Capítulo 1

Sueños de sal

¡Qué raro es vivir! Eso decía mi madre. Las cosas siempre ocurren en el momento equivocado, o demasiado pronto o demasiado tarde. No le faltaba razón. La muerte le sobrevino anticipadamente y yo me he quedado huérfana en plena adolescencia. Mamá no tenía ninguna enfermedad grave, pero sí una tristeza crónica que se le enquistó en el centro del alma cuando papá se fue. De papá solo tengo un recuerdo muy vago, pero es normal, yo era muy pequeña cuando lo vi por última vez. De todas formas, sigo con la costumbre de mirar su retrato cada día. Algo me dice, al menos esa es la impresión que tengo; que va a reaparecer de un momento a otro. Claro que pensándolo bien, podría haberlo hecho antes de que mamá se fuera… Dos cosas habrían sido diferentes, la primera, no me habría sentido tan sola en los momentos dolorosos, y la otra, el tío Carlos no me habría llevado a vivir con él y su familia. Soy una persona valiente, pero al cerrar y dar la última vuelta a la llave de casa he sentido miedo por primera vez en mi vida.

El desasosiego me ha invadido nada más llegar a mi nuevo hogar. Bueno, al hogar, si se puede llamar así, de mi tío Carlos (hermano de mi madre) , su mujer Consuelo y mis primas Marcela y Marina, gemelas, cuatro años mayores que yo. El recibimiento ha sido más bien frío por su parte. Pero no me toma por sorpresa pues, a decir verdad, hemos tenido poca relación familiar, y luego está lo de la diferencia de edad, que eso también marca bastante. De mi “tía”, —de ahora en adelante la llamaré así—, puedo decir que el nombre no le pega en absoluto. Consuelo es lo que ella necesita. Su cara es un poema que habla de renuncias y temores. Sobre todo en las cenas. Mira insistentemente a mi tío de reojo, como esperando su aprobación por algo, mientras él come sumido en un mutismo aterrador noche tras noche. Cuando todos nos hemos levantado de la mesa, él se queda sentado mientras toma la última taza de su café preferido antes de irse a dormir.

Mamá sospechó siempre que el misterio envolvía al tío Carlos. Decía que guardaba un secreto y que ese secreto le había cambiado el carácter. Y una tarde que el tío vino a merendar con nosotras se lo preguntó abiertamente. Por toda respuesta él soltó una carcajada, como para quitarle hierro al asunto, pero la verdad es que no lo consiguió y eso hizo que mamá siguiera con la mosca detrás de la oreja.


¡Uf, cómo pasa el tiempo! Hace ya seis meses que vivo aquí. Las cosas en el nuevo colegio no van mejor que en casa. Los estudios bien, pero cada día soporto menos a las monjas. No me quitan el ojo de encima, y me observan a todas horas. Luego, la profesora de religión me llama aparte y me aconseja que rece mucho, que la oración es milagrosa y hará que la tristeza desaparezca. Yo, obediente, rezo, pero la plegaria quitapesares no surte efecto, y decido no ir más a clase de religión. Lo único que me consuela de verdad es salir a la hora del patio por la puerta de atrás, sin que nadie me vea, y dirigirme al acantilado. Sentada allí en lo alto, me dejo embriagar por el paisaje marino. Nunca un paisaje, unos olores me han atraído tanto. Es mi rincón de pensar, y aunque al principio me daba un poco de vértigo, ahora cierro los ojos y me imagino allí abajo saltando de roca en roca, buscando tesoros escondidos y lugares recónditos donde enterrar mis sueños de sal.

Debido a mis ausencias de clase, la directora del colegio llama a mi tío y le dice que me he vuelto una joven rebelde, contestataria y poco religiosa. Por suerte, el tío Carlos no hace mucho caso de las quejas de la monja, ya que él tampoco comulga mucho con los dogmas. De camino a casa me dice en secreto que si por él fuera iría a un instituto público, pero la tía insiste en que una buena educación solo es posible en un colegio privado y regido por religiosas. Esa confidencia nos acerca mucho, y durante la cena cruzamos miradas cómplices que no pasan desapercibidas para la tía. Él me guiña un ojo, baja la cabeza y seguimos comiendo en silencio como es la costumbre.

Desde ese día, me gusta observar al tío mientras cena. Si que parece que tuviera un secreto, un secreto que no ha compartido con nadie. Tal vez mamá tenía razón.

Es como si viviera una segunda vida, sobre todo, cuando regresa de sus viajes. Cada final de mes se va de viaje. Él dice que es por negocios, pero sospecho que no es así. No siempre va al mismo país o ciudad. Unas veces viaja a Francia, otras a Alemania, a Inglaterra o a Suiza. A su regreso, viene con otra cara y cargado de regalos para todas. Durante unos días su semblante tiene una expresión dulcificada, y sonríe misteriosamente cuando cree que nadie le ve.

Lo que si está claro es que los tíos están cada vez más distanciados. Por regla general, los viajes del tío siempre han sido cortos, de apenas cuatro o cinco días, pero esta vez estará fuera unos diez o doce. Eso es al menos lo que nos ha dicho.


