas de al lado hubiesen cambiado de clientes, las adolescentes bulliciosas llegaron bastante más tarde que yo, hablaban alto y se reían, supongo que fueron ellas las que me sacaron de mi ensimismamiento, porque en algún momento pagué el café y salí a la calle.

Caminé sin rumbo, absorta en mis pensamientos y esperando para cruzar delante de un semáforo en rojo, volví al presente. No sabía dónde estaba, desconocía esa calle. Paré, busqué mi ubicación en el móvil y encontré el mejor camino para llegar al parking donde había dejado mi coche en otra vida, esa misma tarde pero antes de que todo esto sucediera.

Esa noche no dormí o lo hice muy mal, no sé decir si fueron pesadillas o mis propios pensamientos los que me tuvieron en vilo. Cierto que el estrés adelgaza, en una semana me quité esos tres malditos kilos que se habían colocado a modo de flotador alrededor de mi cintura y que llevaba años pensando en ocuparme de eliminarlos. Me iba a deshacer de ellos en cualquier momento, siempre era la semana que viene, el lunes comenzaría un plan de choque que me permitiría ver mi cintura otra vez. Qué ironía que desaparecieran de forma espontánea la única semana que no lo tenía en mi lista de deberes urgentes.

A la mañana siguiente me desperté fatal, la que me miraba desde el espejo era una señora vieja y ojerosa, tenía una cara muy triste.

No era la primera vez que me veía así reflejada, esa imagen aparecía algunos domingos si la noche del sábado había sido larga y también cuando Matilda era un bebé y tenía gases o le estaba saliendo alguno de sus dientes.

Lo peor esta vez no era la cara de cansada sino el aspecto desasosegado, perdido, culpable y preocupado.

Una cosa era dormir mal y otra añadir una sensación de inquietud, de duda, de no querer y a la vez de querer repetir, de no saber qué hacer con mi vida, de sentirme mal y culpable.

Y no sólo era mi aspecto, además tenía frío, temblores y dolor de cabeza. Es increíble la cantidad de síntomas fastidiosos y reales que puede generar una noche de desvelo tratando de organizar unos pensamientos.

No tuve por tanto que mentir al llamar a la oficina para decir que no me encontraba bien. Ni cuando hablé con mi madre para saber qué tal lo habían pasado ella y mi niña.

La pobre me sintió tan mal que quiso acercarse a ver qué necesitaba pero logré convencerla de que descansar y estar sola serían mi mejor cura.

Eso me dio tiempo, otro día más sin nadie alrededor, Matilda con mamá y Ramón al otro lado del mundo.

Me tomé un café y bien abrigada me senté a teclear todo lo que se me pasaba por la cabeza. Dejar salir mis pensamientos me permitió verlos de una forma más objetiva, y me ayudó a comprender qué había sucedido, qué sucedía y qué podía suceder.

Me sentía como una escritora romántica, una Jane Austen del S. XXI, hubiese sido más auténtico escribir a mano, preferiblemente con pluma y sobre un papel impoluto al que podría ir llenando de tachones según avanzase mi relato pero llevaba años sin escribir más que alguna nota en la agenda de Matilda.

Todo se tecleaba hoy en día: la lista de tareas de la semana, las felicitaciones de cumpleaños, los “llego tarde”, “compra tú el pan”, “te llamo en cinco minutos”, “atasco” o “hemos quedado para cenar a las nueve”. Ni siquiera esto es cierto porque con un par de emoticonos expresábamos sentimientos, tareas, voluntades y felicitaciones.

Escribí todo el día, parando a tomar café, a hacer pis, a comer unas galletas y a beber algún vaso de agua.

Estaba exhausta, me fui pronto a la cama y creo que me quedé dormida nada más apoyar la cabeza en mi almohada. Soñé que mamá se ocupaba de taparme y me acariciaba.

Menudo invento lo del almohadón de seda, no sé cómo habíamos podido vivir hasta entonces sin acostarnos sobre este tejido noble, suave y con tantas propiedades. Ya no había encrespamiento en el pelo ni marcas de sueño en la cara, es una suerte tener una madre que me compre este tipo de cosas.

Dormí de un tirón hasta que la luz me despertó, se me había olvidado cerrar la persiana pero fue agradable encontrarme descansada. Seguía sin llegar a ninguna conclusión pero tanto teclear y sacar cosas de mi cabeza el día anterior había conseguido aligerar un poco el peso.

Estaba mejor, el espejo me mostró un rostro más amable, un poco hinchado pero menos crispado.

