Capítulo I: El reencuentro

Capítulo I: El reencuentro

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20/02/2018



El parque del Retiro siempre disponía de un banco para él; fuera la época del año que fuese, lloviese o hiciera sol un banco se ponía a tiro fiel a la necesidad de meditar y de intentar poner orden. Alfredo, de mediana edad, tenía a menudo la expresión de cansancio del que se quiere esforzar en algo pero a quien también casi siempre abandonan las fuerzas durante la empresa emprendida.

Acababan de empezar los días de permiso de Navidad; la brisa otoñal era perfecta. Lo del pulmón de Madrid se podía quedar corto, el parque del Retiro hacía las veces de refugio de soledad a la par. Alfredo salió ese día a patearlo, solo, porque su mujer y su hijo sí tenían trabajo y colegio. Aquel día quería escribir algo: o debía hacerlo, no estaba muy seguro de si lo deseaba. Ese taller de escritura creativa lo tenía una semana sí y la siguiente también pensando en el próximo relato, comentario literario o cualquier otra tipología de ejercicio que le hiciera adentrarse un poco más en el difícil arte de unir palabras sin aburrir a un lector potencial. Quería, desde hacía algún tiempo, probarse en la creación literaria y, por medio de ella, en la comunicación con sus semejantes. Y para ello ya iba siendo hora de conocerse mejor a sí mismo.

Alfredo, un tipo del montón, de pelo encanecido a los cuarenta y pocos años y figura que prometía ser fondona al tiempo, estaba casado y tenía un hijo. Llevaba un tiempo probando con la iniciación en nuevos estudios universitarios, que siempre concluían con la primera convocatoria de exámenes parciales, en campos intentados pero cuyos fracasos consecutivos terminaban haciendo mella en él. Solamente quería tratar de cubrir la que él llamaba “su parcela”, sin saber qué planta tenía que cultivar en ella que pudiese fructificar (ya una profesora de Historia le percató en su momento de su corte humanista pero nada constante).

– ¿No tienes bastante con los niños? -le preguntó días antes sin ánimo de desanimarle su esposa, Luz, que siempre se olía la enésima frustración de su querido ‘inténtalotodo’.

– Ya sabes que me aburro: el trabajo, la rutina… No me siento realizado. Esto podría cuajar. («Tú, entretanto, puedes salir cuánto desees con tus amigas, reconozco que te tengo descuidada» -pensaba él, comprensivo hacia su mujer).

Esa mañana en el parque del Retiro no se le ocurría nada a este ahora aprendiz de escritor. «Demasiada paz», pensó. En busca de concentración, lo único que parecían posar en su mente eran los variados gorjeos de los pájaros: graves, altos, sordos, estridentes. «Parece una reunión de amigos, cada cual con su personalidad», se dijo. Le gustaban especialmente los machos, con sus colores y formas variados para atraerse a las hembras, pardas y sosas. De lo que no adolecía era de una capacidad natural de observar todo, a su alrededor brillaba la vida y él se preguntaba por qué no participaba de ello; o quizá todos andaban distraídos y ocupando el tiempo en lo que podían. «A saber», murmuró y se escuchó por primera vez esa mañana.

Era un día de sol y había dejado el automóvil en el parking cercano a la calle Alfonso XII: le apetecía esa transición de la civilización al medio natural. Le parecía distinguir bien ambas fases, y se veía como un cavernícola trajeado en el parque y como un urbanita con vaqueros en la avenida adivinada algo más allá. Eran impresiones, nada para un hilo conductor de relato alguno. «¿Qué escribir?», se decía una y otra vez. Los profesores virtuales explicaban en el campus circunscrito a su mesa de escritorio que lo primero de todo era desnudarse («toma, y lo más difícil», pensaba Alfredo en tanto arrancaba otra brizna de hierba).

Tenía sed. El helado de kiwi que había paladeado poco antes le hacía anhelar una botella de agua. Así que dejó el enorme árbol donde permanecía apostado. Entonces, al coger la senda que le llevaría al lado de la civilización, Alfredo vio una cara conocida.

– Pero…, ¡Marcos! -Un hombre de su misma edad, el inconfundible rubio de ojos verdes que prometía para psicólogo y cuyas charlas compartidas en el instituto les hacía desestimar el tiempo del recreo. Su amigo pretérito se le acercó con el rubor de los reencuentros y la ilusión de que la vida nunca transcurre sin que sus protagonistas dejen de hacer sus apariciones de vez en cuando.

