borrador «Tomás, la piedra y la flor» (Título provisorio).

borrador «Tomás, la piedra y la flor» (Título provisorio).

Como si nada hubiese pasado, asumiendo el resultado como algo ajeno a su historia, recorría el pasillo lentamente, con nervios y orgullo.

Al fondo el rumor de voces, creciendo desde las puertas dobles de madera, lo llamaba a asumir el resultado de muchos años de intentos, que para muchos habrían sido difíciles de entender, ya que nadie sabe en profundidad lo que cada hombre lleva en su alma cuando sueña su futuro.

Los espejos laterales le devolvían una imagen con más canas que las que se animaba a asumir, pero muchas menos que las que hubiera tenido si la carrera hubiese sido más larga.

Buenos zapatos italianos, un traje de corte irreprochable y una corbata de seda, cuyo valor le generaba pudor, le vestían para realzar su imagen confiable.

Y el vértigo, el vacío en el estómago, como cada vez que había subido un escalón; esa especie de sensación de impostura que no podía evitar, en la profunda (y oculta) creencia de que siempre habría alguien que hubiera podido hacerlo mejor que él.

Las palabras del Consejero resonaban todavía, después de varios años, volviendo a centrarlo en los resultados:

-El mundo es para los que se animan, no basta “solo” saber…-

Daba la sensación de que la única acepción que le otorgaba a animarse era el trabajo, puro y duro.

¿Qué diría hoy si estuviese ahí?

Seguramente sonreiría, con la misma forma enigmática de siempre y, dentro de su calma sabiduría, no podría evitar un pedestre:

-Te lo dije-

Pero el consejero ya no estaba.

Un año atrás había asistido a su entierro, convocado por una voz desconocida que le había ubicado en el hotel “Crowne Plaza” de Piazza de la Minerva, en Roma.

En una forma lacónica, pero no falta de emoción, le había dicho:

  • Tiene una reserva para el vuelo de Alitalia de esta noche, mañana lo esperará Gregorio en el aeropuerto y lo llevará directo al cementerio, luego habrá reunión con los otros miembros de la comisión….-

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Gregorio lo esperaba, efectivamente, en Ezeiza.

Lo acompañaba su lacónico chofer de toda la vida.

El auto era lujoso, pero discreto como su propietario, que había hecho del bajo perfil un culto rayano en la perfección.

Era uno de esos hombres que siempre estaba donde debía, pero aparecía a la vista solo cuando era indispensable.

El apretón de manos fue firme, pero no cruzaron una sola palabra hasta estar camino al centro de la ciudad.

-Cuéntame como estás muchacho- Arrancó Gregorio.

-Muy triste- Contestó sinceramente

-Eso ya lo sé, no hace falta que lo expliques, me refiero a tus otros asuntos-

-En realidad… bien…mejor que bien. Parece que tengo una racha favorable-

-¿Ahora crees en las rachas?-

-No tanto- Respondió ruborizado- Pero prefiero eso, a decir que me lo merezco-

Gregorio se mantuvo en silencio por unos minutos, demasiados para su gusto.

Siempre le había desconcertado esa tranquilidad para evaluar cada frase pronunciada.

Pero, no en vano, era uno de los miembros más antiguos del Consejo y quizás el más respetado.

Todos los demás daban por descontado que sería el sucesor, sin embargo las próximas palabras evidenciaron un rumbo impensado hasta el momento.

-El Consejero habló mucho de vos en estos últimos días, todos entendimos su voluntad-

-El que no entiende soy yo, ¿a qué se refiere con su voluntad?-

No había terminado de formular la pregunta y ya sabía la respuesta.

-Me refiero a la continuidad de la gestión-

Vértigo era la forma más adecuada de graficar la sensación que le iba invadiendo, vértigo y temor, el temor previo a cada etapa de su crecimiento.

-Pero ¿cómo puedo dar continuidad a una tarea que desconozco por completo?-

-Para eso estoy yo. Todavía me quedan unos años por delante-

Gregorio tenía, o aparentaba, alrededor de setenta años.

-Él tenía ochenta y uno-

Agregó, como para ayudarlo en sus cálculos mentales.

Casi todo el mundo tiene la misma manía de juzgar la productividad de alguien desde los prejuicios sobre la edad, olvidando la cantidad de premios Nóbel que se han entregado a hombres que habían optado por vivir la tercera edad más cerca de su cerebro y de la creatividad, que de los tabúes sociales que, con la fuerza de un mandato, les relegaban a un papel de amables viejitos cascarrabias.

Durante veinticinco años, el Consejero había planificado y dirigido las múltiples iniciativas del grupo, con una ecuanimidad que había alejado todas las especulaciones sobre su reemplazo.