Han pasado tres días desde que el tío se fue. Tía Consuelo está nerviosa. Mira continuamente por la ventana y cada vez que suena el timbre pega un respingo, lo que hace que mis primas y yo nos interroguemos con la mirada. No tardan en llamar a la puerta. Julia avisa a la tía de que un señor la espera en el recibidor. Atisbo por la puerta entreabierta y veo a un hombre un tanto bohemio, con ese aspecto descuidado y coqueto que tienen las personas que viven solas. Y aunque la curiosidad es mucha por parte de las tres primas, la tía cierra la puerta al salir. No le hace falta decir nada, por su mirada intuimos que no debemos abrir aquella puerta bajo ningún concepto.

La visita ha durado escasos minutos y por lo que hemos podido observar por la cara de la tía, lo que le haya dicho el extraño personaje la ha trastocado notablemente. Casi al anochecer, la tía baja con un maletín de viaje, nos llama a las tres y nos comunica:

—Niñas, me tengo que ausentar unos días. Me han avisado de que una amiga está muy enferma y tengo que ir en su ayuda.

—¿Una amiga? —pregunto inocentemente—. ¡Pero si tú no tienes amigas, tía!

La tía Consuelo se da la vuelta con brusquedad y se enfrenta conmigo con la cara destemplada de rabia. Me mira fijamente, con tanta dureza, que siento que mis piernas flaquean; dice:

—¿Y tú qué sabes lo que yo tengo o dejo de tener, Irene? ¡No te metas en mis asuntos, te lo advierto!

Dicho esto y dirigiéndose a sus hijas, abre los brazos de par en par y se despide de ellas

—No tardaré mucho en volver. Dos o tres días como máximo. Le he pedido a Julia que esté pendiente de vosotras hasta que yo vuelva, así que espero que os hagáis cargo y no le deis mucha guerra, que la pobre ya es mayor y no puede con todo. Dadme un beso y prometedme que os portaréis bien, ¡vamos, aprisa, que se me hace tarde y tengo que coger el tren!

Marcela y Marina obedecen sin rechistar y salen a despedir a su madre. Yo me quedo allí quieta, de pie, rígida como una estaca, recordando las palabras de la tía. Siento miedo, y lo peor de todo es que no acierto a saber qué le he podido decir que la haya ofendido tanto. Al fin y al cabo, es cierto que la tía no tiene amigas… Yo al menos, en todo este tiempo que llevo viviendo aquí no le he conocido ni una.

Durante la ausencia de los tíos no tengo ninguna relación con mis primas. Desayuno sola, como en el colegio, y para cenar me preparo un sándwich y me lo como en mi cuarto tan tranquila.


Los días han pasado rápidamente. La tía acaba de llegar. Se la ve nerviosa y un tanto desorientada. Marina se preocupa por ella y le pregunta

—Mamá, ¿te sientes bien? Tienes mala cara.

La tía Consuelo le responde que solo es un dolor de cabeza, que se tomará un analgésico y se le pasará en cuanto se acueste para descansar un poco. Pero por la noche ni mi tía ni mis primas bajan a cenar. ¡Bien! Tengo todo el comedor para mi sola. Ocupo la silla de mi tío y me siento a la cabecera de la mesa. Nunca había visto el comedor desde este ángulo. Me gusta y me siento cómoda. Creo que es la primera vez que me encuentro en mi sitio desde que salí de mi casa.

La cocinera entra en el comedor y pone cara de sorpresa al verme a mí sola. Me sirve la cena con una sonrisa y me dice:

—Y te lo comes todo, que ya está bien de alimentarse a base de sándwiches.

El tío Carlos ha llegado hoy de su viaje más feliz que nunca. Está totalmente transformado. Con ropa nueva, de corte más moderno y colores veraniegos. Ha ganado en elegancia y eso le favorece mucho. Él lo sabe, pues se mira disimuladamente en el espejo de la sala y esboza una sonrisa de satisfacción.

Como siempre, ha venido cargado de regalos para todos, hasta le ha traído un recuerdo a Julia. Mis primas miran embelesadas sus pulseras de oro, las dos iguales para no fomentar discusiones tontas. A mí me ha traído lo más bonito que nunca nadie me ha regalado: una caja de música que toca la melodía de “Las hojas muertas”, la canción preferida de mamá. Me siento tan conmovida que le doy las gracias con dos besos sonoros. Marcela me echa una mirada asesina y, sólo con afán de imitarme y para no ser menos, da las gracias a su padre con falsa alegría y le besa en la mejilla. El tío está feliz, radiante, y tiene un extraño brillo en su mirada. Coge el último paquete, lo abre y saca un precioso fular de seda natural en tonos azules.

—Mira lo que te he traído, Consuelo. En cuanto lo vi pensé en ti, este color le sienta muy bien a tu tono de piel. ¿Te gusta?

La tía se levanta como un resorte de su asiento, le arrebata el foulard de la mano groseramente, lo tira al suelo y sale corriendo hacia su cuarto envuelta en un mar de llanto.