– ¿Alfredo? Vaya, tío, qué pequeño es Madrid. -Veintimuchos años después, los inseparables compañeros de conversación trascendental coincidían en el pequeño reducto de naturaleza urbana de la capital. Se quedaron unos segundos repasándose mutuamente, hasta que al final Alfredo inició el interrogatorio.

– ¿Cómo te ha ido, rubio? –Lo apodaba así por razones obvias; el color natural del cabello de Marcos no había sucumbido a las canas.

– Pues ya ves. Al final ejerzo de lo que estudié. ¿Recuerdas que quería hacer Psicología? -su amigo lo escuchaba con una pequeña agitación, como queriendo organizar en su mente los recuerdos del pasado-. Qué poco te dejas ver, Alfredito.

Marcos era una persona que hablaba despacio pero seguro. “Nada del típico parlanchín que suelta palabras antes de pensarlas” –se decía Alfredo-. Siempre analítico, si bien igualmente fluido en una conversación.

– Qué suerte, porque yo estudié Biología, pero finalmente no continué con la Investigación; el dichoso inglés…

– Ya. Éramos de francés. Ahora hay bilingüismo –le consoló Marcos-. Bueno, pero también era lo que querías estudiar. También Historia del Arte, si es que se te daba bien todo, macho -sonrojo en el rostro de Alfredo.

– Sí, ya. Pero tanto estudiar cuando se tienen todas las fuerzas del mundo para no ejercer resulta frustrante. Nada, gané una oposición de chupatintas y aquí estamos. Además se cruzó en mi camino…

– ¿Quién? –imploró su amigo de la etapa adolescente. Quizá alguien común a ambos: a saber quién se había llevado al huerto al bueno de Alfredo.

– No, no era del instituto. La conocí después de la carrera. Una chica estupenda.

– Ah… -Marcos observó en su amigo un entusiasmo algo retenido-. ¿Te acuerdas de Macu? Estaba por ti, aunque está mal que lo diga. Y Cristina, que además era vecina tuya.

– Debían de pensar que yo era un estrecho. Solamente estudiar… -balbuceó Alfredo. Sus frases eran siempre de las que tenía uno que añadir el final.

Siguió un silencio. Los dos se pusieron a caminar. Parecía que Marcos seguía la misma dirección que se disponía a tomar Alfredo. Iban a abandonar en breve el parque: ya se empezaba a oír el tráfico rodado. El día, aunque empezó soleado, prometía nubes en un breve plazo de tiempo. El cielo del parque del Retiro avisaba por medio de eventuales bandadas de pájaros que parecían acompañar los repentinos regueros de hojas que se desprendían de los grandes plátanos por la ventisca.

– Pues yo sigo solo –continuó Marcos, despeinado ahora por el aire, y a quien le tocaba mover ficha en esa puesta al día-. Entablé alguna que otra relación, pero no ha cuajado nada. ¿Cuánto tiempo llevas tú con tu mujer?

– La friolera de quince años.

– Lo dices como quejoso –comentó Marcos-. Cuando dos personas están juntas mucho tiempo es una muestra de madurez.

Alfredo recordó la vena sentenciadora de su amigo, que parecía saber casi todo sobre la mente humana. El psicólogo le argumentó que aquello debía de ser bueno: estar mucho tiempo con alguien no tenía por qué significar dejarse llevar por la rutina. Tras un silencio inusualmente dilatado cuando dos amigos se encuentran después de mucho tiempo sonó un trueno, pero no desde el cielo:

– ¿Sabes cuánto tiempo llevamos sin hacer el amor? -Alfredo sorprendió a Marcos con una pregunta tan franca, después de años sin verse. Desde luego en su día se habían hecho muy amigos, tanto como para confiarse semejantes secretos. Pero esto había sido a bocajarro.

– Bueno, hombre… Supongo que la pasión ha dado paso al cariño, como se suele decir –trató de suavizar Marcos, que tampoco pretendía tales confesiones de su amigo, pertenecientes a una intimidad que no deseaba abordar.

Siguió otro silencio. Marcos no sabía cómo proseguir aquella conversación; quizá sería bueno cambiar de tema. Le violentó esa pregunta exclamada por su amigo y que denotaba un malestar inopinado. Pero igualmente le dio la impresión de que éste quería desahogarse por algo.