Al llegar al cementerio se hizo evidente que la convocatoria había sido amplia.

Estaban prácticamente todos.

Le resultó extraño ver a Malatti, ya que debería haber llegado en el mismo avión que él.

La presencia de Delclaux era esperable, ya que en esos días había una convención de empresas de tecnología satelital y la empresa que dirigía no podía faltar.

Estaban a punto de firmar un contrato de servicios por varios millones de dólares y Jean Delclaux no era un hombre que delegara un contrato de esa magnitud en un subalterno.

Todos vestían trajes oscuros, salvo Velázquez, que pretendía que los límites de Miami llegan hasta Siberia, a la hora de elegir indumentaria.

Varios choferes esperaban en el estacionamiento de la entrada, algunos fumando, cultivando esa camaradería que les permitía intercambiar sus últimos datos sobre seguridad, blindaje de automóviles y nuevos motores más potentes.

Cuatro ostensibles custodios, sentados en un banco, ponían su mirada sobre cada automóvil que entraba al cementerio privado.

El panorama se repetía, como en cada encuentro, pero esta vez por un motivo que todos hubieran querido evitar.

No hubo ceremonia religiosa.

Este dato aumentó la incertidumbre que había tenido toda la vida con respecto al viejo.

Sabía mucho sobre las religiones, pero no demostraba ser un hombre religioso.

De hecho, le había visto conversando animadamente con muchos referentes de las jerarquías de, prácticamente, todas las confesiones.

Incluso, en ese mismo momento, uno de los que mostraba más constricción entre los miembros del grupo era el Obispo Mignani, quien no se cansaba de repetir la innumerable cantidad de servicios que había brindado el Consejero a su iglesia.

Fuera de los miembros más conspicuos, se encontraban algunos diplomáticos y varios políticos locales, que curiosamente mostraban una camaradería paradójica, teniendo en cuenta los partidos a los que pertenecían.

Todo el arco ideológico, derechas e izquierdas, pero un común denominador: absolutamente todos habían mancomunado esfuerzos cada vez que una crisis institucional había amenazado su país.

Este era uno de los rasgos distintivos del viejo; no se sabía cómo, pero juntaba el agua con el aceite y lograba armonía y sinergia.

Y no se limitaba a la Argentina solamente.

Lo había visto obtener los mismos resultados en casi todos los países en que operaba.

Eso era el Consejero, un operador.

En la mayoría de los casos, uno podía inferir los temas en que él había intervenido, cada vez que, luego de su visita a un lugar determinado, desaparecían de las primeras planas los titulares que hablaban de crisis inminentes y aparecían las soluciones.

Casi siempre llegaba cuando los caminos se cerraban.

A veces, impartía directivas a alguno de los miembros del Consejo, que eran acatadas sin formular ni una pregunta.

Era difícil entender ese movimiento de peones.

Los datos nunca se mezclaban y, sin embargo, los resultados aparecían como por arte de magia, aunque nadie sabía qué lugar había ocupado su colaboración en el entramado.

Otro de las curiosidades del grupo, teniendo en cuenta que los prejuicios existen en todas partes, era que el viejo era argentino y, sin embargo, aunque muchos de los componentes del Consejo provenían de países como Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y Estados Unidos, se encolumnaban tras el con verdadera devoción.

La jerarquía del poder económico produce amancebamiento cultural y hasta idiomático, pero, no era este el caso.

Parecía que las nacionalidades quedaban reducidas a su mínima expresión frente a un concepto universalista que hubiera hecho sentir ridículo, y hasta absurdo, a cualquiera que planteara cuestiones de precedencia de una bandera sobre otra.

Había una visión del “todo” que excedía las coyunturas geopolíticas.

De esa manera, era frecuente recibir llamados de él pidiendo, para organizaciones no gubernamentales, desde donativos de medicamentos hasta equipos de comunicación.

A veces eran marroquíes sin techo en Europa; otras, la fundación de una universidad en África, pero no había descanso.

Al menos por parte suya.

Los demás repartían la carga y se daban casos en que no recibían ni un llamado durante un año entero, salvo para alguna reunión extraordinaria del Consejo.

Tomás Olivier comprendía recién ahora el significado de las convocatorias constantes; más que a cualquier otro.

Quizás se debiera solo a la afinidad natural que había surgido entre ellos, ya que, de otra forma, no podía explicárselo.

Sí tenía conciencia de que, hasta el final, no le había fallado en ninguna ocasión.

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Recordaba el primer llamado como si hubiese sido ayer.

-¿Tomás?, soy Simón Lehmann, nos conocimos el año pasado en Buenos Aires…-

-Claro que lo recuerdo Simón- Respondió con voz de sorpresa.

