El Silencio de Las Acacias

El Silencio de Las Acacias

Finalmente, después de un par de horas caminando, llego al pueblo, Neira. Es un pueblo pequeño y sin grandes pretensiones ubicado en la zona cafetera colombiana. Muy silencioso. De arquitectura mezclada entre hermosas casas pintorescas de estilo y edad colonial y zonas de desarrollo moderno con edificaciones horrorosas de cemento y frialdad.

Recorro un par de cuadras. Camino sobre calles empedradas. Veo ancianos sentados en sus mecedoras de madera en sus balcones o en los pórticos de sus viejas casas decoradas con coloridos zócalos que cuentan historias a veces románticas, a veces cafeteras, otras épicas y algunas aciagas. Llego a un parque y en una de las esquinas veo el letrero de un café; «Café de Las Acacias». Me llama la atención que su nombre es igual al de la hacienda de donde vengo. Así que decido entrar. Es un local suspendido en el tiempo.

La decoración es antigua y, aunque predomina el aroma a café recién hervido, también se pueden percibir otros aromas; madera, cuero, cera de veladora y almizcle añejo. Es un aroma… particular. Tienen una vieja rockola que está tocando; «Las Acacias«, de Silva y Villalba; recuerdo bien esa canción. Era una de las favoritas de la abuela Raquel.

-Buenos días patrón, siga. Bienvenido- Me recibe un señor entrado en años y de amplia y desdentada sonrisa

-Muchas gracias- Le respondo con amabilidad

-Le traigo un café o un aguardientico?- Me pregunta el cano mesero y continúa -Siga por favor. Si desea se puede sentar en la mesa del balcón- Me señala una mesa un poco aislada en un balcón interno que da hacia un enorme patio central decorado con helechos, petunias, verbenas, begonias, coleos y una fuente central de agua en piedra.

– Un café, es tan amable- Le respondo

-¿Quiere picar algo con el café? Tenemos arepitas con hogao, empanadas, chorizos santarosanos y corcho neirano– Me canta el menú

-No, muchas gracias. Con el café es suficiente, por ahora- Le explico

-En seguida se lo traigo, pues-

Mientra el amable anciano regresa al mostrador y le pide a «Gloria» un café negro, abro mi morral y saco un libro de aspecto muy antiguo: «Proceso de Cartas de Amores» del español Juan Segura. Lo encontré en la hacienda, cosa que me sorprendió, porque una hacienda cafetera (a mi modo de ver) no era el lugar usual para que existieran hábitos de lecturas y mucho menos de este tipo. Por eso lo tomé y lo metí en mi maletín. Quise «salvarlo del olvido».

Con mucho cuidado abrí el pequeño libro y esto fue lo que leí:

(…) «Señora:

Como los mortales estén sujetos a los cursos de naturaleza, por mucho que los quieran huir, no es posible evitarlos; así, alma mía, me ha acaecido a mí que, desde que os escribí, he estado tan malo de dolor de un lado que ya todos por muchas veces me han tenido por más muerto que vivo; y hoy que fue el primer día que de mi posada salí, topé vuestra mensajera tan enojada contra mí que, según mi flaqueza y la alteración que me causó, si a una puerta no me arrimara estos cansados huesos míos, bien creo no hubiera lugar de acabar de ejecutar su saña contra mí; la cual me dio una carta tan furiosa contra este vuestro lleno de fe amador cuanto sin culpa a merecerla. Y por no daros, mi señora, pasión, no quiero responderos a ella salvo que amor no tiene lugar vaco en mis entrañas, abrasadas, donde nuevo fuego danzar pudiese; cuanto más que sería imposible de vuestras sabrosas prisiones me librar, pues vuestro cautiverio tengo por soberana gloria,»

Sorprende que alguien en mi familia hubiera tenido interés en este tipo de literatura epistolar romántica. No vengo de una familia de académicos y mucho menos letrados. Pensar que hubo alguien interesado en los libros me hace justificar mi pasión por ellos.

Llega mi café. El mesero lo pone sobre la mesa, la porcelana barata campanea dulcemente. Tomo un sorbo. Está recién hervido y colado a la vieja usanza. Hojeo un poco más el libro y veo que en la parte superior de la primera página hay varios nombres escritos en tintas de diferentes colores y caligrafías; «Alejandro Betancourt, Magdalena Betancourt, Miguel Betancourt, Natalia Betancourt, Eduardo Betancourt, Tulia Betancourt, Francisco José Betancourt y Fina Betancourt». Paso mis dedos suavemente sobre los nombres y, aunque reconozco mi apellido tan sólo reconozco un nombre, Fina. Y los otros ¿Quiénes fueron?

