CAPÍTULO PRIMERO

Algunas mañanas, bajo la ducha, te gusta cantar, dejar que el agua tapone tus oídos y escuchar sólo tu voz. Mientras el vapor empaña los espejos y crea un ambiente de cálida irrealidad, te gusta imaginarte que tienes la piel negra y que tu voz tiene un aire a la de Billie Holiday; sabes que no es posible y que, en todo caso, el color de la piel no cambiaría mucho las cosas, pero no es más que una ensoñación, un juego, co

mo si fuera posible ser otra persona sólo con imaginarlo. Ser Billie Holiday, pero sólo en los momentos en que ella estaba sobre el escenario y era la reina del mundo y la diosa del jazz. En otros aspectos de su vida no la envidias lo más mínimo y, en todo caso, a veces crees que podrías parecerte más a su madre, tan inmadura para ser su madre que seguramente nunca supo serlo. Siempre has sentido una cierta atracción por esas mujeres desvalidas y frágiles que sus propios hijos toman bajo su cuidado, pero también eso puede ser fruto de la fantasía y de tu necesidad de justificarte, de explicarte las cosas y de ver que lo que te pasa a ti no es algo único, sino que lleva repitiéndose a lo largo de la historia de la humanidad. «Tienes la voz como esas negras pero tus tetas son mejores», te ha soltado más de un cliente que tiene ganas de tomar una copa contigo después del conciert

o; te lo dice así, de sopetón, en un inglés modulado por el alcohol o simplemente haciendo gestos con la mano y tratando de agarrarte para tocarte el culo. Otros te largan una parrafada en holandés de la que no aciertas a comprender más que el nombre de ciertas partes del cuerpo, pero ves en sus ojos que no deben de decir nada muy diferente de lo que te dicen en inglés o de lo que te decían hace mil años en español, en la Cuesta de Segovia, en el antro donde empezaste a cantar animada por Carlitos, el hombre más feo y más bueno que has conocido nunca, un compañero de instituto que te encontraste por

casualidad o porque existe Dios en la puerta de El Corte Inglés de Princesa y que después de varios cafés te propuso cantar con él algunos de los temas en los que ambos habíais coincidido al hacer un resumen de los quince años que llevabais sin veros. Entonces te das cuenta de que en todas partes es igual, que te han estado escuchando toda la noche porque no tienen otra cosa mejor que hacer, pero que no se dan cuenta del aquelarre del que acaban de ser testigos: cuatro músicos sobre el escenario convocando a todos los grandes Maestros del Jazz para elevarse sobre sus propias aspiraciones, sobr

e la propia realidad, para ahogar la pena de no ser más que cuatro músicos en un garito de Ámsterdam al que la gente va porque se está caliente, tiene buen güisqui y sirven tortillitas de camarones con miel de caña, toda una extravagancia en este país de arenques, queso y patatas. Como, además, nunca has sabido encajar el golpe que te produce que te hablen de tu belleza, hace ya tiempo que no te tomas nada ni con los clientes ni con nadie; aunque no tengas que madrugar al día siguie

nte, te despides de los compañeros y de Joost y te marchas andando hasta casa, que eso es lo bueno que tiene Ámsterdam, que nadie se va a meter con una mujer que vuelve sola a casa a cualquier hora de la noche, porque con cuarenta años eres invisible, entre los canales y las bicicletas, para los ojos de los holandeses tan acostumbrados a cualquier extravagancia siempre que des las buenas noches y no pretendas acercarte a entablar una conversación y mucho menos una amistad.

Pero a veces, cierras los ojos y te imaginas que estás en el Cotton Club y que llevas un vestido de lentejuelas que se te ajusta al cuerpo y que las notas salen amargas de tu garganta para enredarse en el humo de los cigarrillos de los admiradores que llenan la sala. Al abrir los ojos estás no estás en el Cotton Club, sino en el Carne trémula, y en los garitos de Ámsterdam en los que actúas ya ni siquiera dejan fumar, así que, por muy brillante que sea tu actuación, tienes que conformarte con ir dejando tus canciones entre las mesas llenas de mojitos y güisqui con Coca­-cola, y hacerte oír por encima de las conversaciones de las parejas que discuten acerca de la decoración del local y de los grupos de españolas que se escapan un fin de semana de casa y se sienten como Thelma y Louise al borde del abismo y, aprovechando que allí aún acude algún hombre solo a escuchar música y emborracharse en paz, le miran descaradamente y lo comparan con sus respectivos maridos o ex maridos: «mira a ese, más borracho que una cuba y se cree el rey del mambo, mira cómo le pone ojos tiernos a la cantante»; «claro, como el mío, y mientras, yo, bañando a los niños, dándoles de cenar y calentando la cama. Pues ahora creo que duerme en una cama fría, porque no le hace caso ni el Tato»; «ya te digo, pero si me lo crucé el otro día y casi ni le conocí; parece casi tu padre».

