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2002. Residencia El Retiro, Valencia

[jueves]

El hedor de aquella sala apenas era soportable para un recién llegado. Tan solo cuando las glándulas pituitarias se habían saturado y la mezcla de orines, fármacos, vómitos y Dios sabe qué más, dejaban de llegar al cerebro, era cuando se podía resistir más de dos minutos en aquella sala polivalente. El ruido sordo, en forma de murmullo, que hacían los residentes se mezclaba con la algarabía que de la sala contigua llegaba apagada por el escaso grosor del tabique de pladur que las separaba. Entre las sillas de ruedas, sillones y utensilios de rehabilitación dejados caer por aquí y por allá, un auxiliar, uniformado de un blanco impoluto, se abría paso seguido por una joven de lánguida figura y cabellos rubios.

—Tomás…

—mmm

—Tomás, tienes visita…

—¡Eh! ¿Cómo?

—Han venido a verte

—Te dejo con él, gritale un poco que está algo teniente.

—Gracias

La joven arrastró una silla cercana y la arrimó al sofá uniplaza en el que Tomás Rodrigo pasaba su tiempo con la mirada fija en el horizonte, a través de un ventanal con churretes. Las cortinas, descorridas, dejaban a la vista una puesta de sol digna de un cuadro de Van Gogh. Los naranjas habían empezado a fundir con un azul oscuro límpido, libre de nubes.

—Don Tomás, soy la nieta de Arturo, mi abuelo…

—¿Arturo? ¿Cómo está?

—Verá… vino a pasar las navidades a casa, supongo que lo sabía…

Hizo una pausa para ver si Tomás respondía. Pero su mirada absorta le dio a entender que le había dejado de prestar atención. Con seguridad, al oír el nombre de Arturo, un mecanismo reptiliano en su cerebro le hizo preguntar por él, y nada más.

—Cuando mi abuelo estuvo en navidades me habló mucho de usted, Tomás. Él…, no regresará. ¿Me entiende?

Una par de lágrimas díscolas se descolgaron por la cara de la joven hasta terminar en su regazo. Tomás se volvió hacia ella con los ojos entumecidos, rojos. Se los frotó con rapidez para evitar que se derramaran.

—Lo siento mucho, hija. Yo apreciaba mucho a tu abuelo.

—Lo sé, por eso he venido, quería darle la noticia en persona y que no se quedara esperando eternamente a su regreso.

—Me acompañas a mi habitación? Aquí hay demasiado ruido … ya no oigo como antaño.

—Claro, cójase de mi brazo.

—Qué día es hoy guapa?

—Es jueves don Tomás.

—Bien

Tomás se puso en pie y empuñando su bastón con la derecha asió a la joven con la otra y se dirigieron pasillo abajo hasta el ascensor. El paso monótono del viejo, lejos de crispar el ánimo de ella, le hizo recordar los andares de su abuelo y de nuevo sus ojos se humedecieron.

—Supongo que ahora me pondrán un nuevo compañero.

—Supongo. ¿Quiere que haga algo por usted, Tomás?

—¿Te quedas un poquito, hija?

—Claro, desde luego.

—¿Cómo te llamas?

—Elisabeth, pero todos me llaman Lisa.

—¡Oh!, no dejes que hagan eso, tu nombre es precioso. Elisabeth —dijo arrastrando el nombre como si se relamiera al pronunciarlo

Lisa se aproximó a la ventana y constató que el sol ya había pasado al otro lado, dando paso a una noche clara. La temperatura, pese a estar en enero no era insoportable. Valencia tiene un clima mediterráneo que atempera las máximas y las mínimas, aunque la humedad hace que el frío y el calor se noten de manera diferente.

—Mi abuelo me relataba historias que usted le contaba —dijo una vez tomó asiento a su lado.

—Ah, sí. Pasamos buenos ratos contándonos nuestras batallitas.

Un incómodo silencio se instaló nada más terminar Tomás su frase. Lisa no quería presionar al viejo. Es duro llegar a los noventa, lo sabía por su abuelo. No es bueno meter prisa a quien no la tiene. Sobretodo cuando todo lo que se ansía con anhelo es que llegue la parca.