Acaricio el viejo papel. Lo acerco a mi rostro y tomo una bocanada de su olor y lo grabo en mi mente. Me percato de que la hoja pegada a la tapa tiene una esquina suelta. Intento aplanar la punta contra la tapa y cuando paso mi mano sobre la hoja siento que entre la hoja y la tapa hay algo más. Algo prensado entre la tapa y la hoja blanca de la portada.

Me asalta la curiosidad pero decido no intentar despegar la hoja para evitar dañar el papel y el libro. ¿Cómo hago para despegar esta hoja? Claramente hay algo aquí guardado. Decido terminar mi café con tranquilidad.

-Señor me trae la cuenta por favor- Pido amablemente al mesero quincuagenario. Le pago, salgo del café y me dirijo al paradero de los buses.

Neira está a sólo una hora de Manizales, así que después del corto viaje hasta la ciudad, llego al apartamento que tengo arrendado por un par de meses (mientras soluciono unos detalles legales sobre la hacienda).

Pongo mi morral en la mesa y saco el libro. Suavemente lo pongo sobre el mostrador de la cocina. Lo observo y lo abro. Ahí está, ese algo escondido entre la portada y la tapa. Presiono suavemente ese algo abultado que se esconde como un secreto y me convenzo de que, en efecto, hay algo ahí.

Muerdo suavemente mi labio inferior. Me paso una mano por la cabeza. Golpeo la mesa con los dedos. Pienso. Pienso. Pienso, y se me ocurre poner a calentar agua y con el vapor intentar desprender el pegamento de la hoja.

Funcionó. El pegamento está cediendo. Con mucho cuidado voy despegando centímetro a centímetro de la hoja y logro verlo. Es un papel doblado. Veo letras. ¿Será una carta de amor? ¿Un testamento? Tengo que leer esa hoja escondida.

Finalmente, ya cuando la portada cede hasta la mitad, la hoja escondida tiene suficiente espacio para salir. La tomo suavemente y la deslizo. Le doy libertad. La salvo.

Me emociona la curiosidad pero también la ansiedad de no causarle ningún daño al libro ni a las hojas. Desdoblo la hoja. Es una carta. Si, es una carta. Empiezo a leer:

Cartagena de Indias; 24 de diciembre, 1743. Nueva Granada, América. Noche de Navidad – Artillero Mayor Norte. Fuerte Castillo de San Felipe de Barajas / Estado de Sitio – Ataque Naval de Gran Bretaña

“(…) mis ojos extrañan su mirada, su sonrisa… el brillo de su piel bajo el sol, esa suavidad húmeda después de un baño en el río. Mis brazos añoran rodear su cuerpo y sostenerlo por horas. Quisiera llenarme de su amor y sentir mi corazón arder de nuevo en mi pecho mientras late imitando el ritmo del suyo. Su cintura, sus caderas finas y robustas, sus nalgas poderosas y fuertes como las ancas de un semental y esos muslos que me han sabido llevar al paraíso me hacen estremecer y encabritar el pecho. ¡Su sexo es mi tormento, pero me hace feliz!

Sé que no debo expresarme de esta forma. Siento ruborizarse mi rostro ante la vista vigilante de Dios. Pero me siento hijo rebelde y me acuso pecador sin vergüenza. Sé que muy seguramente mi madre estará leyendo esta carta, pero no me importa. Mi amor por su merced no me avergüenza, no me amedranta. Por el contrario, me alienta y me da valor. Quiero que el mundo sepa que ardo de pasión por su merced y si mi madre debe saberlo por entrometida, pues que así sea también.

¡Ay! ¡Lamento del alma, y llanto desesperado del espíritu! Esta lejanía me está destrozando la mente y aunque no me deja en paz, la esperanza me llena de fe y tengo la certeza, porque mi corazón la siente, de que pronto en sus brazos estaré y la tibieza de sus labios por fin podré saborear; y aún así, sé y reconozco que estos deseos no son más que ensoñaciones necias ya que la realidad aquí es otra.

Aquí no hay sonrisa, no hay compasión; aquí no hay moral ni tampoco conciencia y razón. Soy testigo de la bajeza de esta humanidad extraviada en la ira y la desesperanza, extraviada en la locura. Esto no es más que una historia de horror, es el fin del mundo como lo conocemos su merced y yo. Doy gracias a Dios, nuestro Señor, de que su suerte haya sido diferente de la mía.

