1.

El día que tuvo el sueño, tomó un largo paseo desde su casa hasta la costa. Había barajado por unos instantes la idea de conducir hasta el centro comercial, dejar el coche en el parking público y caminar muy poco, apenas diez minutos, hasta donde el comienzo del paseo marítimo extendía la prohibición de aparcar. Pero en el momento de salir del porche, cuando comprobó que la temperatura era deliciosa –unos dieciocho grados, excesivos para la fecha- y que una ligera brisa había convertido en motas atómicas las densas nubes de la tarde anterior, decidió hacer la caminata completa a pie.

Eran más de cuarenta y cinco minutos a paso ligero y sudaba copiosamente por la frente y el cuello cuando alcanzó la arena. Aflojó el paso y se inclinó para desabrocharse las zapatillas. Las pequeñas partículas doradas masajearon dulcemente sus plantas y unos retazos de espuma osaron trepar por sus tobillos cuando se acercó a la línea en la que el mar besaba la tierra. El sol era naranja, como si el solsticio no se hubiera producido hacía apenas cinco noches y la primavera estuviera a la vuelta de la esquina. Insectos en tropa zumbaban, como enloquecidos, entre las ramas de los arbustos costeros, atraídos por el aroma intempestivo de algunas flores o restos de picnics descuidados por sus dueños. Junto al mar, sólo los chillidos de unas pocas gaviotas perturbaban la canción eterna de las olas.

Todo estaba en calma. Las olas reproducían su danza a cámara lenta; el sol se elevaba perezosamente, como si tratara de demorar su llegada a la vertical del cielo. Al percibir que el viento despeinaba los cabellos más cercanos a su frente y los apartaba de su piel húmeda, levantó los ojos al horizonte y sonrió para sí. Era como si la brisa la acariciara. Suspiró quedamente. Todo estaba tan en calma… Cerró los ojos para observar mejor las sensaciones. El frío del agua en los tobillos. La blandura de la arena bajo las plantas. La caricia del viento en el rostro. Los aromas de las flores intempestivas. Las risas intermitentes de algunos caminantes que jugaban con sus mascotas…

-¡Así que estás aquí! –dijo de repente a su espalda una voz familiar. Se acabó la calma, pensó ella, y se dio la vuelta hacia el lugar del que procedía la voz-. ¡Señora Marián, qué desastre! ¿Es que te estás escondiendo o qué? Podrías haber dejado una nota, o un mensaje, o al menos haber llevado contigo el teléfono. ¡Te he llamado más de cinco veces! He aparcado delante de la casa, justo detrás de tu coche y, al ver que no me abrías la puerta, me he preocupado. Luego he abierto yo, y he seguido llamándote. Claro, no ha habido manera de conseguir que descolgaras, porque tu teléfono estaba encima de la mesa del comedor, ¡ahí está muy bien! Menos mal que se me ha ocurrido la idea absurda de que podías haber bajado hasta la playa, ¡andando!, ¿a quién se le ocurre?

Haciendo caso omiso de la regañina adelantó los brazos para estrechar a la dueña de aquella voz que no paraba de parlotear.

-¡Micaela! –exclamó llena de alegría-. ¡Qué bien que hayas venido! No hacía falta que…

-¡No me digas eso! –respondió la otra en medio del abrazo-. ¡Por supuesto que tenía que venir! Eso es tan cierto como que deberías llevar tu móvil encima. Pero, como después de todos estos años, no parece que vaya a conseguir que cambies de actitud, lo mejor en este momento parece tomar un helado. ¡Tienes que contármelo todo! ¡Enseguida! ¡Vamos, vamos, ya! Espera que te abrace de nuevo… Ay, mamá… -suspiró, más calmada ya-, ¡qué ganas tenía de verte!

Conmovida, María Ana -o Marián, nombre al que sus allegados se habían acostumbrado desde su más tierna infancia-, se dejó absorber en el abrazo estrecho de su hija pequeña, que acababa de conducir seiscientos y pico kilómetros para estar a su lado.