Había pasado casi un año de la reunión mantenida en las oficinas de ese hombre.

Los había presentado un escritor, amigo en común, que desde hacía tiempo le venía prometiendo el encuentro.

Siempre le comentaba que pensaba que iba a ser una experiencia enriquecedora, pero nunca esperó que tanto.

En realidad la charla había sido distendida y sobre muchos temas.

El Consejero mostraba avidez por su opinión y le recalcaba que evitara las citas, que hablara con el corazón.

Fueron tres horas a solas, sin una sola interrupción.

Recordaba el tenue aroma de incienso, la luminosidad que entraba por los altos ventanales de cristales biselados, la riqueza de las molduras en las paredes, el esplendor de los materiales nobles de la construcción y, por sobre todas las cosas, la absoluta simpleza del mobiliario, nada ostentoso.

Solamente un sólido escritorio de roble, tanto o más añoso que el edificio, sobre el mismo una computadora de última generación (Tomás descubriría luego la pasión del viejo por los adelantos tecnológicos), un teléfono y algunos elementos de escritura, puestos como al descuido, casi como una concesión a las tradiciones.

En un panel del costado se observaba un monitor de televisión, sintonizado con una cadena internacional de noticias, con el volumen silenciado.

Una de las ventanas entreabiertas dejaba ingresar los sonidos de una protesta en la Plaza de Mayo, lugar de protestas cívicas y políticas (si es que son términos diferentes) por definición, en la Argentina.

Discurrieron sobre religión, políticas de estado, economía y hasta la vida doméstica en diferentes países.

Solo había un tema que era el hilo conductor: los valores.

Lehmann decía que estando de acuerdo sobre los valores, poco importaban las diferencias de ideas.

En resumidas cuentas, eran visiones diferentes sobre la solución a los mismos problemas.

Hablaba en forma risueña sobre el liberalismo y el socialismo.

Sostenía que en los países avanzados, la única diferencia puntual que él veía, entre una u otra tendencia, era la forma en que repartían, el modelo de ascenso social.

-Los liberales- señalaba Simón- producen indefectiblemente una euforia marcada en las inversiones. Cada vez que ganan, el dinero fresco les llueve. El problema es que favorecen el ascenso individual, como si de pura selección natural se tratase y se olvidan de pensar en los ascensos sociales.-

Tomás retrucaba: -La gente tiene miedo a mostrar dinero cuando los socialistas están en el poder, tienen siempre presente los antecedentes de expropiaciones, los impuestos punitivos contra la riqueza, sin importar si esta es legítima.-

-Justamente por eso- continuaba Simón- los socialistas son pésimos para conseguir dinero, pero los mejores a la hora de repartir en gasto social… es más, lo ven como inversión y no como gasto.-

-Pero entonces ¿quién tiene razón?-

-Ninguno…o los dos; son opuestos necesarios.-

-¿Cómo es eso?-inquiría Tomás-

-Si no se produce riqueza, no hay nada que repartir y… por otro lado, la alternancia favorece los adelantos. Si cualquiera de ellos se perpetuara en el poder, las cosas, tarde o temprano, comenzarían a fallar.-

-¿Por qué?-

-El poder perpetuo es lo más parecido al poder absoluto y, este, corrompe.-

-¿Entonces, la alternancia es necesaria?-

-Indispensable!!!- se apuraba a contestar- Sin ella se vulneraría el principio de dualidad de la naturaleza y, según creo, la política no escapa a la misma, aunque a veces…parece lo contrario-

Lehmann defendía el funcionamiento republicano del gobierno como el más adecuado para la democracia.

Tiempo más tarde, Tomás entendería que, esta, era la razón por la que no visitaba países con instituciones débiles.

Le producían malestar y, en el fondo, temor.

No se sentía seguro.

La oficina estaba en la cúpula del antiguo edificio, por encima de la altura de las construcciones circundantes.

Fue por eso que el atardecer le llegó retrasado a los sentidos, cuando ya el bullicio se iba apagando, en la medida que terminaba el día y la semana laboral.

Era viernes y su vuelo a New York salía en pocas horas.

Todavía quedaba el armado del equipaje de último momento y el agotador camino al aeropuerto, con las autopistas atestadas, entre los que regresaban tarde del trabajo y los que comenzaban sus salidas de fin de semana, costumbre que en ese país no habían vulnerado ni las peores crisis.

Buenos Aires no había perdido el encanto de su vida nocturna, famosa por su variedad de ofertas y la generosidad de sus horarios.

Un efusivo apretón de manos selló la despedida.