Doy gracias a Dios, a nuestro padre Jesucristo y a la Madre Celestial, por su salud y por su vida, que estoy seguro está mejor protegida que la mía. Ruego también clemencia desde el cielo, para poder reunirme con vuestra merced algún día, cuando esta guerra haya terminado. Si terminación tuviera la insensatez humana llegará el momento, ojala pronto, en que pueda correr a sus brazos y recibir el sosiego que su alma me brinda, la paz que su amor me otorga y la locura con la que su cuerpo me embriaga.

¡Qué dolor! La felicidad aquí no tiene entrada, y si por algún motivo profano una sonrisa nace de algún rostro insensato, una espada la cercena sin piedad y de nuevo regresa el orden amargo de la tristeza, de la angustia, de la rabia y el dolor.

La terrible condena impuesta por mi madre a nuestro amor me ha envejecido no solamente la carne y la piel, sino también el espíritu. Lo que antes, en aquellos años de felicidad en Las Acacias, me hacía sonreír y asombrar, ahora pasa desapercibido a mis sentidos que están aturdidos por este infierno. Jamás la voy a perdonar. No podré perdonar a esta mujer calculadora e implacable que nos separó y nos condenó a la amargura.

Amor mío, esperanza mía, mi paz está en vuestra merced. Mi cuerpo es suyo y mi vida entera se la dedico a ese corazón noble y bondadoso que me mostró el lado correcto del amor. Usted no es mi pecado, usted no es mi falta, usted no es mi condena así la humanidad imponga el cepo, la horca o la hoguera… lucharé por regresar a sus brazos y nada podrá vencer mi voluntad porque de su amor ella se alimenta y con su amor ella me salva (…)

Suyo por siempre y para toda la eternidad; Feliz Navidad

Oficial, Manuel Betancourt Vicentelo de Leca y Algujar. Artillero Mayor Norte, Cartagena de Indias, 1743 (Ya no temo escribir mi nombre atado al amor que siento por vuestra merced)

Es una carta de amor. Según la fecha, es una carta de la época colonial; 67 años antes de la independencia de Colombia. Una carta escrita por un soldado al servicio de la corona española durante una guerra de ocupación en Cartagena. ¡Qué interesante!

Busco mi computadora y accedo a Internet. Googleo la fecha y el lugar señalados en la carta y descubro que sí hubo una batalla en Cartagena en ese año conocida como «El Sitio de Cartagena de Indias» que desencadenaría «La Guerra del Asiento» entre España e Inglaterra por el control del comercio en el Caribe.

Leo durante horas todo lo que puedo encontrar sobre esas guerras navales y me doy cuenta de que tengo en mis manos el corazón de un soldado enamorado que además lleva mi apellido, o mejor, yo llevo el de él. Un familiar antepasado. ¿Tal vez mi tatara tatara tatara abuelo? Me emociono por mi descubrimiento y me pregunto: ¿Qué habrá sido de él? ¿Murió en esa guerra? ¿Y qué pasó con la mujer que amaba? ¿Dónde voy a encontrar más cartas como esta?

Me entra la incertidumbre sobre la existencia de más cartas. ¡Sería triste no poder saber más sobre esta historia! Sigo leyendo más sobre «La Guerra del Asiento». Es apasionante.

Y cuanto más leo sobre esa historia más quiero saber sobre ese familiar que estuvo en ella e hizo parte de la historia de Colombia. ¿Habrá sido héroe de guerra? ¿Un soldado reconocido? ¿Un gran guerrero?

Toda mi vida pensé que mi suerte estaba dada por la histórica miseria que marcaba a mi familia. Mi abuelo, Juan de Jesús Betancourt, era un viejo carnicero del pueblo, casado con una sencilla mujer ignorante, Raquel. Ambos sin suerte ni fortuna, tuvieron cinco hijas igual de desafortunadas. Pero ahora, descubro una nueva realidad de mi apellido.

Decido llamar a mi mejor amigo e invitarlo a que me acompañe una temporada en la hacienda. Para que me ayude a limpiar y organizar. Él tiene más conocimiento sobre el negocio del café y de cómo manejar empleados.

Después de dos días, finalmente llega Jacobo y emprendemos camino hacia Las Acacias. Llegamos un par de horas después y el se encarga de presentarse con el capataz y los trabajadores, yo sigo en el carro y llego hasta la cima de la colina en donde está construida la casona principal. Desde aquí se ve el terreno del cafetal. Es enorme. ¿Qué voy hacer con todo esto? Es increíble cómo la vida puede cambiar de un momento a otro. Sin aviso previo, sin permiso, sin concesión. Sólo cambia y la prueba final es la adaptación.

