El empleado público

El empleado público

Gary Shea

14/02/2018

1

El país estaba cambiando, pero la situación de Domínguez permanecía inmutable. Habían pasado varios meses desde que había perdido su trabajo y encontrar uno nuevo no le resultaba nada fácil.

Tenía dos problemas graves a la hora de conseguir una entrevista: su edad (a los sesenta y dos años quedaba fuera del radar de la mayoría de las empresas) y el hecho de no contar con un título universitario. Este último impedimento lo había llevado a realizar trabajos manuales de todo tipo desde su egreso del colegio secundario; cualquier laburo, o changuita, valía para salir adelante. Pero era cada vez más difícil vivir de esa manera dada la preferencia de los empleadores por trabajadores jóvenes.

Domínguez se dijo que el próximo empleo sería el más importante de su vida, porque —a menos que durara muy poco— iba a ser su último. La jubilación se había vuelto el objetivo principal de sus días al que encauzaba todos sus esfuerzos.

Pero él era soltero, y jubilarse soltero era un plan poco atractivo, era preferible compartir su tiempo libre con una mujer que lo amara o que, en el peor de los casos, lo acompañara con un poco de conversación. Sin embargo, había un detalle que pasaba por alto: encontrar pareja a esas alturas del partido era una empresa tan ambiciosa como la de vivir de una pensión estatal.

No era un buen momento para estar sin trabajo. Acababa de asumir un nuevo presidente de la República y el futuro de la patria se concebía con mucha incertidumbre. Domínguez vio en vivo el discurso del flamante líder, pletórico de promesas, algunas de las cuales se cumplieron pocas horas después de que éste se asomara al balcón de la Casa Rosada.

El dólar estadounidense había vuelto a tomar su color original, dejando miles de argentinos con dólares azules que ya no tenían valor alguno. Esta primera medida fue acompañada por la de levantar el famoso cepo que llevaba una década tendido sobre el suelo en un lugar ignoto. Nadie sabía lo que era el cepo y hasta el gobierno anterior negaba su existencia, pero el nuevo presidente mandó levantarlo y sostenerlo a diez metros del piso a través de un complejo sistema de poleas. Muchos porteños se pusieron contentos.

Corrían tiempos de crisis y a Domínguez le quedaba poco y nada de la indemnización recibida de su último laburo. Fue una sorpresa entonces cuando le llegó un correo electrónico con aspecto de spam invitándolo a una entrevista. Desprovisto de remitente, el mensaje iba dirigido personalmente a él, facilitándole el nombre del lugar y la hora del coloquio con la promesa de un muy buen sueldo y condiciones laborales insuperables.

La primera impresión que tuvo fue que detrás de ese mail se escondía un intento de hurto. El ladrón le había pasado una dirección con el propósito avieso de tenderle una trampa. Allí lo estaría esperando, listo para despojarlo de sus pertenencias. Después de un breve momento de reflexión, Domínguez se dijo que eso sería imposible: él no era dueño de nada, era un pobre tipo sin plata, ni trabajo, a la espera de cobrar una jubilación escueta. Quizás se dejaba llevar por el cinismo, común en él después de décadas sumido en el infortunio; quizás se trataba efectivamente de una entrevista laboral, tal como el asunto del correo indicaba. Pero de ser así no entendía cómo habían conseguido sus datos, cómo sabían su nombre, cómo sabían que él, Domínguez, un hombre mediocre, sin contactos ni influencias, andaba buscando laburo.

2


Grieta

Del ant. crieta, y este del lat. vulg. *crepta, sínc. de crepĭta, part. pas. de crepāre ‘crepitar’, ‘estallar’.

1. f. Hendidura alargada que se hace en la tierra o en cualquier cuerpo sólido.

Sus nervios eran normales aquel lunes caluroso de diciembre. El sol, ya abrasante a las ocho de la mañana, provocó una alerta meteorológica propia de esa época del año. De modo que el afán del viejo Domínguez de impresionar con pantalón, camisa y saco, hacía oídos sordos a las advertencias médicas de los noticieros. Su objetivo primordial era llegar al lugar con la ropa seca, mantener intacta la buena presencia, pero la combinación de colectivo y subte en hora pico lo echaron por tierra.

Antes de entrar al edificio Domínguez se encontró por primera vez con su sentido común, que le advirtió de la poca sensatez de sus acciones: aceptar la invitación a una entrevista de un total desconocido, sin saber qué trabajo era, sin siquiera haber enviado una solicitud previamente. Esto no es Disneylandia, se dijo, acá en este país nadie te regala nada.