Mientras salía al hall de recepción, llegó a ver de soslayo un detalle en el que no había reparado al entrar: una pequeña vitrina, con una tenue luz interior enfocada a una base de terciopelo negro, sobre la misma una piedra cúbica de color gris, casi negro, con una flor de bordes dorados y pétalos de color celeste encastrada en su centro.

No hubo tiempo ya de preguntar nada y, de vuelta, el ritmo habitual lo absorbió por completo.

Aviones y aeropuertos, sin llegar nunca a un destino definitivo.

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Un año y parecía ayer, la voz vital en el teléfono, que le hubiera engañado en cuanto al aspecto de su interlocutor, si no le hubiese conocido.

El viejo de manos sarmentosas era de baja estatura y muy delgado, pero su voz tenía la potencia de un trueno.

-Supe que estabas de paso en París y se me ocurrió llamarte-

-Pero ¿donde está? Preguntó Tomás-

-En el Sofitel de la Porte de Sevres- Contestó Lehmann.

-¿En París?-

-Salvo que haya otra Porte de Sevres…-Rió-…sí, en París.-

-¿Cuándo quiere que nos veamos?-

-Hoy voy a cenar en un restaurante aquí cerca, en la Place Balard, me gustaría que te unas a nosotros, estoy con un amigo-

-¿A las nueve estará bien?-

-Mejor, así tenemos tiempo, hay algo que quiero pedirte, sin compromisos-

-Allí estaré- Prometió Tomás.

El viejo le dio indicaciones de cómo llegar y cortaron la comunicación.

Solo una combinación de metro y llegó en unos veinticinco minutos desde Les Invalides.

Ascendió las escaleras hasta la Place Balard y se encontró con uno de esos barrios que tanto le gustaban de París.

Doscientos metros caminando le pusieron en las puertas del Bistró d’André.

Parecía un restaurante de barrio, sin ningún rasgo que lo diferenciara, salvo la gran cantidad de gente sentada a las mesas, a pesar de ser martes.

El viejo ya estaba sentado, acompañado por el que debía ser su amigo y enlazado en una discusión sobre los quesos con el dueño del local, que como todo buen latino, gesticulaba para amplificar el alcance de su posición, parado junto a la mesa.

Se trataba de una discusión Bizantina sobre el momento en que los quesos deben ir a la mesa.

-No, no y no-decía el dueño vehementemente- los quesos son para el postre-

-Pero yo los quiero ahora- pedía Lehmann en forma jocosa.

Desvió su mirada solo un momento, en que le invitó, con un gesto, a sentarse y continuó con el duelo.

-¿Cuantos años llevo como cliente de tu restaurante, François?

-Tantos como las veces en que ha comido queso de entrada- decía el dueño con impaciencia, mientras daba media vuelta y seguía con el trabajo como si nada, aparentando estar ofendido, como parte del juego.

-Bebe un Kir- le indicó a Tomás- No aceptes un Kir Royale, no pega con ninguna comida y es para los que quieren hacerse los sofisticados.

El Kir Royale se prepara con champagne, en cambio, el Kir normal se hace mezclando un vino áspero de la Cotè du Rhone y jarabe de Cassis.

Los quesos llegaron en seguida, difundiendo aromas fuertes, junto con un pan muy crocante y un frasco de mostaza de Dijón.

Definitivamente, el hombre sabía comer.

Le recomendó un Confit de Canard, pata y muslo de pato asado lentamente al horno, en su jugo, con el agregado final de un toque de ajo, acompañado por el Gratin Dauphinoise, papas a la crema gratinadas.

Regaron la cena con un excelente tinto francés, como la situación ameritaba y se pusieron al día con las noticias del último año.

En los postres, tomaron café fuerte, con su eterno chocolatín amargo en el costado del plato y pasaron al Armagnac.

Tomás sintió que al día siguiente pagaría las consecuencias del exceso.

Sobre el final, Lehmann le explicó que habían venido a Paris para negociar la compra de medicamentos para el H.I.V.

-Hoy estuvimos reunidos con el presidente del laboratorio-explicó-en la mansión que tienen cerca del Arco de La Defense-

-Tienen oficinas en París-agregó Gregorio-pero no las usan para ciertos arreglos-

-Arreglos suena muy feo Gregorio-le interrumpió-mejor digamos negociaciones especiales-

-Llámalo como quieras-contestó encogiéndose de hombros-aunque le pongas un nombre bonito, no podrías hacerlo figurar en los periódicos como un asunto del todo cristalino-

Se interrumpieron con pudor, pensando que podían incomodar a Tomás con una disputa, aunque fuese en tono familiar.

El Consejero le siguió explicando, logrando absorber su atención por completo.

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