Parqueo el carro frente a la entrada principal de la casona. Me bajo y camino un poco hacia atrás del carro para tener una vista más amplia de la vieja casa. Es una casa muy bella. Vieja pero muy bien cuidada y sigue siendo hermosa.

De repente veo un detalle en el techo. Una chimenea sobresale y está ubicada hacia la parte central de la casa. Pero, ya estuve aquí hace unos días y no vi esa chimenea adentro. Sé que están las otras dos; la de la sala y la del comedor. Pero no vi una chimenea en ningún otro lugar de la casa. ¿Por qué está esa chimenea ahí?

-¿Qué mira?- Me pregunta Jacobo que viene acompañado por Fabián; el mayordomo.

– Hay una chimenea en la parte central de la casa pero adentro yo no la vi- Explico

– !Ah si! esa chimenea nunca ha existido. Al menos no desde que tengo uso de razón y yo he vivido siempre en esta hacienda. Incluso mi papá y mi abuelo decían lo mismo. Que estaba la chimenea pero que adentro no estaba el hogar. Que alguien muchos años atrás tuvo que haber sellado el hogar de esa chimenea- Explica Fabián con sencillez.

Miro hacia el techo de nuevo y sin darle mayor importancia al asunto los invito a seguir.

-¿Quieren café?- Les pregunto a los dos

-¿Con aguapanela?- Me pregunta Jacobo

-Si, café montañero – Explico

-Listo. Sí quiero- Responde Jacobo

Los tres entramos en la vieja casona y nos sentamos en la mesa a tomar un café y conversar sobre el cafetal y la vieja casona y la historia de ese familiar que me la acababa de heredar.

SINOPSIS

Esta historia empieza con Sebastián Betancourt, un periodista de 43 años fracasado y amargado a quien la suerte le cambia después de recibir en herencia, de un familiar que no sabía que tenía, una vieja hacienda cafetera.

El amargado periodista tiene que atender los asuntos legales de la herencia y se ve obligado a viajar hasta la hacienda. Durante su estadía en Las Acacias, Sebastián descubre un viejo arcano polvoriento en una habitación del sótano de la casa. Dentro del arcano encuentra objetos viejos sin ningún valor y un libro antiguo. El libro le llama la atención al descubrir que en la solapa hay una carta escondida, como un secreto.

Sebastián lleno de curiosidad la lee y se da cuenta de que es una carta de amor enviada por un enardecido soldado que lucha en una guerra en Cartagena en la época de la colonia, algunas décadas antes de la independencia de Colombia.

Así, de forma paralela se empezarán a desarrollar y contar las historias de Sebastián, en la época actual y Miguel, el soldado de la época colonial, que valientemente escribe cartas de amor que debe esconder en las solapas de libros que viajan desde Cartagena hasta Santafé de Antioquia, España y Bogotá. Pero ¿Por qué tiene que esconder sus cartas? ¿De quién?

El amor de Miguel es un amor prohibido, pecaminoso, escandaloso. Es un amor hereje y peligroso. El objeto del afecto de Miguel es; Juan de Jesús, su amigo desde la infancia, su compañero, su cómplice. Que además es esclavo en su casa e hijo de la esclava personal de su madre; la perversa mujer que los separó. ¿Cómo puede existir y permitirse, bajo los ojos de Dios, un amor entre dos hombres, siendo uno de ellos, un negro esclavo?

Las cartas serán el hilo epistolar con el que el lector descubrirá la más bella historia de un valiente que lo arriesga todo por amor y de su buena fortuna al ser correspondido con el mismo fervor.

La historia revelará que Miguel y Sebastián son, de hecho, familiares y que ambos tienen en común, además de sus apellidos, la hacienda Las Acacias. Que fue donde Miguel nació en la época colonial (1724) y murió (1804) y donde se vivieron hermosas historias de amor, traición, guerra y dolor durante los últimos dos siglos.

La hacienda es un personaje vital y relevante en la historia ya que fue construida por el español Alejandro Betancourt, a finales de los años 1600. Alejandro llegó a Nueva Granada con su esposa, sus hijos y sus esclavos buscando oportunidades mercantiles en Cartagena. Su llegada marca la génesis de una historia dinástica de la familia Betancourt en Colombia.

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