Mis primas y yo nos quedamos estupefactas. La tía Consuelo no es precisamente una mujer cariñosa, pero no acostumbra a demostrar sus sentimientos en público y, mucho menos, comportarse de manera tan descontrolada.


Desde aquel día las cosas han cambiado y de qué manera. Si antes de aquel misterioso viaje a Italia la relación entre mis tíos era casi inexistente, ahora prácticamente no se dirigen la palabra.

Se han acabado las cenas familiares. La tía y mis primas cenan las tres solas antes de que llegue el tío de la fábrica, y yo paso de unirme a ellas. Tampoco es que hayan insistido mucho.

Luego, cuando el tío regresa de la fábrica, Julia nos sirve la cena a nosotros dos. Y lo que antes era un tormento se ha convertido en uno de los mejores momentos del día. El tío Carlos ya no guarda silencio ni está triste; todo lo contrario, se le nota aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Hablamos de todo un poco: del colegio, de las vacaciones, y hasta se interesa por saber cómo me siento, detalle que me sorprende mucho, la verdad.

— ¿Qué te gustaría hacer en vacaciones?— me pregunta mientras pone cariñosamente su mano sobre la mía

— Ir de viaje a algún sitio que no conozca. Siempre sueño con ir a China o a Japón. Pero sé que eso es imposible porque no tengo con quién ir.

El tío piensa antes de responder. Se lo noto porque siempre se muerde el extremo izquierdo del labio inferior, como si quisiera masticar las palabras antes de lanzarlas.

—Efectivamente—dice ajustando su espalda al respaldo de la silla—. Si acaso, ese tipo de viajes los podrás hacer cuando tengas la mayoría de edad, pero por ahora….

— ¿Tío, la mayoría de edad es a los dieciocho o a los veintiuno?

— A los dieciocho, Irene. O sea… dentro de cuatro años

— ¡La cantidad de cosas que pueden pasar en cuatro años!

— ¿A qué te refieres exactamente?

— ¡Oh, a nada en especial tío!. Mamá me contaba que cuando ella tenía mi edad, soñaba con viajar a esos países. Pero el tiempo pasó y nunca pudo hacer realidad su deseo. Yo quiero ir a esos países en parte por mamá. Sería como cumplir su sueño

— Y claro que irás, pero a su debido tiempo. Las cosas, como los sueños, se cumplen cuando han madurado, como el viaje tan deseado de tus primas a Inglaterra. Están a tan solo quince días de irse. ¿Lo sabías, verdad?

— No, tío, no lo sabía… no me han dicho nada. Ya sabes que no soy santo de su devoción. Y…¿cuánto tiempo estarán en Inglaterra?

— Un año, quizá dos. Y es probable que la tía Consuelo se quede con ellas al menos los primeros meses.

La noticia me coge por sorpresa. La idea de estar sola en casa me gusta. Dentro de un mes terminará el curso y tendré todo el verano para andar a mis anchas.

Parece que el tío me ha leído el pensamiento y dice:

— Cuando termines el colegio te llevaré un día a la fábrica para que la conozcas, ¿te parece bien?

— Ya la conozco. Papá me llevó un día cuando era pequeña. Bueno, lo único que recuerdo es que me sujetaba muy fuerte de la mano y me decía ¡no te vayas a soltar de mi mano, Irene, es peligroso!

— ¡Pero criatura — dice el tío emocionado—, si eras muy pequeña ¡ ¿Cómo te puedes acordar de eso?

— Me acuerdo de tantas cosas… A decir verdad, más de las que me gustaría recordar.

Al oír mis palabras el tío se mueve nervioso en su silla y su cara se contrae un poco. Me parece que no le ha gustado el tono que le he dado a la frase…“más de las que me gustaría recordar”. Inquieto, se levanta. Suspira profundamente como queriendo deshacerse del desasosiego que siente. Me da un beso en la frente y añade:

— Bueno, vamos a dejarlo por hoy. Mañana tengo que levantarme muy temprano. Hay mucho que hacer en la fábrica.

Me quedo aferrada a la silla y me invade una sensación extraña. Tengo que reconocer que me ha sorprendido. No estoy acostumbrada a estas muestras de cariño. Me levanto y me voy a dormir.

SINOPSIS:

Con apenas catorce años, la vida de Irene cambia tras la muerte de su madre. Su tío Carlos la lleva a vivir a su casa con su mujer Consuelo y sus primas gemelas, Marcela y Marina, cuatro años mayores que ella. Una familia casi desconocida. Todo en aquella casa le resulta extraño; un secreto fluye en el ambiente.

Tras diversos acontecimientos familiares Irene descubre ese secreto familiar que en realidad, ella siempre ha intuido pero que se niega a reconocer y que está relacionado con la desaparición de su padre. Este descubrimiento la obliga a enfrentarse a la verdad y a madurar rápidamente en un mundo lleno de recuerdos que cree haber olvidado y ausencias que reaparecen misteriosamente. Una historia sobre el amor filial, el perdón y la venganza.

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