Haces esfuerzos para no integrarte en las conversaciones, por no decir que tú también eres española y conoces a alguno de esos de los que hablan y dar también tu opinión. Algunas canciones puedes cantarlas sin pensar en lo que dices y poniendo la oreja en las conversaciones ajenas; pero otras veces, cierras los ojos y te concentras en el sonido del piano, del bajo y de tu propia voz que te parece que se va volviendo más amarga con los años, «sí, cielo, pero cada día tienes la mirada más dulce», te dice Joost, el encargado del local, un homosexual que es lo más parecido que tienes a un amigo en Ámsterdam y en el mundo entero. No es fácil hacer amigos cuando se llega a una ciudad nueva en la que, por más que hables inglés, hasta que no eres capaz de articular unas cuantas frases en holandés, te siguen considerando una turista que está allí de paso y que, por tanto, es inútil tratar de intimar con ella porque más pronto o más tarde se marchará. Quizá por eso te matriculaste enseguida en una academia para aprender holandés y ahora, después de año y medio, eres capaz de caminar entre esta población de gigantes sin hacer a cada rato ademanes bruscos para esquivarlos, y de entender las conversaciones que mantiene la gente en el tren a través de sus teléfonos móviles. Sin embargo, tampoco hablando su idioma has conseguido calar en el corazón de los holandeses; tampoco ellos han conseguido entrar en el tuyo. Y aunque cruzas unas palabras con la chica que vende el pan y que te ofrece cada día docenas de clases diferentes de hogazas que aún te cuesta diferenciar, y el de la tienda de cómics te mantiene al tanto de las novedades de Marvel y compartís una cerveza y unas bolas de carne de vez en cuando, no tienes mayor interés en llegar a mucho más; en realidad, a nada más.

Cuando Joost te dice esos piropos obscenos que sólo él te dice, aunque no llevas un vestido de lentejuelas pegado al cuerpo, sino uno de licra que consigue que te marque el pecho pero que te queda algo flojo a la altura de la barriga y del culo para no marcarte las bragas ni los michelines, te justificas, «joder, Joost, que yo nunca he tenido la tripa plana como una tabla como las de las niñas de ahora, que lucen los piercing en el ombligo y les quedan de impresión; que siempre he sido de tripa redonda. Los vestidos de vampiresa, para las vampiresas, que yo no tengo ya ni edad ni ganas», «tú lo que estás es tonta. Tienes los treinta años más macizos que he visto nunca» «ya quisiera yo, casi cuarenta, Joost», «pues dices que tienes treinta y cuela, guapa. Y no tienes la tripa plana, tienes una barriga que pone cachondo hasta al más maricón», «o sea, a ti». Y entonces te sientes bien, como si pudieras volver a comerte el mundo otra vez, como si ese cuerpo que en España te parecía tan grande y tan torpe pudiera tener su momento de gloria en Holanda.

  • – Ya me voy más contenta para casa, ya ves. Es verdad que hace un siglo que un tío como es debido no me mira, pero al menos a ti, que eres el hombre más guapo que me he echado a la cara, aún le gusto.
  • – Te has empeñado en no gustar, pero eso se te va a ir pasando. A mí me pones un montón, Sirena, que puedo ser maricón pero no gilipollas, y sé ver dónde hay una mujer con fuego en el cuerpo. Soy fiel hasta la médula y ahora estoy con Papito, pero si tuviera ganas de una revancha o un desliz, serías la primera a la que acudiría. De todas formas, guapa, deberías probar a hacer amigos fuera del barrio, porque aquí, como no sea para llevarte de compras, no tienes nada que hacer con ninguno.
  • – ¿Te puedo preguntar una cosa?
  • – Claro, y hasta es posible que te conteste, dime.
  • – ¿Te has acostado con mujeres? -casi te parece una osadía lo que estás preguntando, pero en el ambiente de la noche de Ámsterdam parece que todo vale incluso para ti.
  • – Me he acostado con varias, sobre todo antes de reconocer que me gustaban los tíos, pero sólo he hecho el amor con una, lo demás fueron calentones sin importancia.
  • – ¿Y qué pasó, no le gustabas?
  • – Pasó que me hizo daño o que se lo hice yo a ella, no me acuerdo, como me pasaría si me enamorara de ti. Seguimos siendo amigos porque necesito tenerle cerca de vez en cuando. Ahora, estoy con feliz con Papito y no me planteo nada más.
  • – Papito es un chulazo y te va a joder la vida, lo sabes ¿no? -desde que le conociste no has podido evitar sentir un rechazo que parece ser mutuo hacia ese grandullón de músculos enormes y cabeza rapada.
  • – Tienes que salir por otros barrios, que en este…
  • – Joost, lo sabes ¿no?
  • – Que si sé qué.
  • – Que te va a joder la vida.
  • – Para eso ya estáis las mujeres -esboza media sonrisa para no hacerte sentir mal y dejar zanjada una conversación que se ve a la legua que no le está gustando-. Lo sé. Pero igual esta vez, no. Anda, vete ya y no metas el dedito en la llaga que me vas a hacer llorar otra vez; bastante he llorado hoy cuando cantabas I’m fool to want you.
  • – No la cantaba pensando en ti. O sí; no lo sé. ¿Conoces la versión de Chet Baker?
  • – Anda, vete yendo. ¿Que si conozco la versión de Chet Baker? Claro que conozco la versión de Chet Baker, ¿con quién te crees que estás hablando? Mi madre me daba la teta escuchando a Chet Baker. No te jode con la niñata. ¿A que tú no sabes que murió aquí, en Ámsterdam, en un lugar mucho más presentable de lo que su reputación hubiera considerado conveniente? Toda la vida malgastada con una muerte tan correcta, qué pena. Y ahora vienes tú y me preguntas… Dicen que se cayó por la ventana del hotel, que estaba colgado, como siempre, y perdió el equilibrio. Pero eso es muy difícil; nadie se cae por una ventana cuando está en su habitación fumándose unos canutos y silbando una canción. Echó a volar.
  • – Bueno, vale, perdona mi atrevimiento. No te enfades conmigo -dices, y dibujas una de esas sonrisas que sabes que son efectivas pero que no sueles emplear porque se te olvida que la tienes-. ¿Te veo el próximo martes?
  • – Claro. Nos vemos aquí. Cuídate mucho, Sirenita.

