“Sus aguas turbias arrastran millones de toneladas de sedimentos. Luego de recorrer poblados, selvas, campos y ciudades, el curso se ensancha, y los sedimentos se depositan formando bancos de arena entre los remolinos, obligando al cauce a ramificarse en mil brazos retorcidos. El Paraná desemboca en otro río. Su nombre se vuelve mentira: no es el padre del mar. Ni siquiera del río, porque el de la Plata es un gigantesco delta que aún hoy sigue formándose. Sus islas laten, se hinchan, viajan. Y las olas cuentan sus secretos a los navegantes”.

1

Elena espera la hora de la partida en el café de la estación fluvial de Tigre. Toma su cortado en jarrito junto a la ventana, y aprovecha para abrir su cuaderno. No lo hizo en el vuelo, ni en los aeropuertos. Lugares impersonales en los que es aún más difícil encontrar inspiración. Hace una hora aterrizó no muy lejos. Pero este bar junto al río la invita a sacar del bolso su cuaderno de notas. Sólo para quedar inmóvil frente a la hoja en blanco. Así que, como tantas otras veces, hojea hacia atrás, para leerse en fragmentos de otras páginas, mientras termina a sorbos su café.

Ahora viaja en la interisleña por el delta del Tigre. Dejó atrás el transitado Río Luján y avanza por uno de los brazos, el Carapachay. Es sábado por la mañana y los turistas, grupos de amigos, parejas enamoradas y familias con niños, llevan bolsos y víveres para el fin de semana. Charlan y ríen, y sus rostros, llenos de expectativas y entusiasmo, contrastan con la expresión inerte y agotada de Elena, en sus treintas… de jogging, zapatillas, y un bolso pequeño como único equipaje. Al igual que los pocos isleños que viajan, ve pasar a desgano el paisaje. Tal vez por su trabajo, que la obliga a embarcarse por meses. Pero a diferencia de los lugareños, Elena mira cada tanto las numeraciones que exhiben algunos muelles. Los hay con maderas relucientes, farolas inoxidables y pérgolas barnizadas, y otros, la mayoría, un poco venidos a menos. El lanchón se acerca a una estructura endeble. Es por lejos el amarradero que está en peores condiciones. Es evidente que lleva varios años de abandono. Apenas asoma entre la maleza. Le faltan algunos escalones, y está tan flojo que el oleaje lo mece entre el pajonal que parece devorarlo. El hombre de los boletos la mira y le dice: “Es acá”. La ayuda a descender y le advierte: “tenga cuidado donde pisa”. Mientras testea los escalones putrefactos con sus pies, Elena ya no escucha el bullicio, sólo el motor. Se da vuelta y en las ventanillas ve a los pasajeros que la miran con desaprobación, mientras algún isleño se persigna y la colectiva se aleja río arriba. Alcanza a oír una nena que exclama aterrada: ¡mirá a dónde va, má! Las maderas podridas crujen bajo sus pasos, y por primera vez en mucho tiempo, Elena experimenta algo parecido a una emoción. Antes de seguir saca del bolso el repelente y se rocía por completo. Avanza entre los matorrales. Cascadas de helechos grises se descuelgan de sauces y ceibos. A cada paso escucha alrededor todo tipo de alimañas que se alejan: ranas saltan a un charco, culebras se arrastran en las hojas secas, ratones se escabullen en las sombras y comadrejas coloradas espían a la intrusa. Tal vez, si sintiera algo, sería miedo, pero avanza entre las casuarinas como una sonámbula por lo que alguna vez fue un sendero, hasta llegar al pie de una escalera roída. Como todas las construcciones isleñas, está elevada del terreno por pilotes. Los de esta casa están envueltos hasta la asfixia por retorcidos troncos de madreselvas salvajes. A través de esa maraña selvática se intuyen variedad de trastos irreconocibles. Se amontonan como un laberinto inaccesible en ese gran espacio húmedo y sombrío por debajo de la casa. Entre los bultos sobresale lo que parece haber sido una lancha de madera, medio enterrada en el fango. Tiene agujeros que pueden haber sido ojos de buey o escotillas. En cualquier caso, la capa de óxido y barro no permite a Elena entender a qué parte de la embarcación corresponde. Sin registrarlo, Elena atravesó los vigorosos troncos de madreselvas que abrazan a los pilotes y se acercó. Con una rama quita un poco la costra de la quilla, El barro seco y quebradizo se descascara un poco y Elena alcanza a ver restos de pintura roja, de algo que parece haber sido el dibujo de una equis, o una cruz. Lo que fuese otrora un ojo de buey parece el cuenco vacío de un gran ojo. A través de él llama su atención algo demasiado colorido en esa paleta umbría. Parece un juguete. O quizás una cartuchera y unos útiles escolares. Lo que sea, no es antiguo. No le extraña que la casa abandonada sea el sitio ideal de aventuras para algunos niños que vienen a las islas. Piensa que el frío húmedo no es bueno para sus huesos y sale de debajo de la casa. El sol se cuela agradablemente en el follaje y entibia su cuerpo. Sobre el techo de la galería, la fachada está coronada por una pequeña ventana bajo la cumbrera, y acompañando el arco de la ventana, en letras ajadas y descoloridas, Elena lee el nombre de la casa: “La Pincoya”.