—Estoy estudiando periodismo, me gustaría ser novelista —dijo ella para reconducir la conversación.

—Ah… muy buena carrera. El mundo está falto de buenos escritores, que nos hagan vibrar y soñar con vidas mejores.

—Sí, eso creo yo —hizo una pausa pequeña—. Mi abuelo, Arturo, me contaba cosas que le oyó a usted. Me preguntaba si querría contarme a mí alguna historia…

—Claro, pero ahora estoy cansado, esta vida monótona y esas pastillas asquerosas me dejan KO. Vuelve otro día y yo te cuento lo que quieras.

—Muy bien Tomás. Volveré otro día —y se levantó y le besó en la mejilla.

Cuando ella ya dirigía sus pasos hacia la puerta Tomás se tocó el lugar del beso con la punta de sus dedos y en su boca apareció una triste mueca disimulada por una media sonrisa.

Los días transcurren tristes y aburridos en una residencia para la tercera edad. Al menos para los residentes. Los trabajadores no opinarán lo mismo, seguro. Tomás no echó de menos a Lisa al día siguiente, ni al otro. La sucesión de días para una persona en un lugar así pierde totalmente el sentido, pueden pasar semanas y para ellos haber pasado unas horas. La abstracción interior a la que muchos se someten les aisla del lento caminar del tiempo exterior, haciendo que su vida camine al ritmo de su propio reloj. Puede que sea un mecanismo de protección o sencillamente una manera de aferrarse al pasado, el caso es que Tomás vivía en ese estado desde que ingresó en aquel centro. Su mente habitaba las alcobas del olvido y se paseaba a sus anchas por desvanes y estancias en busca de recuerdos descartados, vivencias añejas, caras enterradas entre las neuronas, sentimientos perdidos y voces familiares. Solo cuando alguien le sacaba de aquel ensimismamiento perenne él abandonaba el lugar de sus sueños para regresar a la realidad. La realidad de otros, porque la suya quedaba tras esa puerta entornada a la que volvía en cuanto tenía ocasión.

Aquella mañana no era diferente. Tomás, con la mirada fija al frente, parecía un porreta colocado.

—Tomás … Tomás —le gritó un auxiliar zarandeándole levemente el hombro— tiene visita.

—Vale, vale, ya voy.

—No hace falta que vaya a ningún sitio, está aquí, conmigo.

Tomás giró su cabeza y vio a una hermosa joven de cabellos rubios. Abrió mucho los ojos, como si fuera la primera vez que la veía.

—¿Nos conocemos?

La joven arqueó la comisura de sus labios en una mueca de desaprobación.

—Buenos días Elisabeth… solo bromeaba —y le guiñó un ojo.

Ella cambió su gesto por una amplia sonrisa dejando ver su blanca dentadura, casi perfecta.

—¿Quiere que demos un paseo por el jardín, Tomás? Hace una mañana muy buena…

—Bien, pero tendré que echarme algo por encima, a nuestra edad es fácil coger frío.

—¿Cómo está de ánimos hoy para contarme algo?

—Bien, hija. Sí, hoy te contaré algo.

Y salieron al jardín, él apoyado en su bastón y cogido del brazo de ella.

—Mi abuelo me contó que tuvo usted una infancia difícil…

—No sé, no puedo comparar. Solo he tenido una… —y soltó una pequeña risa.

Se sentaron en un banco de madera sobre el que Lisa previamente había extendido una manta que le dieron en recepción. Es fácil quedarse entumecido en una mañana húmeda de Enero.

—Mis primeros recuerdos son del año veintidós…

1922. Castilla

El impasible sol manchego de finales de mayo azotaba el camino de Villacabras a Maldorrillo. Mi padre abría la marcha pero miraba de vez en cuando hacia atrás para ver si me había rezagado. Los sombreros de paja eran insuficientes para parar aquel bochorno y la rayos solares, impasibles, atravesaban el tejido para incidir directamente en nuestras cabezas. La ración de agua de nuestra calabaza estaba tan diezmada que anhelábamos llegar al pozo de Ramírez, justo dos kilómetros más adelante, para poder rellenarla y de paso refrescar nuestras cabezas atormentadas por aquel calor achicharrante.