—Al fondo del pasillo a la izquierda están los ascensores. Te esperan en el piso doce.

A pocos metros de la puerta, donde Domínguez debatía con la duda, el portero del edificio mangueaba la vereda, empeñado en gastar la cantidad de agua que fuera necesaria en liberar el camino de hojas sueltas.

—Entrá nomás —dijo sin alzar la vista de su quehacer.

En el ascensor Domínguez usó el espejo para acomodarse la corbata, taparse las entradas con el flequillo ralo y canoso. Para él los años habían pasado a la misma velocidad vertiginosa con que ahora subía al piso doce, y se percibían claros en su ropa remendada, en su calzado deslucido. Había quedado en la época en que no se tiraba nada, en que los zapatos conocían varios gobiernos y los televisores pertenecían a familias por más años que las mascotas.

Cuando se abrieron las puertas metálicas, Domínguez seguía contemplándose en el espejo, donde vio aparecer el reflejo de un hombre con la mano extendida.

—Bienvenido a la Comisión de Accidentes.

Había ido a muchas entrevistas en su larga vida, pero nunca había sido recibido con un saludo ceremonial, como si fuera una persona importante.

—Vos sos Domínguez, ¿verdad? Yo soy el director.

El director lo llevó a una oficina luminosa, sin más mobiliario que un escritorio y dos sillas. Lo invitó a sentarse con un gesto de la mano. Del ambiente minimalista no se extraía más información sobre el lugar.

La entrevista transcurrió como un trámite. No fue una prueba de aptitudes sino la confirmación de los horarios a cumplir. A los pocos minutos de haber llegado Domínguez firmó un contrato por la primera vez en su vida sin saber en qué consistía el trabajo, seducido por las condiciones favorables: seis semanas de vacaciones al año, medicamentos gratis y un sueldazo (sin especificar cuánto), que acabaría con su costumbre de cuidar el bolsillo.

La Comisión se encargaba de investigar cualquier tipo de accidente ocurrido en el suelo nacional (pero más que nada accidentes de tránsito, trenes, aviones y barcos). Dependía del Ministerio de Transporte de la Nación.

El director dijo que la encabezaba desde hacía tres años, lo que significaba que él y su equipo eran sobrevivientes del gobierno anterior.

Domínguez, envalentonado por el contrato ya firmado, le preguntó cómo había hecho para no caer con la gestión anterior, una verdadera hazaña en tiempos de ruptura política.

La reacción del director fue levantarse y dirigirse hacia la ventana. Su rostro cobró un matiz ceniciento.

—¿Ves ese estacionamiento ahí abajo?

Domínguez interpretó la pregunta como una invitación a acercarse a la ventana.

—No sé si lo llegás a ver desde acá, pero para nosotros es más que evidente. Es la grieta de la que vienen hablando todos, que divide el norte de la ciudad del sur. Se abrió hace unos meses, antes de las elecciones, y cada día se fue haciendo más grande, hasta que empezamos a temer por los cimientos del edificio. Sin embargo, se detuvo el avance y permanece ahí a sólo dos metros de la medianera.

Volvieron a sentarse.

—Durante la campaña el nuevo presidente habló en muchas oportunidades de cerrar la grieta, y mirá que yo le creí, pero desde que asumió no pudo hacer absolutamente nada. Mientras tanto nosotros quedamos del lado del gobierno, en el norte de la ciudad. Si te digo la verdad, mi hipótesis personal es que no sabían que nosotros existiéramos; somos una dependencia estatal chica, de perfil técnico. Cuando el oficialismo nos descubrió le prometimos fidelidad y hasta ahora funcionó, seguimos trabajando igual que antes, cobrando un sueldo. Pero claro, no se olvida de que una vez formamos parte del jotismo. Es una situación delicada.

El director era una persona segura de sí misma, de aspecto clásico y estudiado. Hablaba fluido, sin necesidad de muletillas o pausas. Evitaba el contacto visual con su interlocutor.

En ningún momento de la entrevista surgió el tema del mail anónimo recibido por Domínguez. Se habló solamente de la Comisión y cómo funcionaba. Se dividía en dos sectores: el de investigación, donde especialistas investigaban los accidentes ocurridos en la ciudad de Buenos Aires; y el de imagen, donde un grupo de empleados difundía información sobre el trabajo realizado. Domínguez fue asignado a este último grupo.

—Creo que va perfectamente con tu perfil.

El director lo llevó al piso 13.