Sube la escalera hasta la enorme galería que ocupa todo el frente. Hay una mesa con unos sillones de jardín desvencijados, y todo está cubierto de un espeso manto de musgo, tierra, hojarascas, claveles del aire y helechos. La doble puerta de entrada está flanqueada por sendos ventanales con postigos. Elena hurga en su bolso y extrae un sobre que dice: Carapachay 940 Pincoya puerta principal. La introduce en la cerradura, pero está tan oxidada que la llave no gira por más que intenta. Va hacia una de las ventanas, tironea de uno de los postigos hasta que se abre un poco. Termina de romper uno de los vidrios, introduce la mano y con mucho esfuerzo logra abrirla unos cuantos centímetros, mientras las bisagras se quejan. Se escurre al interior con bastante dificultad, tratando de evitar tocar las superficies mugrientas. Adentro, la penumbra está tajeada por la poca luz que se cuela de las rendijas y rajaduras. La habitación tiene sillones, sillas y banquetas dispuestas en círculo. En dos rincones hay sendos revisteros. Cerca de la puerta, un perchero. Todo cubierto por una gruesa capa de estiércol. El olor agrio a orín y excremento es insoportable. Pasa de esa habitación a la sala central, va hacia la puerta de entrada y logra abrirla girando la falleba. Permanece un rato en la galería, recuperando el aire. Vuelve a entrar, para investigar los interiores. En el centro de la sala hay un escritorio enorme con sus sillas. Sobre este, pende un candelero de cuatro tulipas. Su caída a plomo evidencia una imperceptible inclinación de la casa. Los marcos de puertas y ventanas están fuera de escuadra por lo que una vez que se abre alguna, es casi imposible volver a cerrarla. Elena nota un enorme agujero en el cielorraso, a través del que parece intuirse un piso superior. Está muy alto, pero un aire helado se derrama a través del hueco, desciende hasta ella, la envuelve y atraviesa, haciéndola sentir, por un instante, enferma. Como ese aire húmedo debajo de la casa. Esta es definitivamente la primera vez en mucho tiempo que Elena siente algo. Alcanza a definir en la penumbra de aquel agujero un respaldar de cama, o tal vez sea un sillón de hierro carcomido. Sobre aquel mueble retorcido que asoma en el agujero, se sugieren las cabriadas que sostienen los techos. De los tirantes que las conforman cuelgan harapos. Se mueven un poco, piensa en ese viento frío, pero se da cuenta de que no son trapos. Son murciélagos. Están dormidos, pero si pudiera, Elena se sentiría observada por esos bichos. Se queda un largo rato mirando aquel hueco. Vuelve su atención a la planta baja con la intención de encontrar la escalera que la conduzca allá arriba. Pero se topa con unos portarretratos sobre uno de los aparadores que hay a los lados del escritorio. Va quitando el polvo con un pañuelo de papel. Detrás de la mugre removida del vidrio, aparece una mujer que sonríe. Comprueba, luego de un instante, que es su tía Gina, más joven y linda de lo que Elena recuerda. En otro hay una foto de Trudy y Carlo, sus padres, muy jovencitos. Y en el tercero, el retrato de una niña muy pequeña. Es ella, sentada en uno de los sillones de la galería. Tal vez sentiría asombro, o intriga, si pudiera. Se esfuerza por recordar el momento de aquella foto ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Seis, siete? Pero en su memoria no hay nada de eso. Por más que intenta rescatar un recuerdo de esa casa, no lo logra. Se pregunta si la mente de su madre funcionará de esa manera. Si habrá alguna imagen que obligue a Trudy desesperadamente a buscar en vano un recuerdo, o si esa memoria está, simplemente, vacía. Si así fuese, su madre habitaría sin preocupaciones el vacío y tal vez la consolaría un poco. Pero no pasa eso. Deja el portarretratos sobre el aparador y va a una de las habitaciones que rodean la sala. Es la puerta que enfrenta la habitación por la cual ingresó a la casa. La abre y vuelve a sentir frío. Avanza en lo oscuro hasta la ventana. Abre los postigos. Es un consultorio médico, seguramente de Carlo. Hay un escritorio más pequeño, una camilla y un carro de curaciones. Detrás del escritorio, una biblioteca con tomos de medicina. Recuerda imágenes truculentas de hombres atravesados con hachas, cuchillas incrustadas en lugares y ángulos dignos de documentar el caso. Todos los muebles son de metal, y todo está cubierto por un grueso manto de la misma mugre que se acumula en cada rincón. Le gustaría saber cómo reaccionaría su madre al descubrir este sitio. Quiere que Trudy vea este lugar mientras Elena la observa, como si fuese un raro objeto de estudio, el sujeto de su experimento. Elena quiere saber qué produce en el olvido de Trudy la visión de este lugar. Pero ella misma siente incomodidad, y vuelve a buscar la escalera para salir de aquel cuarto, cerrando la puerta a esos libros, arrepentida de aquello que ha descubierto.

