SI ALGUNA VEZ ESTUVE (Título provisional)

SI ALGUNA VEZ ESTUVE (Título provisional)

Julio Escorcia

01/03/2018

I

¡Coooño! estoy jodio. Fueron las únicas palabras que se diferenciaron de todo lo que dijo Ignacio mientras jadeaba apoyando ambas manos sobre sus rodillas, y las glándulas sudoríparas trabajando a millón.

Su cuerpo pesaba, y bastante, pero más su barriga. Ella le hacía pensar que si Atlas aún cargaba la tierra en sus espaldas, debía sentirse como él. Pero no, Ignacio se sentía peor. No era igual, para nada, sostener el peso delante y en el medio del cuerpo que en los hombros o en la espalda; en realidad, lo que sentía Ignacio no podía compararse con ningún otro, ni siquiera con aquel titán.

Coño, quién inventaría la cerveza y la comida chatarra. El sudor mostraba a Ignacio como un vaso de metal lleno de agua bien fría; él era sudor, y mientras su mente buscaba el inicio en el cual dejó de ser luchador para convertirse en obeso, su mano derecha fungía de limpiaparabrisas en su cara.

La línea de su barba se hizo paralela con la recta en el horizonte y él sufrió el trayecto que aún le faltaba por recorrer. En ese momento la autorecriminación hizo presencia e inmediatamente odió la hamburguesa, Por culpa de ella estoy así, circuló sobre la idea y meditó otra vez, No, también por los perros calientes, los dulces, la cerveza ¿la cerveza? hasta donde yo sé, la cerveza no engorda, pero según el médico…

Retomó la marcha, de verdad Atlas era nada ante él. Ignacio sentía que la vida se le fugaba junto con sus exhalaciones, y el camino arenoso, segmento divisorio entre la grama de un lado y otro, ondulaba ante su vista. Doctor, no creo que eso sea una buena idea… Intentaba hacerle conocer al médico que llevaba sus años sin realizar una sola caminata …como debe ser; si acaso una pequeña carrera, y eso cuando se requería, eran solo segundos.

Una pareja de novios lo rebasó andando al paso, situación que le hizo conocer su lentitud. Eso no ocurría en mis tiempos de… No quiso recordar un pretérito que lo mostraba fracasado; intentó trotar y adelantar al dúo grosero que osó humillarlo, pero fallaron las piernas. Solo estás caminando Ignacio pero las palabras de aliento no funcionaron.

Ignacio indagó en los alrededores: de un lado la autopista, aún libre de coágulos vehiculares; en el otro, un río de aguas negras veía como su esfuerzo por apropiarse del territorio de las matas ornamentales, que intentaban disimular la pestilencia, era saboteado por un muro de piedras que amenazaba con recorrerlo en su totalidad. Había agua sucia, árboles, vehículos, grama… pero nada, no había un asiento por ninguna parte Maldita sea

La distancia recorrida desde su última parada no alcanzaba los quinientos metros, pero subjetivamente habían sido varios los kilómetros transitados. Ante la ausencia de asientos, Ignacio se hizo a un lado de la vía y se tiró al suelo, no sin antes revisar si el dúo todavía permanecía a la vista, sin embargo este ya estaba a punto de retirarse de las instalaciones del parque. Tras quince minutos de descanso, se levantó, no porque se hubiese sobrepuesto al cansancio, sino porque el césped le ronchó los brazos y las piernas. De allí, se dirigió a la cantina, cerca de la salida principal. Una hamburguesa grande y un refresco por favor; luego caminó hacia el estacionamiento.

Regresó a la casa, pero Mirna, su esposa, ya no estaba, se había ido a trabajar. Abrió la nevera, tomó un vaso de agua y avanzó hasta el cuarto; se sentó en la cama y recorrió el espacio: la cama matrimonial, pegada a la pared frente a la puerta, tomaba más de la mitad de la habitación; frente a uno de los laterales de la cama, un closet de concreto de dos puertas resguardadas por un par de cortinas le preguntaba por enésima vez ¿Ignacio por qué has hecho el cuarto tan pequeño? Aquel ropero incómodo dejaba un pasillo en el cual solo cabía la mitad de Ignacio, y esto era un problema cuando estaba Mirna en la pieza; del lado de la cabecera estaba la ventana con ojos a la calle, y frente a los pieceros se mostraba el televisor de veinticuatro pulgadas.

Las piernas de Ignacio se encontraban entre la cama y el closet de concreto; miró la cortina que cubría las puertas de la estructura y recorrió la ropa de su esposa amontonada en la primera sección, y luego la de él en la segunda; su mente se concentraba en ese sitio, como intentando encontrarle un significado al desorden, más allá de la falta de tiempo, de la pereza, de… Desistió de la tarea, se acostó en la cama e inmediatamente tomó el control de la televisión: luego buscaría qué hacer, después de todo ese recorrido no podía hacer otra cosa sino descansar. Me lo merezco. Pero de improviso decidió bañarse, se levantó y buscó ropa en el armario. Tras una somera revisión sacó un pantalón y lo abrió en el aire.

Coño.