-Tomar un helado en diciembre es de las mejores cosas de la vida –comentó la más joven mientras caminaban juntas, bien agarradas por la cintura, en dirección a la heladería-. ¡Y fíjate! ¡Estamos en mangas de camisa! En Madrid no para de llover desde hace seis días. La autopista estaba insoportable con tanta agua. No se ve nada, ni al frente ni a los lados. Y eso no es lo peor: los conductores se ponen imbéciles estos días.

-¿Se ponen? –rio Marián, mirando a su hija con la cabeza ladeada y una sonrisa divertida-. Otros, ¿no?

-¡Bah, mamá! ¡Parece mentira que no sepas que tu hija tiene los nervios de acero! ¡Soy toda calma y reflexión, más al volante!

Alcanzaron entre risas la terraza de La mirada. Un camarero adusto les ofreció una mesa exterior, con vistas directas a la cala. No había nadie más en toda la terraza, así que se situaron a sus anchas. Marián miró a su hija degustar lentamente una cucharada tras otra, devorando el chocolate belga del postre con deleite. Micaela, o Mica, como la llamaban todos, era la más pequeña de sus hijas. Y desde luego que parecía bien pequeña de aquella guisa, relamiéndose los restos de helado que, una y otra vez, iban quedándosele en las comisuras. Reparó en las pequeñas arruguitas que surcaban su labio superior, las que recordaban que su Mica ya rondaba los cuarenta, pero que desaparecían completamente cuando los labios se le estiraban en aquella sonrisa indescriptible. Tal vez el más infantil de sus rasgos, suficiente para dejar en un segundo plano la melancolía que desprendían, desde siempre, aquellos ojos enormes y oscuros. Cuando su hija terminó el helado y hasta rebañó el bol, ella todavía sostenía entre las manos la taza de té rojo, que había empezado a atibiarse al son de la brisa insistente de diciembre.

-No me mires así –dijo Marián-. Eres tú la que se ha dado más prisa de lo normal. No es que yo sea una lenta.

-En realidad da igual. ¡Se está tan bien aquí! –suspiró Mica, entrecerrando los ojos y estirando el cuello como una tortuga al sol-. Además, nos hemos sentado para que me lo cuentes todo.

-¿Todo? Aquí hay poco que contar. Ya sabes: me despierto, desayuno y hago buenas caminatas cada mañana. Por la tarde, escribo, leo o busco una película que merezca la pena en cartelera. Si la encuentro, bajo al centro comercial, la veo, pico, cocino algo ligero en casa, y me voy a dormir. A la mañana siguiente, vuelta a empezar. Estar aquí es como visitar la tierra de los lotófagos.

-No te hagas la despistada, mamá. Me refiero al mensaje.

-El mensaje –dijo Marián después de un largo trago de té-. Ése que no decía Vamos, hija, hazte varios centenares de kilómetros cuanto antes, tengo que verte urgentemente.

-No, mamá, no decía eso. La verdad es que era bastante escueto –respondió Mica, repentinamente seria-. Decía: hija, he tenido el sueño. Nada más. ¿Y te parece poco?

-Bueno –respondió su madre después de un prolongado trago de té-, ni poco ni mucho. El sueño iba a llegar antes o después. Y ha llegado ahora.

-Ya. Precisamente ahora… y aquí. ¿Has pensado algo? ¿Qué piensas hacer?

Marián suspiró levemente mientras apuraba la última gota del té, que a esas alturas apenas conservaba un eco lejano de su calor.

-Lo que todas las mujeres de nuestra familia han hecho mientras pudieron: contarlo. Te lo contaré a ti. Tú se lo contarás a Lucía. Y Lucía… Y terminaré la novela. Debo intentarlo con toda mi energía, aunque eso suponga pasar menos tiempo paseando, menos lectura o menos horas en el cine del centro comercial –añadió con una media sonrisa.

Mica tomó las manos de su madre entre las suyas.

-Tienes mi consentimiento… y mi ayuda, en todo lo que pueda dártela.