Sin venir a cuento, mi padre se volvió hacia mí y me dijo:

—Busca una sombra Tomás… por pequeña que sea…

Mis pequeños ojos se movieron rápidos y a unos doscientos metros, en el otro arcén, un arbusto no más grande que mi padre parecía reinar en aquel desierto de terrones rojos. Los campos, en pleno apogeo, mostraban un trigo ya maduro. Algunas pinadas aparecían como oasis enmedio de aquellas enormes plantaciones de cereales, pero eran inalcanzables para un transeúnte que tuviera urgencia. Cogí de la mano a mi padre y lo llevé a aquel arbusto. La posición del sol, muy alta, no propiciaba una sombra en condiciones y apenas daba para mantener la cabeza al margen de aquellos impasibles rayos. La dificultad de su respiración hizo preocuparme.

—¿Qué tienes papá?

—No sé hijo, no creo que sea nada. Un sofoco por el calor, creo. Mójame un poco los labios, por favor.

Saqué un pañuelo arrugado de mi bolsillo y lo mojé con la poca agua que quedaba. Se lo pasé por los labios y luego por la frente. Aparté el sombrero a un lado. Le ayudé a quitarse la chaqueta y a ponérsela detrás de la nuca, no sin antes doblarla en cuatro partes, a modo de almohada.

—No puedo seguir hijo, tendremos que esperar aquí hasta que pase alguien o se eche la tarde encima.

—Bien papá, no te preocupes.

—Quiero decirte…

—Ahorra fuerzas papá…

—No, no me interrumpas, es importante. Tu madre…

—Sí

—No murió…

—¿Cómo?

—Te conté eso para que no sufrieras… nos dejó cuando tú tenías dos añitos. Un día cuando desperté había una nota en la mesita y ella había desaparecido.

—No tenías que haberme engañado, papá… ¿por qué me lo cuentas ahora?

—No sé hijo, creo que ya eres mayor para asumirlo…

Tras sus palabras cerró los ojos y empezó a respirar más pausado, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima. El calor y el cansancio nos hizo sucumbir a un sueño amargo, lleno de moscas que se abalanzaban sobre las comisuras de nuestros labios para sorber minúsculas gotas de saliva. Tuve varias pesadillas que se iban alternando.

Cuando el sol perdió fuerza y dio entrada a una no menos angustiosa tarde me puse en pie y me desperecé. Miré a lo lejos para comprobar si estábamos cerca de Maldorrillo, o al menos si se vislumbraban los cuatro chopos que flanqueaban el pozo de Ramírez. Al parecer ninguna de las dos cosas estaba lo suficientemente cerca como para que mis ojos chiquitos pudieran verlas. Me agaché y zarandeé a mi padre.

—Papá, Papá… ya ha atardecido, hay que ponerse en marcha.

Busqué a mi lado para cerciorarme de que la calabaza que hacía las veces de cantimplora seguía con nosotros.

—Papá … ¿me oyes? despierta… nos tenemos que ir, no llegaremos para la jornada y no nos contratarán… ¿Papá?

Intenté con varios movimientos bruscos que me dieron a entender que algo malo estaba ocurriendo. Aproximé mi oreja a su pecho para oír su corazón pero lo único que escuché fue mi respiración jadeante.

—Papá… ¿Papá? No me asustes… por favor.

A los diez minutos comprendí que la situación era irremediable. No había signos de civilización a la vista. Aunque hubiera ido corriendo en cualquier dirección, suponiendo que alguien me hubiera hecho caso y regresado conmigo hubiera tardado más de una hora. Mi padre no presentaba signos vitales. Me abracé a él y lloré hasta que mis ojos se secaron.