Envié un mensaje al trabajo y otro a mi madre para decirles que necesitaba otro día más para recuperarme y enseguida me senté frente a la pantalla del ordenador y seguí dando forma de palabras a esos pensamientos, a esas preocupaciones y a esas indecisiones.

Tanto verme las manos, me hizo pensar que necesitaba cambiar el color de las uñas y eso hice cuando me cansé de escribir y de cavilar. Siempre las llevaba rojas por recomendación de mamá, que era la que sabía de esas cosas, pero encontré un bote de esmalte azul marino que me había regalado mi madrastra hacía un par de meses en un alarde de modernidad, un intento de cambio de imagen y de originalidad.

Mi cabeza seguía tratando de llegar a alguna conclusión mientras mis uñas iban cambiando de color. Y debo decir que su aspecto me gustó.

Seguí tecleando y mirando mis dedos durante el resto del día. Quizá sí fuese cierto que daban un aire más juvenil, tenía que pensar con qué ropa me combinaban. No se trataba de hacer un cambio drástico de vestuario pero probablemente tuviese que hacerme con alguna cosa de ese tono para combinar.

Salir de compras siempre me resultaba terapéutico, sólo pensar en hacerlo también, así que el día fue fructífero y positivo, mi manicura impecable y pensar en mi nuevo vestuario me ayudó a tener una actitud más positiva, a soltarme más.

Descubrí que escribir también era curativo. El hecho de transformar los pensamientos en palabras ayudaba a que las preocupaciones se volviesen más ligeras y la inquietud iba diluyéndose poco a poco.

Quizás alguno de mis comentarios fue excesivo, es horrible lo que una puede llegar a especular en situaciones límite. Quise desaparecer, traté de buscar un sistema indoloro, no deseaba existir para no tener que dar explicaciones ni justificarme a mí misma.

Alguna vez me había sentido así en el pasado, durante mi adolescencia, al no entender determinadas cosas que me sucedían. Por suerte, el cuidado y cariño de mis padres me mantenían alejada de ese tipo de pensamientos.

Escribir fue la forma que encontré en aquel momento para ahorrarles un disgusto a Ramón o un dolor de cabeza a mis madres, siempre dispuestas a escucharme. Evitó una confesión en toda regla con los ojos llenos de lágrimas y la voz cascada y tartamudeante a mi marido, antes de echarme en sus brazos a llorar desconsoladamente hasta quedarme seca. Supongo que a pesar de todo me hubiese disculpado, me adoraba, pero esta vez me había pasado de la raya.

Llevábamos varios años casados, una década para ser exactos. Existen nombres para cada aniversario, nosotros acabábamos de celebrar nuestras bodas de arcilla. Qué ironía, podía haber sido cualquier otro material: de papel, de cobre, de plata pero justo este año eran las de algo moldeable, suave y masajeable.

Los cambios de década siempre han marcado un hito en mi vida. Cuando cumplí diez años mis padres se separaron aunque mi infancia siguió siendo muy feliz, el doble de dichosa diría yo. Pasé a tener dos casas, cada una con una madre, un padre y un armario repleto en ambas habitaciones. Todo se duplicó, tenía el doble de ropa, el doble de espacio, el doble de cariño y el doble de control sobre mi persona.

A los veinte años tuve mi primera relación seria, un novio maravilloso que se ocupó de desvirgarme y de abandonarme antes de cumplir los veintiuno.

En aquel momento creí que nunca iba a superar un hecho tan dramático, pero lo cierto es que esa década fue especialmente intensa en todos los sentidos. En mi veintena tuve rollos con chicos que no me gustaban especialmente, citas que no pasaron de un día, encuentros de una noche, enamoramientos correspondidos, otros que sólo lo fueron por mi parte, un novio al que dejé por el que años más tarde se convertiría en mi marido, sexo, copas, fiestas, risas y salidas.

Y a los treinta, tras cinco años como pareja, Ramón y yo pasamos por el altar y comenzamos a vivir juntos. Por ese orden, primero la boda y luego la convivencia. Mis padres, aparte de estar duplicados, son los cuatro muy clásicos y, como soy hija única, admitían más bien mal que un chico obtuviese mi beneficio sin firmar primero fidelidad y dejar por escrito que se iba a ocupar de mí en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte nos separase.

A Ramón y a mí no nos importó claudicar a su petición. Estábamos enamorados, éramos felices juntos y no teníamos dudas de que, en nuestro caso, el matrimonio iba a ser para toda la vida.

Y a los cuarenta seguíamos juntos. El regalo que me hizo en esa ocasión por nuestro aniversario fue el desencadenante de una serie de sucesos que tuve que escribir para no volverme loca ante tanta incertidumbre.

