el mes de los caracoles

el mes de los caracoles

amanda espinel

14/02/2018

[1] 16 DE MAYO
la muerte de Lola.

– Nunca olvidaré esas palabras…- me contaba mientras yo observaba uno de sus pechos derramándose sobre su torso, y el otro apoyado en el colchón – Es curioso; cada palabra, cada imagen, cada sonido se queda grabado en nuestra mente para siempre, y se transforma en recuerdos, en hábitos, en miedos, incluso en sueños…- yo la escuchaba sin dejar de deslumbrarme con su hermosa piel, cubierta hasta la cadera por las sábanas. Era preciosa. – Estábamos en un convento, allí vivía una prima de mi madre. Yo era muy pequeña, no recuerdo ni la ciudad, ni el año, sólo la capilla del convento, la cara de la prima encapsulada en aquella cofia negra y esa conversación. – ella era un caramelo. Caramelo el color de su pelo, caramelo el olor de su cuello, caramelo el sabor de su boca, y sus dos ojos, caramelos. – Yo estaba asustada, había demasiadas imágenes inmóviles que parecían tener vida, y mi madre charlando con el cura sin prestarme atención. Sólo recuerdo una frase, que no sé de dónde venía, ni a donde iba. Mi madre que suele hablar más de la cuenta, como siempre, aireando la vida de los demás soltó algo como: “y me dijo que preferiría que su hija fuera puta antes que monja”. Ella indignadísima, el cura muy orgulloso y yo confundida. Era una niña y en realidad poco sabía sobre la vida de una puta, pero al menos era consciente de que no vivían encerradas tras una reja, tapando sus cuerpos de la ceja al tobillo y regentadas por un cura, que alternaba libremente con parroquianos y turistas.

– La verdad, yo no sabría decirte si preferiría que mi hija fuera puta o monja. – le dije algo asustado de su posible reacción. Ella era temperamental en la cama, y en la vida, y a veces, imposible predecir. Pero yo seguía mirándola con una sonrisa que me atravesaba el rostro, y a la espera de poder seguir admirándola, fuera cual fuera su respuesta.

– ¿Crees en Dios? – me preguntó sin más preámbulos.

– Bueno…eh…creo en algo, no sé si en un Dios.

– Esa respuesta está vacía, y además es la que dan todos los que temen creer en sí mismos.

– Creo que hay una energía que es más fuerte que yo. También creo en mí mismo, y en mi capacidad de dominar mi vida, pero hay cosas que se nos escapan de las manos, que no dependen sólo de nosotros. – Sus ojos abiertos me miraban como un niño escuchando un cuento antes de dormir. Yo me embobaba en sus pupilas brillantes y dibujaba la línea de su cuerpo con mi dedo. – ¿Crees tú en Dios? – le pregunté.

– Yo no creo en nada. Y en todo a la vez. He visto tantas cosas increíbles, y me sé tantas mentiras, que creer para mí es simplemente una expresión sin mucho significado. Hoy podemos estar de todo corazón convencidos de algo y descubrir mañana que era una farsa. Podemos negar con todas nuestras fuerzas algo que al final se delata ante nuestros ojos. A veces, no puedo ni creer en mí misma, pues hoy me convenzo de verdades que en el futuro serán mis mentiras.

– ¿Por eso nunca serías monja? – le pregunté bromeando.

– No sería monja porque soy puta. –me pellizcó la barriga.

Se levantó de la cama y se puso frente al tocador. Canturreaba, mientras se cepillaba su largo pelo enredado, algo que así decía: “Dame limosna de amores, Dolores, dámela por cariá…”.

Se contemplaba orgullosa de su belleza. Movía el pelo, se acicalaba las puntas. Subía los brazos y los apoyaba en su cabeza. Me miraba coqueta y sonreía al descubrir, aunque estoy seguro de que ya lo sabía, que yo la andaba mirando, boquiabierto y embelesado, por los quejidos de su garganta y los cimbreantes movimientos de su cintura. Era una rosa mecida por el viento.

– Hoy hace veinte años que se fue la Faraona. – dijo mientras buscaba ropa en su cómoda. – Era una gran artista. Aunque yo era muy pequeña cuando murió, me gustaba ver sus películas para después en mi cuarto a bailar como ella. Era brillante. Una mujer brillante en un mundo de hombres grises. – yo no hablaba, me contentaba con escucharla.