-Claro que vas a ayudarme –fue la respuesta, seguida de un guiño cómplice-. No has venido sólo a parlotear y a que te cuente mis neuras, ¿qué te creías?

2.

El recuerdo del primer sueño se pierde a lo lejos, al menos cinco generaciones atrás. Desde entonces, todas las mujeres de la familia habían relatado a sus hijas, hermanas o abuelas el sueño en cuanto lo tuvieron. Así había pasado el sueño de boca en boca, desde más de un siglo y medio del primer registro escrito. Uno de los más antiguos se localiza hacia mediados de febrero de 1937, en el diario de Mariana, la tía materna de Marián. Tanto Mariana como su hermana Ángela (madre de Marián y, por tanto, abuela de Mica), conocían perfectamente, de boca de su abuela y bisabuela, el proceso que seguía el sueño y el significado que escondía bajo sus formas innumerables.

Y Mariana tenía quince años recién cumplidos la noche que soñó con su madre Octavia, muerta de unas fiebres después del parto de su segunda hija, hacía más de una década. Se apareció de buenas a primeras al lado de la cama que compartía con la pequeña Ángela y con Tomasín, su hermano de padre, que contaba apenas catorce meses y todavía necesitaba pañales.

-Hija, hija –había susurrado Octavia, aunque a Mariana le había parecido un grito en medio del silencio de la casa, al tiempo que la sacudía por los hombros. Llevaba puesto el mismo camisón de color crema con el que la habían enterrado en el cementerio del pueblo y su rostro era tal como lo recordaba, el mismo de hacía doce años, como si la muerte o el tiempo no hubieran hecho mella sobre la belleza que otras mozas envidiaran. A Mariana le pareció que se despertaba, aunque durante muchos días dudó sobre ese momento particular, y, salvo el breve instante de sobresalto fruto del tránsito del sueño a la vigilia, no tuvo miedo ni se sorprendió de ver a su madre junto a la cama.

-¿Qué quieres, madre?

-No hay tiempo, ¡vamos, levanta! Corre, acompáñame. Tengo que enseñarte algo.

Con las articulaciones entumecidas por el sopor y el peso de las tres mantas de lana, Mariana puso los pies en el suelo helado y se arrebujó en la toquilla que dormía sobre la mecedora, justo al lado de la mesita de noche. Echó a correr detrás de la sombra de su madre, que doblaba ya la esquina y salía al patio central de la casa, sin apenas tiempo de cerciorarse de que sus hermanos dormían profundamente, como si nada hubiera ocurrido.

Logró dar alcance a Octavia en el zagúan, tan oscuro y silencioso como el resto de la casa. Allí la esperaba una figura bien definida, cuyo reflejo parecía haber huido del espejo que presidía el mueble de la entrada. Mariana la vio abrir el cajón y levantar con una mano blanca y transparente una llave de color bronce mientras, con la otra, señalaba la pesada cortina de fieltro rojo, colgada junto a la entrada desde que Mariana tenía memoria. Obedeciendo la orden silenciosa de los ojos de su madre, separó la cortina de la pared. Tras ella, unos tablones de madera vieja y apolillada, que parecían formar una puerta, giraron sobre sus goznes sin emitir ni un chirrido cuando Octavia introdujo la llave en la cerradura. Al otro lado de la puerta, iluminados vagamente por el resplandor de una luna que se colaba a duras penas entre las rendijas de una claraboya, se dibujaron los peldaños de una escalera, como eslabones en descenso, que desaparecían devorados por la oscuridad al fondo. A una nueva señal muda de su madre, Mariana comenzó el descenso, escalón a escalón, apoyando cada pie sin más temblor que el del frío de la noche que penetraba entre los orificios de su toquilla. La presencia de su madre la siguió en cada paso del descenso. Lo sabía porque, a pesar de no volverse a mirarla en ningún momento, era capaz de percibirla en toda su paradójica calidez, con toda su muda luz, como ella misma, antes de morir, le había contado que ocurría en estos casos.