No es que quiera culparle a él de mi malestar, pero lo cierto es que no habría escrito todo esto, buscando un porqué o un para qué, si no fuese por esa idea que tuvo.

Habíamos madurado, llevábamos una vida tranquila, hacía años que no amanecíamos por la calle tratando de recordar dónde vivíamos y cómo nos llamábamos e intentando que el taxista nos comprendiese y nos llevase hasta el portal, rezando para que tardase poco y no nos durmiésemos ni le manchásemos el asiento trasero del coche.

A los cuarenta ya me daban vergüenza esas cosas, prefería estar tranquila, hacía mucho tiempo que no daba quebraderos de cabeza en casa, me ocupaba de Matilda, disfrutaba del tiempo que pasaba con mi madre y de las temporadas en las que íbamos de visita a casa de mi padre.

No éramos una pareja demasiado rígida en cuanto a nuestras obligaciones. Había veces en que yo madrugaba más que él, me duchaba antes por la mañana y me gustaba porque el baño estaba fresco y sin vaho, pero no tenía claro que compensase el esfuerzo de no seguir en la cama media hora más. Por eso otras veces me acurrucaba y me tapaba con su almohada para no oírle cantar bajo el agua y tratar de mantenerme un rato más en un sueño feliz.

Él me hacía el café los fines de semana y yo exprimía el zumo de naranjas, siempre que no nos hubiésemos olvidado de comprarlas. Si Ramón seguía durmiendo o se había ido a algún sitio, el café me lo hacía yo, no pasaba nada.

Mi marido me sorprendió ese aniversario con un tratamiento en el SPA más moderno y chic de la capital. Igual no fue tan buena idea como él pensó. Quizá hubiese sido mejor no haberse salido del patrón, seguir siendo más clásico, más aburrido, más predecible y menos sorprendente.

El sobre que encontré sobre mi mesita al despertarme contenía una tarjeta de papel satinado y grueso, de calidad, con un diseño elegante y donde en letra cursiva me invitaban a un tratamiento diamante, por lo visto el más completo que se ofrecía en ese establecimiento.

Se lo conté entusiasmada a mamá, era el tipo de cosas que a ella le encantaban, siempre estaba al día en todo lo que a belleza y moda se refería. Por supuesto se ofreció a quedarse con Matilda, siempre me ayudaba con la niña, suplía las ausencias de Ramón encargándose de ella si yo estaba ocupada o enferma. Pasábamos muchas temporadas en su casa.

Ramón es ingeniero y siempre ha viajado mucho por motivos de trabajo. No es algo nuevo para mí, comparte profesión con mis dos padres y no es por casualidad, yo nunca fui buena estudiante y casarme con él ha sido la forma más cómoda de continuar con la saga familiar. Los tres hombres de mi vida me protegen, me cuidan y adoran a Matilda. He tenido mucha suerte.

SINOPSIS

Doska es una mujer de cincuenta años, escribe para paliar el desasosiego que le producen determinados hechos, la ayuda a entenderlos y encajarlos.

Son situaciones un tanto atípicas, la forma en que las interpreta la lleva a sentirse responsable, triste o inadecuada. Lo que le preocupa tiene relación con posibles infidelidades a su marido, le cuesta distinguir lo real de la fantasía o sueños y eso la lleva a hacerse preguntas y a buscar explicaciones.

Lo primero que cuenta se refiere a un regalo de su supuesto marido, que la conduce a un SPA donde durante un masaje alguien la toca y le hace sentir un orgasmo. Después se siente fatal, culpable pero no se arrepiente de que haya sucedido. ¿Quien era?¿Lo contrató su marido?¿Sería un negro?¿Un enano?¿Tal vez una mujer?

Otro episodio que la obliga a recluirse y escribir es despertarse en casa de un extraño y salir huyendo. No sabe quien es y no recuerda haber hecho nada, lo que no evita que se sienta fatal.¿Sería de color o tal vez asiático?¿Y si el bebé que espera es de él?

Vuelve a escribir al enterarse de que su marido falleció. ¿Fue un suicidio porque se enteró de lo que ella había hecho?¿Se trató de un accidente e iba con una amante en el coche?

Casi al final de la novela su hija Matilda nos desvela la verdadera historia, hasta ese momento está llena de incongruencias que el lector no puede acabar de entender. Doska no está bien, piensa que tiene su propia familia, un marido y un trabajo. En los últimos años se ha imaginado además otro embarazo y un bebé. Sus pensamientos tienen cierto sentido racional, siempre encuentra una explicación lógica a todo lo que cree que le sucede.

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