I CAPÍTULO

El divino pincel del mudo Heredia

que entera no pudiera, al doctor Mira

de su figura retrató la media.

Lope de vega

Estaba lloviendo a cántaros cuando llegaron a Guadix. Ana temía que el desvencijado puente que atravesaba aquel caudaloso arroyo paralelo a la muralla se viniera abajo mientras lo cruzaban. Leonarda, la criada, no dejaba de persignarse una y otra vez. El fulgor de los relámpagos iluminaba sus siluetas en el interior del carruaje. El ruido de la lluvia torrencial hacía que fuera se escucharan lejanas las voces de los cocheros trasegando con los caballos que relinchaban asustados. El ruido ensordecedor del trueno se dejaba sentir, como si la tierra se estuviera partiendo en dos mitades. Aunque debía ser poco más de media tarde, la oscuridad era casi absoluta y, tras la ventanilla, una cortina de agua entorpecía la visión.

-¡Santa Bárbara bendita Doña Ana, es el diluvio! ¿Cómo dicevuestra merced que se llama esta villa?

-Ciudad, Leonarda, es ciudad, se llama Guadix.

-¿Guadalix? ¿Cómo ha de ser? ¿no es así como se llama otra villa próxima a Madrid, allá por la sierra?

La dama quiso corregir de nuevo a su criada, pero cuando fue a articular palabra, volvió a tronar tan estrepitosamente que las dos mujeres quedaron paralizadas por el miedo. Después se adentraron por una callejuelas estrechas, adoquinadas, por donde el coche pasó con dificultad, para detenerse más tarde frente a la entrada de un palacete. Uno de los cocheros abrió una de las portezuelas y ayudó a las dos mujeres a descender. Las condujo al abrigo de unos soportales, donde un caballero ya entrado en años, acompañado de un clérigo, las aguardaba. Los cocheros y lacayos se ocupaban de acomodar los baúles y el resto del equipaje, siguiendo las instrucciones que les daba una criada.

–Señoras, soy Pablo de Hinojosa, escribano del número de esta ciudad, para servirles, él es don Diego Gómez de Mora, albacea testamentario del Doctor Mira que en Gloria haya. Sean bienvenidas a esta su casa, lamento muchoque el buen tiempo no las acompañara.

— Ana de Arce, a vuestra disposición, ella es Leonarda, mi criada.

–Tengan la bondad de acompañarnos, les mostraremos las dependencias principales de la casa. En cuanto se instalen, la emplazaremos para la lectura del testamento en la escribanía, mañana tendrán lugar de conocer el resto de las habitaciones, imagino que el viaje les habrá resultado fatigoso y querrán descansar. Las camas están ya convenientemente vestidas y provistas de ajuar de abrigo. Casilda, la criada don Antonio, ha tenido la gentileza de ocuparse de todo, ella las orientará, hasta que puedan desenvolverse con mayor soltura.

Días atrás, Matiana, el ama de llaves, le había entregado la carta que anunciaba la triste noticia de la muerte de don Antonio de Mira, su querido padrino, ocurrida el ocho de octubre de aquel año al que restaba poco por finalizar. En ella se le comunicaba, además del fallecimiento del canónigo, una citación para la lectura del testamento firmada por el escribano. Ana había visto confirmada la corazonada que desde hacía días había tenido, pues la correspondencia entre ellos había sido regular, hasta que hacía poco menos de dos meses, la joven había dejado de recibir noticias de Guadix.

Emprender un viaje tan largo hubiera sido inoportuno para ella unos meses atrás, pero ahora nada la retenía en Madrid tras la despedida repentina de Rodrigo y la posterior partida de su tío a Brujas. No fueron precisas demasiadas instrucciones aMatiana para que se ocupara del gobierno de la casa en su ausencia, pues el ama de llaves llevaba al servicio de la familia Arce desde hacía veinte años y sabría tomar las riendas de forma diligente.

Durante el recorrido por la casa fue amainando la tormenta, que según veía a través de los ventanales, se alejaba con la misma rapidez que había venido; pues el cielo ya comenzaba a despejarse, dejándose ver algunas estrellas. Precedidas de don Pablo, subieron la escalera que conducía al corredor, bordeado por una baranda de madera que en nada se diferenciaba de los que podían verse en las casas principales de la Villa. A lo largo de él se repartían los dormitorios. El que había sido el de don Antonio se caracterizaba por su sobriedad, una cama sin dosel, un escritorio próximo a la ventana; donde ahora reposaban pluma y un tintero, los balcones protegidos por celosías daban a un hermoso huerto donde crecía un esbelto ciprés. Ana se sintió atraída por aquella habitación, el que fuera el recinto más íntimo del poeta. Aun se podía respirar aquel olor especial tan característico de él: una mezcla de cera quemada, incienso y miel. Se preguntó cuánto tiempo habría de pasar, después de que una persona muriera, para que su olor personal desapareciera de las cosas en las que había quedado impregnado.