– Y ahora, ¿qué haces? –le preguntó, observando la libreta que llevaba su amigo consigo. -¿Tomas notas sobre algo, pájaros, plantas…?

– Escribo. O lo intento. Quiero crear, estoy cansado de estudiar. Pero es difícil, y…

– Ah. Tú eras un empollón en el instituto. Entiendo que has seguido estudiando, además de la carrera de Biología. Eso está bien… -le animó, para que de paso se tranquilizara. Por suerte el cambio de tema había surtido efecto.

– Sí, Marcos. Pero no acabo nada. Eso sí, me encuentro en un punto de inflexión. ¡Pienso escribir un relato! Tengo que sacar la creatividad a flote, no se puede ser un ratón de biblioteca toda la vida, y no legar nada a los demás.

– No estamos obligados a escribir un libro -río Marcos. Ya tienes un hijo, habrás plantado un árbol, seguro…-. Era evidente que Alfredo estaba ávido de hablar. Encontrarse los dos amigos había abierto una espita en su cerrado interior.

– Siempre fuiste callado, Alfredo -continuó Marcos. Entiendo que ahora todo lo que tienes dentro quiere salir de alguna manera; así que está muy bien eso de escribir.

– Ah, psicólogo –le interrumpió Alfredo-. Recuerdo el último año en el instituto, cuando me invitaste un día a tu casa para hacerme un test.

A Marcos le cambió la expresión. Alfredo tenía una memoria de elefante –como probaban sus notables y sobresalientes en casi todo-, y no se le olvidó el test.

– Sí, es verdad… Pues escribir es toda una válvula de escape, amigo mío.

– ¿Qué saqué en ese test, Marcos? -éste resopló.

– No era un test de inteligencia. Se trataba de un test de personalidad.

A Alfredo le decepcionó la respuesta de su amigo. Siempre quería que se le probara su inteligencia, lo de la personalidad le parecía un insondable que ni para el psicoanalista de Woody Allen.

– Ya. No me acordaba. Aunque ahora que lo dices… es verdad que eran preguntas un poco raras. Me gustaban más los tests que nos hacían en el instituto, o los psicotécnicos de las oposiciones.

Marcos meditó unos segundos. Por lo que habían hablado en ese rato camino de la salida hacia la Puerta de Alcalá, se le antojaba una papeleta contestar a Alfredo. Finalmente se lanzó (al fin y al cabo la Psicología no tiene por qué ser una ciencia exacta).

– Eran preguntas para tratar de deducir cómo se es, por lo que se dice, y también por lo que se oculta –dijo misterioso y adoptando ahora el semblante de un profesional de la mente hecho y derecho.

– ¿Y para qué me hiciste ese test? –preguntó un tanto incómodo Alfredo. A años vista lo que había sido un juego resultaba ahora algo así como una violación de su intimidad.

Hubo una pausa. Afuera comenzaba a sonar una melodía saltarina a cargo de un grupo de escolares que anticipaban la próxima Navidad, tiempo de regalos, de reflexión y de vuelta a empezar. Marcos no tenía más remedio que contestar a Alfredo, su amigo, empollón, padre de familia pero alejado ya de apasionamientos con su mujer, y que en el instituto siempre se había mostrado muy tímido con sus compañeras, incluso en el viaje de fin de curso, donde casi todo el mundo disfruta la edad y se manifiesta típicamente. Pero Alfredo no, y Marcos creía saber por qué.

– Tu test de personalidad revelaba que tus aficiones y tus ocupaciones no eran de las que suelen tener los chicos.

En ese momento, Alfredo terminaba de deshojar una margarita con la que empezó a juguetear poco después de reencontrarse con su amigo del instituto, el psicólogo (y rubio de ojos verdes) Marquitos.

SINOPSIS: Alfredo vive una etapa convulsa de su vida. Está en los cuarenta y tantos y aunque su estatus es de una aparente seguridad social y laboral, las dudas desfilan por su mente. La novela, de la que éste podría ser muy bien el primer capítulo -desde el cual nos remontaríamos al comienzo- bien podría llamarse: «Punto y seguido». Trataría, en fin, del devenir de una persona cuya aparente pasividad esconde un trasfondo misterioso.

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