Tiró el pantalón de jeans negro sobre la almohada y se paró delante del espejo guindado en medio de la cama y el televisor. Se chequeó; debido a la proximidad su figura era reflejada a trazos. Se alejó unos cuantos pasos, se quitó el suéter y recorrió el volumen de su panza, esa barriga que era más grande que el mundo que cargaba Atlas; después caminó al baño.

Vestido y perfumado, volvió a revisar la nevera, el horno de la estufa, la alacena Coño Mirna no hizo comida. Nuevamente abrió el horno, dentro de él halló la sartén donde se freían las arepas, pero le dio fastidio ponerse a preparar la masa. Agarró las llaves del carro y salió.

Se detuvo frente a una arepera, la misma de los fines de semana «Arepera la Isabelita» Dame tres empanadas de pabellón y un litro de jugo.

Son cientocincuenta.

Coño ¿tanto?

La mujer hizo un gesto y le entregó el pedido en un plato.

No tengo bolsa, están muy caras.

El recibió el plato y se fue a desayunar en el carro, del litro del jugo dejó casi la tercera parte Esa me la tomo ahorita; encendió el auto, dentro de un rato empezaría a trabajar, pero mientras tanto se daría una vuelta. Cuando movió la palanca pensó en Vanessa Coño a lo mejor ya se fue a trabajar. Volvió a poner el carro en neuto y se bajo a devolver el plato.

El auto circulaba por la vía el Paito en sentido el Paito-Centro, pero su cerebro viajaba por la vía Tiempo-Grasa, intentando recordar a cuántos kilogramos de distancia se encontraba su barriga actual de la de hace diez años.

Pero fue imposible. El médico se la había medido: Si sigues así se te va a explotar Le comentó el doctor en tono de broma, pero Ignacio le había calculado el de seriedad, y peor aún, el tono de burla que intentaba guardar aquella expresión, aunque ahora fue cuando lo hizo consciente. Ese doctor hijoeputa, que se vaya a burlar de su madre, se dijo en voz alta, y las palabras le sirvieron para que su cerebro retomara el sentido el Paito–Centro.

Alguien le sacó la mano solicitando una carrera pero él no se detuvo, luego quitó el anuncio de «Taxi» colgado del parabrisas. Había decidido seguir circulando, a algún sitio llegaría, en algún momento su cerebro volvería en sí, de verdad, e Ignacio retomaría el control de sus funciones.

Se detuvo luego de una hora de recorrido, no sabía por qué ni dónde lo había hecho. Salió del auto, buscaba en su memoria alguna imagen similar a la que tenía enfrente, pero no halló ninguna; delante de él tenía una casa de dos plantas con rejas negras hechas al descuido, tal como el resto de la casa, de donde solo se salvaba el anuncio de «Se leen las cartas y el tabaco». Al otro lado, frente a la acera, otra casa de dos pisos; esta era distinta, las cuatro santamarías, divididas dos a dos, y el anuncio «Se dan clases de lucha», la hacían diferente.

La decisión era ardua: cruzar la avenida o simplemente dar unos cuantos pasos y tocar el timbre. Cruzó urgido la primera arteria vial, aunque al conquistar la isla todo el apremio se contrajo y se transformó en temor. Se quedó allí, en una observaba la casa de lectura y en otra la casa de lucha; no pensaba, no hablaba, solo retenía en sus triviales ojos marrones los dos letreros mientras la esfera abdominal apuntaba hacia lo que parecía ser el norte.

El temor le dibujaba y le coloreaba raíces en la isla, él divisaba cómo el creyón se movía hacia la tierra y simulaba su color; por acá marrón por aquí negro, una línea, no, un grumo; allá un verde castaño para imitar el tronco y… pero Ignacio desprendió todo y prosiguió su trayecto hacia la casa de lucha. Suspendió sus movimientos frente a una de las santamarías de la planta baja. Había seguido su deseo ¿y ahora? Los dos armazones estaban cerrados.

Ubicó nuevamente su vista en la casa de lectura y en el letrero, los miró como despidiéndose, aunque él sabía que pronto volvería. Revisó el frente de la casa de lucha y descubrió una tercera puerta a un costado, avanzó hasta allá y extendió la mano, aunque no tocó, le faltaba pensar en lo que diría en caso de que le abrieran la puerta, sin embargo, en lugar de tocar, pegó la oreja izquierda al metal: no escuchó nada; se reincorporó, miró el anuncio, volteó hacia su carro y ojeó el cartel de la casa de lectura, luego cruzó la avenida. Al montarse en el auto divisó su reloj y otra vez los dos anuncios, era momento de trabajar; pegó el cartel en el parabrisas y encendió el automóvil.

SINOPSIS: Ignacio, luego de años varios años de casado, quiere retomar la vida que antes tuvo como hombre soltero, estudiante de ingeniería y luchador, sin embargo su cuerpo, la falta de voluntad y la vida misma se encargarán de hacerle saber que no siempre es posible dar marcha atrás. Al mismo tiempo, Mirna, su mujer, una profesora dedicada a su profesión, está inconforme con su vida en pareja y se encuentra en conflicto consigo misma ¿Deja a Ignacio o no? Es una historia que muestra el lado lúgubre de las relaciones de pareja y las decisiones que van más allá de una simple separación de cuerpos.

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