Su recuerdo le vino a la memoria con una nitidez asombrosa, a pesar de que hacían más de cinco años que no lo había vuelto a ver, desde que asistiera al entierro de su madre, con aquella expresión grave que le era tan propia. En contadas ocasiones lo había visto reír, no había sido hombre de hilaridad fácil, aunque no por eso desabrido, parco en hablar y sobrado en buenas acciones. En los últimos años que había vivido en en la calle del Infante , en aquella que antes había sido la casa de Marta de Nevares, la amante de Lope de Vega, les había visitado a ella y a su madre doña María de Arce con inusitada frecuencia. Sin duda, aquel clérigo de elevada estatura y rígido porte, debía sentirse muy solo. La cálida compañía femenina tuvo que ser, por entonces, un bálsamo para su soledad.

La amistad entre el dramaturgo y la familia de Ana de Arce, había surgido un año después de su vuelta de Nápoles, antes que ella hubiera nacido. Su padre, Jerónimo de Estudillo, un próspero mercader de papel, tenía por su oficio, amistad con los impresores más importantes de la Villa y por ende con los autores de comedias más reputados. En una de las visitas a la imprenta de la viuda de Alfonso Martín trabó amistad con Don Antonio, quien por entonces era el encargado de preparar los festejos en honor a San Isidro, en los que se celebrarían fastuosas mascaradas. A ellas asistieron sus padres, quienes hacía poco se habían casado. La madre, descendiente de unos hidalgos asturianos venidos a menos, poseía una educación refinada. Desde el primer momento se ganó la atención y voluntad del poeta, con quien compartieron tribuna en las mismísima Plaza mayor. Durante los días en que tuvieron lugar las celebraciones, Madrid se había transformado asombrosamente con tanto adorno y artificio: arcos triunfales construidos con maderas y telas pintadas, procesiones dedicadas a personajes mitológicos y carrozas ricamente ataviadas con todo el ingenio del que el Doctor Mescua era capaz. Vieron desfilar a Baco junto a una fuente de vino, construidacon una cuba. En cada parada, se ponía en funcionamiento para surtir al populacho que se apiñaba alrededor de ella provisto de jarras.

También estuvo representada la fragua de Vulcano: un hombretón de la talla de un coloso, martilleaba el yunque con un marro descomunal. En la misma carroza, nadie sabe con qué pericia, se había construido una especie de horno de hierro forjado del que salían artificios de fuego imitando a las llamas del infierno.

Doña María y Don Jerónimo acompañaron al Doctor Mira durante los festejos, muy admirados de todos los espectáculos que este había organizado, en especial la dama, a quien el poeta dedicaba una atención especial. El matrimonio también compartieron con él el coche que los llevó hasta la Iglesia de San Andrés, donde se celebró la justa poética, dirigidapor el entonces conocido como el fénix de los ingenios: el poeta y dramaturgo Félix Lope de Vega y Carpio, que acompañado de todas las musas, inauguró el acto con un ingenioso discurso. Se habían convocado nueve certámenes poéticos, cada uno dedicado a un tema, sobre la vida y milagros de San Isidro, después de la lectura de los poemas se concedieron tres premios por cada uno de los certámenes. El primer laureado fue el Conde de Villamediana, un personaje cuya excentricidad había dado que hablar en la corte, incluso había sido motivo de mofa. Enamorado platónicamente de la reina, trató infructuosamente de llamar su atención, cosiéndose a la capa trescientos reales, así como un lema que decía: son mis amores reales. Uno de los asistentes; un caballero que venía de una de las plazas, donde había visto al Conde participar en los juegos de cañas, exclamó tras verlo recitar:

–¡Pica bien el Conde, mas como dice Su Majestad, el rey, pica bien pero pica alto!.

Se hizo un silencio incómodo entre los congregados, entonces Villamediana carraspeó para aclararse la voz y caminando despacio se fue hasta él y le espetó:

  • Bien sé que ese amante rojo, es flojo,

su pica, taco y velorto, corto,

y que no tiene esa pieza cabeza:

no guerreará con destreza

instrumento tan mellado,

porque está de puro usado,

flojo, corto y sin cabeza.

El público estalló en una sonora carcajada que terminó por aflojar la tensión. Nadie imaginaría siquiera, que aquellas palabras, dos años más tarde costaría la vida a su autor, herido por dos ballesteros del rey. Concluido el acto, a la salida de la iglesia, don Jerónimo y doña María, felicitaron al doctor Mira y lo convidaron a cenar a su casa una semana después.

SINOPSIS

Ana de Arce, llega a Guadix, tras recibir una carta en la que se la emplaza a la lectura del testamento de su padrino, el dramaturgo y poeta accitano del siglo de Oro, don Antonio Mira de Mescua. Es una figura poco conocida de la literatura española, a pesar de su gran producción literaria. Los datos de su biografía están plagados de sombras. Hijo de padres solteros, según atestiguan las pruebas de limpieza de sangre para sus Canonjías en Granada y Guadix, así como su posible origen morisco por parte materna se ven reflejados en esta novela histórica donde se relatan las memorias de su supuesta madre y vivencias de algunos personajes relacionados con la vida del dramaturgo.

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