-Así que tú eres mi guarda –musitó cuando estuvieron abajo, frente a frente, bañadas por los exiguos rayos de la última madrugada-. Soñaba con que fueses tú. ¡Qué alegría!

Octavia dibujó una sonrisa leve, al tiempo que deslizaba una mano fresca y suave, como de algodón, por la mejilla de su hija.

-Tenemos muy poco tiempo, cariño. Préstame toda tu atención: este sótano es un refugio secreto. No hables de él a nadie. No enseñes a nadie el cajón de la cómoda. No retires la cortina de fieltro de la pared delante de nadie. Cuando llegue el momento, trae aquí a tus hermanos; cierra bien la puerta, no dejes que salgan digan lo que digan, ni aunque lloren y quieran ir contigo. No te separes nunca más de la llave; llévala aquí, bien cerca del corazón –dijo y le colgó la llave del cuello. Mariana sintió claramente el contacto del cuero del cordel, tenso por el peso metálico de su extremo, en torno a la piel de la nuca. Luego volvió a acariciarle la mejilla, veloz, invisible, con dedos de fuego-. Tenemos muy poco tiempo.

Mariana tragó saliva, en un intento vano por luchar contra el frío.

-¿Cuánto…?

Los ojos de Octavia brillaron tenuemente en la semioscuridad de la sala, mientras miraba a su hija con fijeza.

-No hay tiempo. En cuanto amanezca, oculta la llave dentro de tu ropa, tal como te he dicho. Recuerda: no le cuentes a nadie este sueño. Guárdalo en letras silenciosas, que ya llegarán a quien deben llegar. No hables de mí con tu padre, ni con su mujer. Cuando llegue el momento, sabrás qué has de hacer. Lamento tanto no haber podido visitarte antes… Pero así ha sido dispuesto.

Mariana sintió que una tristeza extraña la inundaba por dentro.

-¿No vamos a vernos más?

Su madre asintió.

-Vamos a vernos más. Estaré siempre contigo, como siempre lo estuve. Pero sólo me haré visible cada catorce días.

-Espera, madre, tengo muchas preguntas que…

El diario de la tía Mariana contaba con todo detalle lo ocurrido aquella noche, la del primero de los escasos encuentros que mantendría con su guarda. El súbito despertar con el susurro de otro mundo, en medio del silencio de la noche; el calor y el peso de las mantas sobre las piernas; el olor dulce de los dos niños pequeños dormidos junto a ella; el frío y la textura de las baldosas barro cocido en las plantas de los pies. La emoción al descubrir el rostro blanco de su madre junto a la cama, la carrera en pos de su sombra por el patio nocturno, la bajada por los escalones retorcidos. El peso de la llave oxidada en el pecho, como si siempre hubiera estado allí, fría y silente.

Y la sensación clarísima o, mejor, la certeza absoluta, de que su muerte estaba muy próxima.


Flores: sinopsis

Puede adquirir innumerables formas y aparecerse aquí o allá, antes o después, esperado o por sorpresa, pero todas las mujeres de la familia lo reciben en algún momento de su vida. El sueño, cuyo primer testimonio se remonta a 1937, es el anuncio de un fin inexorable y proteico. Es el secreto mejor guardado que nadie, sin embargo, puede callar: abuelas, madres y sobrinas lo contarán a todo aquel que quiera conocerlo. Y lo gritan o lo escriben a los cuatro vientos, para guardarlo con llave a la vista de los ojos profanos.

Marián, Mica y Lucía, tres mujeres unidas por la sangre y la carne, la ternura y el miedo, la ilusión y el sueño, emprenden un viaje generacional que las llevará del silencio, la incomunicación y la vergüenza al orgulloso descubrimiento de sus orígenes, al reconocimiento en sí mismas del valor y la fuerza de las pioneras de la familia, navegando a través de las páginas de un viejo diario, los trazos de una acuarela y los días grises del pasado más doloroso.

Ninguna viaja sola hasta el fin del sueño: a su lado, una fiel guardiana hecha de sombra y luz, de amor y de memoria, una guarda tan multiforme y cambiante como el propio sueño.

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