Seguía revolviendo sus cajones, sacando camisas y desparramándolas por el suelo de la habitación. Se probaba una, se miraba y cogía otra. Yo seguía metido en las sábanas, que olían a nuestro sexo, observando el espectáculo. Sabía que en poco tiempo debía irme de allí, pero me gustaba alargar al máximo cada segundo que pudiera disfrutar de su presencia. Me acurrucaba como un bebé y esperaba esos besos que me traía cada pocos segundos. Esperaba sus cosquillas y sus mordiscos, envuelto en esa tela que olía también a amor, o al menos eso me gustaba creer a mí. Venía y se iba, deseando que la agarrara con mis brazos y que no pudiera escapar, ese era uno de sus juegos favoritos: no dejarse atrapar. Pero al final siempre se dejaba embaucar por mis abrazos, pues el siguiente juego le gustaba más todavía.Forcejeábamos un poco, sólo para entrar en calor y que, al desnudarnos, el frio no nos erizara la piel. Nos revolcábamos por toda la cama, a veces, yo la aplacaba con mi cuerpo y la miraba desde arriba agarrándole las muñecas por encima de su cabeza. Ella intentaba soltarse, pero ni podía ni quería. El calor del juego y el movimiento se convertían en el rojo de sus cachetes, su pecho se alzaba respirando fuertemente y sus piernas pataleaban como último recurso para intentar escapar de mí. Yo acercaba mi boca a su cuello, le hacía cosquillas con la barba y mi respiración. Se ponía muy nerviosa y no podía dejar de gritar y reír. Mordía suavemente sus orejas. Sus vellos se escarpaban instantáneamente. Mis grandes labios, más grandes casi que toda su cara, se paseaban por su cuello, largo y esbelto. Su profunda respiración sonaba al compás de mis latidos y el olor a caramelo comenzaba a evaporarse de la superficie de su piel.

Golpearon la puerta.

– No abras – me dijo. No pensaba hacerlo de todas formas.

Volvieron a golpear

– ¡Abre! Ha pasado algo. – gritó una voz temblorosa al otro lado de la puerta.

Ella se levantó de un salto. Me dio la sensación de que esa alarma ya era conocida por allí. Estaba preocupada, pero no sorprendida.

– ¿Qué ha pasado? – contestó, dejando pasar a su desconsolada compañera.

– Joder… – gimoteaba – Es Lola.

– ¿Qué ha pasado? ¡Hijo de puta! Voy a matarlo – respondió automáticamente. El rojo de sus cachetes provenía ahora de una ira visceral.

– Él no tiene nada que ver. Al parecer ha sido un accidente – su compañera casi no podía articular palabra. Esas mujeres estaban acostumbradas a las malas experiencias, pero creo que habrían encajado mejor esa noticia si él hubiera sido el culpable de aquello.

– ¿Cómo un accidente? ¿Qué accidente?

– Iba en bicicleta…no sé cómo se ha caído. – la chica estaba tan nerviosa que no atinaba a enlazar las frases. – Está en el hospital.

– ¡Vamos! – dijo. Corrió hacia la cómoda, cogió cualquier camisa de las que antes había estado desparramando por el suelo y se puso el primer pantalón que vio en el cajón. Me dirigió una breve mirada. Un “no sé cuándo vuelvo”. Y salieron a toda prisa, balbuceando gritos y llantos que no alcanzaba a entender.

Me quedé allí solo, dentro de esa cama.

¿Nuestra cama?

Posiblemente fue una de las situaciones más surrealista que he vivido. Todo había sucedido tan rápido que aún estaba empalmado. Sentí un frio gélido subirme por los pies. ¿Qué había pasado? ¿Quién había tenido un accidente? ¿Qué hacía yo en ese cuarto? Me quedé paralizado envuelto entre las sábanas, y, encogido sobre mí mismo, me paré a pensar por primera vez desde que llegué a ese lugar qué coño había estado pasando.