Por la mañana el ruido de las piedras del camino me despertó, al verme abrazado al cuerpo inerte de mi padre me sumí de nuevo en una tristeza absoluta. Supongo que de primeras pude pensar en que hubiera soñado su muerte, pero no fue así. Me incorporé y salté al camino.

—Pare, pare por favor —dije mientras levantaba los brazos.

Una carreta tirada por una mula parda se detuvo a escasos centímetros de mí.

—¿Qué tienes chaval? ¿Qué ocurre? —dijo una voz ronca desde lo alto del cabrestante.

—Mi padre señor… no respira…

El hombre corpulento bajó con dificultad de su podio y se puso a pie de tierra, me miró. Supongo que la rojez de mis ojos le conmovió porque me paso la mano por el pelo y me dedicó una sonrisa.

—Déjame ver chaval. A lo mejor solo está descansando.

Aproximó su oreja a los labios de mi padre y a los pocos segundos se incorporó y me miró con aire triste.

—Me temo que tienes razón amigo. Siento mucho lo ocurrido —y se acuclilló para darme un abrazo.

Fue el primer gesto de humanidad que otro ser humano jamás me había dedicado hasta entonces, excepción hecha de mi padre. Correspondí el abrazo apretando fuerte y dejé que de nuevo mis ojos hablaran con su fluir.

Tras unos minutos el hombre, aprovechando el abrazo, me cogió en volandas y me subió al carromato. Se fue a la parte trasera e hizo sitio apartando a un lado las mercancías que llevaba. Con su andar cansino, acentuado más si cabe por la triste situación, se dirigió al cuerpo sin vida de mi padre y puso sus brazos encima del pecho, lo cogió en brazos y regresó al carromato. Hizo un nuevo viaje para recoger la cantimplora y el gorro de paja. Echó un somero vistazo para comprobar que no se dejaba nada y se subió al carro. Tras un “Arre” bastante sonoro me puso el brazo encima de mi hombro y me arrimó hacia sí.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó al rato.

—Tomás

—Yo soy José, vamos a ir a Maldorrillo y allí darán santa sepultura a tu padre. Cuántos años tienes.

—Doce —mentí.

—Bien, entonces no hace falta que demos parte a las autoridades, ya que puedes cuidarte por ti solo, ¿verdad?

—Sí, puedo hacerlo, muchas gracias por todo señor.

—José, llámame José.

—Bien, José, gracias.

Por la tarde me vi de pie, solo, mirando como el enterrador vertía la pala cargada y la tierra rojiza golpeaba el sudario en el que habían amortajado el cuerpo sin vida de la única persona que tenía en la tierra. No hubo dinero para una caja de pino, ni para pagar una misa, tampoco para flores. El sol del atardecer aún pegaba fuerte y me daba en mi cabeza descubierta. Cuando terminó el trabajador municipal me puse el sombrero y recogí de sus manos algo parecido a un trozo de piedra blanca.

—Escribe su nombre y la fecha, chaval. Así siempre podrás venir a rezar aquí por él.

—Qué día es hoy, señor?

—¿Veintiocho de mayo —me dijo sin contemplaciones, como si yo tuviera que saber en qué maldito día estábamos.

—Enero, Febrero, Marzo, Abril, Mayo, cinco —conté en voz alta.

Y garabateé lo mejor que pude la fecha y su nombre: 28-5-1922 Tomás Rodrigo

SINOPSIS:

Un vetusto anciano, aparcado como un mueble viejo en un trastero, recibe la visita inesperada de una joven con la que recorrerá su longeva vida. Las vicisitudes por las que ha pasado el viejo han hecho mella en su malparada vida, como lo hace la gota de agua en la piedra, aunque siempre ha tenido una constante: amar y ser amado. Su joven amiga aprenderá mucho de Tomás, aunque él, a pesar de darse por terminado aún tendrá tiempo para vivir una última experiencia. Una oda al amor, al amor con letras grandes. Una vida llena de desengaños, calamidades, bondad, hijos y amores han forjado el carácter de nuestro protagonista. ¿Será capaz de transmitir esos valores a su joven y recién hallada amiga?

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