Claro, qué vas a hacer el próximo martes que sea mejor que encerrarte un rato en el Carne trémula para susurrar palabras crueles al oído de los noctámbulos adictos a la melancolía. Los martes es el día que nadie quiere salir de casa, en el que todo da pereza y sólo los que tienen mono de música y alcohol llegan hasta allí; un público muy diferente al de los viernes como hoy. Actúas en el garito de Joost todos los martes y un viernes al mes, porque le pediste, casi le suplicaste a Joost, que te dejara cantar un viernes para «clientes que no me miren siempre como si estuvieran a punto de suicidarse».

  • – Los viernes ya tengo el local lleno, Sirena. No me hace falta que me hagas de gancho para atraer a la gente. Además, no están interesados en oírse más que a sí mismos. No te castigues; los viernes son para la gente feliz. Quédate en casa.
  • Un viernes al mes, por favor. Déjame ver cómo es el mundo de los demás. Déjame.

Un viernes al mes y todos los martes del año, pero el mundo de los demás te sigue siendo ajeno.

SINOPSIS

Valentina ha llegado a Ámsterdam buscando un lugar donde esconderse. Pretende ahogar en los canales de la ciudad los recuerdos de ese otro ahogamiento que la tortura, cuando su Ángel se fue. Si al menos pudiera saber lo que pasó, podría escribir sobre ello, perdonarse y exorcizar el dolor y la angustia.

Su único amigo en la ciudad es Joost, medio andaluz y medio holandés y propietario del Carne Trémula un Café- Concierto en el Barrio Rojo de Ámsterdam.

Joost le da la oportunidad de cantar dos veces a la semana en el Carne Trémula; a Valentina la acompañan Nacho, el saxofonista, Carver al piano y Slowly, un negro flaco y mentiroso que toca el contrabajo con cierta tendencia a la verborrea. Juntos interpretan temas de Marvin Gaye, Billie Holliday, Tom Waits o Djavan. Cada día que tocan juntos cambian el repertorio aunque siempre acaban con Almost blue de Chet Baker. Los cuatro comparten la intensidad de unos momentos mágicos; interpretan para mujeres en despedida de soltera, holandeses melancólicos y borrachos de todas las nacionalidades, pero ninguno conoce demasiado a los otros y menos aún a Valentina. Nadie sabe qué le trajo a Ámsterdam, una “ciudad en la que todo se acepta y cualquier rareza parece normal”.

A pesar de los momentos de confidencias, ni siquiera Joost sabe que Valentina da cobijo en su casa a una sirena adicta a las drogas y a la película “Imitación a la vida”, que lleva tatuado en el cuello las palabras estoy aquí o que, a su pesar, posee el don de leer los pensamientos de las personas con las que habla. Una mierda de don, porque es imprevisible, no se puede contar con él porque aparece y desaparece sin tener en cuenta la voluntad de Valentina, lo que contribuye a que se plantee con seriedad si está cuerda o loca. Si ha llegado a Ámsterdam a recuperar la memoria o a dejarse morir.

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