—Te presento a mi equipo de imagen. Tenemos un diseñador gráfico, un fotógrafo, dos periodistas y un coordinador.

Ninguno de los mencionados apartó la mirada del monitor de su computadora. Trabajaban en silencio, cada uno con una bandera nacional en miniatura y una foto enmarcada del presidente sobre su escritorio.

—No sabía que el Señor director pensara tomar gente nueva —confesó el que había sido señalado como el coordinador, en una tonada que no era propia de la ciudad de Buenos Aires.

—Despertate, Franklin. Te lo dije la semana pasada —dijo el director, molesto.

—No me acuerdo.

—Bueno, no importa. Desde el lunes… Haceme acordar tu nombre.

—Domínguez.

—Bien. Desde el lunes, Domínguez será parte del equipo de imagen, ¿estamos?

A dos metros la puerta de entrada el portero seguía lanzando chorros de agua sobre la vereda.

—Nos vemos el lunes —gritó.

Domínguez lo saludó alzando la mano en que llevaba el contrato recién firmado sin preguntarse por qué ese hombre sabía todo. En el camino al subte se quitó el saco y se lo colgó del brazo. Su frente se perló de un sudor espeso. La temperatura había subido varios grados, dando comienzo a una tremenda ola de calor que habría de durar meses.

3


Cambio

Del lat. tardío cambium, y este del galo cambion

3. m. vuelta (‖ dinero)

Los medios de comunicación del norte se repetían con el mismo tema: el cambio. Según los periodistas, que se llevaban maravillosamente bien entre sí, había llegado por fin el cambio al país.

Aquella tarde bochornosa de la entrevista, Domínguez llegó feliz a su casa. Prendió el ventilador de pie, que era su único recurso de refrigeración, y empezó a desvestirse delante del viejo Grundig para ver el noticiero.

Se transmitía un informe del periodista más célebre del norte de la ciudad, Fabio Scherzando, quien explicaba con lujo de detalles lo que era el mentado cambio.

Resulta que el nuevo presidente, un demócrata de la primera hora, había tomado conciencia de un problema grave en el día a día de los argentinos. Desde el sillón de Rivadavia, dio a conocer una reforma monetaria que garantizaría que los supermercados, quioscos y locales popularmente conocidos como chinos siempre dispusieran del cambio exacto para sus clientes, quienes se habían acostumbrado al redondeo alevoso en su contra. Con la nueva legislación quedaba terminantemente prohibido el uso de caramelos, bombones, o cualquier tipo de dulce como sucedáneo de monedas.

Scherzando, un periodista muy hábil para el análisis, vaticinó una resistencia feroz por parte de la mafia china que, según las malas lenguas, lucraba de manera abusiva con su política de reemplazar las monedas de curso legal por artículos comestibles. Dijo que ese tipo de acciones, entre otras cosas, había contribuido a la abertura de la grieta.

A Domínguez le sorprendió la importancia con que Scherzando trataba la reforma monetaria. Por supuesto, era una buena medida, pero tampoco ameritaba un informe periodístico de media hora. El calor asfixiante de ese verano había empezado a mostrar sus secuelas en la gente, se dijo.

El único cambio significativo en la vida de Domínguez era que al lunes siguiente comenzaría a ser un empleado público. Cuáles serían sus funciones seguía siendo un misterio.


SINOPSIS

El viejo Domínguez está a dos años de cobrar una jubilación mínima y no tiene un peso. Es el peor escenario posible para alguien de su edad en tiempos de crisis y con un nuevo gobierno inestable.

Soltero y tecnológicamente analfabeto, Domínguez lleva varios meses buscando trabajo en un mundo de jóvenes. Un día le llega un correo electrónico, de remitente anónimo, invitándolo a una entrevista. El desconocido, que parece conocerlo, le promete un buen sueldo y condiciones laborales insuperables.

Domínguez no entiende cómo consiguieron sus datos y tampoco se le ocurre que el mensaje sea spam. Al día siguiente acude a la dirección provista en el mail, donde lo recibe el director de la Comisión de Accidentes, una extraña dependencia estatal.

Sin saber cuáles serán sus funciones, Domínguez firma un contrato y comienza a trabajar de empleado público. Feliz de estar ganando un sueldo, aunque todavía no sabe cuánto, va todos los días a la oficina de la Comisión sin que le asignen tareas.

Así transcurren los días, con una lentitud exasperante, hasta que un día el viejo Domínguez se da cuenta de que le están pagando por no hacer nada.

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