Las dos habitaciones posteriores son dormitorios, y sus ventanas dan a una terraza semicubierta. Vuelve a revisar. No hay escalera que suba en ninguno de esos ambientes. Al fondo de la sala central, detrás del escritorio, hay otra puerta similar que la lleva a la galería trasera. A la derecha, la galería termina en una puerta que da a un gran baño, y por la izquierda, continúa en una terraza semicubierta enorme, un comedor diario con los restos de una gran mesa y bancos. A un costado, otra escalera podrida baja hacia el terreno con varios escalones faltantes. Cruzando esa gran terraza cubierta, Elena llega a la cocina. Al entrar, casi le parece ver a Gina sentada a la mesa tejiendo al crochet con las tiritas de sachets de leche. Es lo más parecido a un recuerdo. Pero cuando trata de habitarlo, se le escapa. Sabe que Trudy debería estar en esa evocación fugaz, cocinando y quejándose de las labores de su hermana, “siempre en las nubes vos”. Pero sólo está Gina, y las tiritas de sachets de leche. De un gancho, cuelga una bolsa de compras hecha por Gina. El plástico escapó a la putrefacción. Debajo, una lata oxidada de galletitas Montagna, antigua, esas grandes con una ventana de vidrio redonda en una de sus caras. Seguramente fue la visión de aquella bolsa la que disparó el recuerdo. Pero se queda viendo la lata de galletitas Montagna. Tampoco en la cocina hay escalera que suba a la planta alta. Mira la hora, cierra los postigos, las puertas y las ventanas y vuelve al muelle. Se sacude un poco la ropa y saca del bolso una campera con la que disimula los restos de mugre. Se echa un poco de perfume. Al rato aparece la colectiva, Elena sube y se aleja río abajo.

SINOPSIS

Elena Salerno descubre tras la muerte de su padre, la escritura de la primera casa en la que vivieron, en el delta del Tigre. Trudy, su estricta madre de colonia inglesa, está perdiendo la memoria hace unos años. Desde que cayó presa “por error”, según sus propias palabras: la descubrieron haciendo abortos clandestinos en su chalet de Mar del Plata. La medicación la equilibra, pero con la ausencia del marido se torna violenta y escapa.

Elena la busca con la ayuda de su tía Gina, pero llegan tarde: Marco, ex prometido de Gina, encuentra a Trudy en un hotel. Cree que ella está como traductora de un congreso. Marco tuvo mucho que ver con la actividad ilegal de Trudy. Ella le dice que está huyendo de Matilde. Él se ofrece como chofer. Trudy sabe que lo conoce: era su jefe, pero ahora es sólo el que maneja y hasta podría ser su difunto marido. La verdad es que Marco dejó a Gina tras dejarla embarazada. La niña, Matilde, murió al nacer, y él nunca lo supo.

Elena, Gina y María –empleada leal, devenida enfermera y acompañante terapéutica de Trudy- van al rescate en automóvil. Luego de muchos días de andar la ruta 40 al sur, la encuentran con una chamana. Trudy está rejuvenecida. Y más orientada: les informa que no volverá. Marco promete a Elena que cuidará de ella. Pero Elena descubre que él es quien debe cuidarse de su madre. Llega tarde para advertirlo, y retoma la persecución (ahora hacia el norte) que termina en la casa del delta. Marco está sólo y Trudy no aparece.

Escondida en su primer consultorio secreto, Trudy los acecha… Gina descubre que Matilde, su hija, no murió: fue víctima de robo de identidad por parte de Trudy.

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