Llevaba unas dos semanas frecuentando esa habitación. Repentinamente fui consciente de que no conocía absolutamente nada de lo que había fuera de esas paredes. Había visto a las chicas deambular por los pasillos, paseando sus insinuantes curvas, mientras jugueteaban, peleaban o se emborrachaban, pero realmente no sabía nada de ellas. Si digo la verdad, tengo que esforzarme para recordar sus nombres. Eran extremadamente divertidas. Contaban sus historias de la misma manera que un comediante se dirige a su público sobre el negro escenario, iluminado por un foco cenital que le hace resplandecer como un ángel caído del cielo. Pero en el silencio de la habitación todo empezaba a parecer una alucinación. Recuerdo intensamente el miedo que sentí. Estaba muy lejos de mi casa, había perdido la noción del tiempo, y lo único que conocía de aquel cuarto se acababa de ir corriendo por la puerta en busca de una amiga que podía estar a punto morir. Pensé: “esto es lo que le pasa a la gente que usan en los telediarios para mantenernos entretenidos”.Podría convertirme en uno de esos sórdidos casos policiacos que terminan archivándose y que se rescatan de vez en cuando para hacer reportajes con los que rellenar la programación nocturna. Me había visto en otras ocasiones protagonizando escenas irreales, pero esta vez era tanta la información que no lograba procesar, que incluso llegué a pensar que hubiese podido perder la cabeza.

Los locos, los enfermos mentales, deben tener momentos, aunque sean fugaces, de lucidez. Momentos en los que despiertan de su realidad y se ven sumergidos en otra muy distinta. Quizás se vean a ellos mismos en otra dimensión desde la que se pregunten, o más bien se afirmen, “he perdido la cabeza”, y sean conscientes por un momento de su cordura. Los sanos, nosotros, hemos tenido alguna vez la sensación de haber perdido la cabeza. Algo parecido a un vértigo que te encoje el estómago, el impulso de tirarte al vacío, mezclado con un inmenso temor que bloquea cada músculo de tu cuerpo. No puedes medir la dimensión de lo que te rodea y, por un instante, eres consciente de tu locura.

Me froté los ojos y exhalé todo el aire de mis pulmones. El dulzor empezaba a resultarme nauseabundo. Me arranqué las sábanas y busqué mi ropa entre más ropa y condones usados.Me puse frente al espejo de la cómoda y allí me vi, como un cuadro colgado en la pared, con la barba de un par de días y mi pelo alborotado. Me revisé los dientes y examiné mis pupilas, no parecían especialmente dilatadas. No había drogas involucradas en el asunto. En realidad, tenía un aspecto bastante saludable. Mis ojos no estaban hinchados, incluso brillaban. Mi cara tenía buen color y a pesar de todo, mis labios parecían sonreír. Quizás no había perdido la cabeza, pero tampoco tenía el control de la nave.Suspiré relajado. Bien. Yo estaba allí. Ahora necesitaba encontrar mis cosas, salir a tomar el aire y regresar cuando pudiese encontrar a alguien que me aclarara la situación.

La casa estaba en total silencio. Muy posiblemente ninguna de las chicas estuviera allí. Quizás todas estaban en el hospital. Fui a la cocina. Sobre la mesa los restos de la noche anterior. Un par de botellines de cerveza, cuencos con cereales y leche reseca, un periódico con un titular que decía: “25 años del aniversario de la muerte de Lola” y un vaso lleno de colillas. Recogí la mierda y fregué todos los cacharros. Busqué papel y bolígrafo, y dejé una nota:

Espero que no sea grave. Volveré esta noche. Besos”.

Miré la nota y volví a impresionarme de lo excéntrico de mi situación.

SINOPSIS

¿Por qué estamos tan seguros de que esto a lo que llamamos realidad no es un sueño?

Guillermo, el protagonista de esta novela onírica viaja desde su país natal hacía el otro lado del océano. Es artista y se ha comprometido en la publicación de un proyecto fotográfico que trata el tema de la prostitución. La novela, contada a través del encuentro con personajes cotidianos, aborda temas filosóficos y metafísicos, entrelazados con una trama sórdida e intrigante, que busca cuestionar los conceptos de realidad y sueño. El mes de los caracoles, está narrado en forma de diario y siembra en el lector la duda de si los acontecimientos pertenecen a la realidad o son, en realidad, sueños lúcidos.

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