SECRETOS

Voy a contar por qué publicaré los apuntes de mi madre, que abarcan un período amplio que llega hasta 1954, año en el que nací. Ella guardó muy secretamente notas y esquelas dentro de varios cuadernos de páginas viejas, escritas de puño y letra, que estaban atados cual un tesoro con una cinta roída y ya sin color.

Mi hallazgo fue en su casa, en el sur del Gran Buenos Aires, mientras intentaba ayudar a mi padre con la limpieza y el orden de su ropero, donde todavía quedaban cosas de mi madre, fallecida unos ocho años antes. Al tantear tibiamente su contenido, entendí que tal vez hubiese algo que podría hacerlo sentir incómodo y concluí que sería mejor revisarlo en otro lugar.

Ya en viaje hacia mi casa fui pensando en Lucero, que así se llamaba mi madre. Fui haciendo memoria sobre su origen en aquel lugar tan lejano, al que año a año íbamos de vacaciones. San Francisco del Monte de Oro era el pueblo donde nos dejaba el micro que venía desde San Luis, y el paraje al que se llegaba un poco en camioneta y el resto a lomo de mula tenía por nombre El Rincón.

Nunca entendí bien por qué todos los años volvíamos a ese lugar tan lejano, donde Lucero, lejos de descansar, trabajaba el doble. Si pensamos que no había sanitarios y que el agua debía traerse en baldes desde el río, entre otras tantas incomodidades, diríamos que no era precisamente un spa.

No digo que no me gustase, sino que para mi hermano Quito y para mí, siendo niños de ciudad, siempre lejos de cualquier trabajo duro, disfrutábamos del agua de los arroyos, de la fruta arrancada de los árboles, de andar a caballo, de ir al corral. Nosotros sí estábamos de fiesta, todos los días vivíamos aventuras maravillosas y descubríamos la naturaleza.

Mis vacaciones de pequeña fueron allí, jugando junto a mis primos de edades similares a las nuestras; aunque en mi caso estaba a años luz de aventajarlos en conocimientos referidos al mundo natural. Todo me asustaba: los pavos cuando corrían; cualquier cosa que reptara, que para mí era siempre una yarará; y sobre todo el león, o puma para ser más exacta, ya que aunque me aseguraban que estaba lejos, en la pampa, soñaba habitualmente con él y con su almuerzo, que siempre era precisamente yo misma.

Mis primos se reían muchísimo de mi miedo a los animales. Ellos sabían de sus apareamientos y de sus pariciones, eran testigos y participantes activos de esos procesos. Yo los admiraba porque eran valientes conocedores y cuidadosos de cuanto los rodeaba. Mi hermano rápidamente se acopló a ellos, mientras mi historia andaba por otro lado: tranquila y solitaria, sin peligros, ni reales ni aparentes. Lucero cuidaba de nosotros con pocas palabras y muchas atenciones, que intentaban en mi caso equilibrar alguna nostalgia de ciudad.

Busqué refugio en el café El Estaño para desempolvar los cuadernos y leer las notas de la ahora misteriosa Lucero. Tomé lentamente mi cafecito y fui desenvolviendo cada cuaderno. Me dispuse a disfrutar de esos escritos en aquel café tan cercano a mis padres, allí, cerca del río, en La Boca. Supuse encontrar anécdotas, conocer sucesos de su juventud, sumergirme plácidamente en la vida de Lucero cuando aún no era mi madre. Abrí con cuidado los lazos que los ataban; y en una primera hojeada de esos amarillentos papeles me reencontré con la letra estilizada que tenía, sus trazos contorneados típicos de una época en que las letras se vestían de fiesta y eran las responsables de comunicar amores, alegrías y penas en diarios personales o cartas. Fui dando vuelta las hojas y mis ojos nublados descubrían frases y palabras que había olvidado que mi madre decía. Intenté ordenarlos por fechas pero era tan grande mi emoción que decidí simplemente mirarlos a todos, acariciarlos y volver a enlazarlos con esas cintas descoloridas.

Mi mamá era callada; nos llevábamos muy bien, a pesar de ser tan distintas. Pensaba como una mujer moderna y veía con buenos ojos que me capacitara estudiando. Ella no pudo hacerlo, ya que luego de mi nacimiento dejó su trabajo en la fábrica para conformar a mi padre, cosa que siempre lamentó. Fue su gran quebranto personal. “Una batalla perdida”, acostumbraba a decirme; “pero no la guerra”, completaba yo.

Desde que conocí la existencia de estos escritos, sólo pude abocarme a pensar en ella; de modo que planeé un viaje a San francisco del Monte de oro y luego a El Rincón, para después de cuarenta y pico de años volver a aquella vivienda que la había visto nacer, crecer y también partir. Supuse que de esa casa de adobe, con techo de caña y barro, poco o nada quedaría; pero de igual manera estaba decidido: iría.

El último en partir había sido Miguel, el hijo de Jacinta, hermana de mi madre al igual que Rosa. Él cuidó de ambas y luego dejó El Rincón para radicarse en San Luis Capital. Cerca de allí estaba la casa de mi otra tía, que tenía el increíble nombre de Sandalia; pero tampoco allí habría nadie porque Pancho, mi primo, vivió sus últimos años en San Francisco del Monte de Oro. Era un maravilloso artesano; había logrado con mucho esfuerzo y talento recrear las telas de las tejedoras de El Rincón, entre ellas su madre. Cuando me enteré que había llegado con sus obras a Buenos Aires, a la Exposición Rural precisamente, me puse muy feliz y orgullosa de haberlo conocido, como de haber compartido tantas veces comidas y guitarreadas, ya que además era músico.

A medida que pasaban los días me convencía más que sería un viaje muy importante. Buscaría esa casa… como fuese debería encontrarla y desde allí reconstruir el pasado de Lucero, pastora, obrera, madre. Planifiqué con mi compañero, buscamos mapas, googleamos, y con los nuevos dispositivos de Internet localizamos la zona aproximada. Con los pasajes comprados y la reserva de una cabaña, el viaje comenzó.

Llegamos a San Francisco del Monte de Oro y nos alojamos a pocas cuadras del Centro, en lo que llamaban la Banda Norte. Nuestro arribo fue casi de madrugada, así que desayuno mediante salimos a caminar por sus calles. Vimos muy poca gente y luego de recorrer un rato nos sentamos en la plaza Pringles, enfrente de la iglesia La Sagrada Familia, para organizar la incursión a El Rincón.

El problema central era definir claramente hacia dónde iríamos, ya que como es notorio no teníamos una dirección exacta; sólo recordaba las veces que con mis padres había visitado el lugar. Sabía que era hacia el norte, lo cual no era poco, ya que se descartaba un setenta y cinco por ciento de las posibilidades. Había que cruzar un río ancho, nada profundo, característico de montaña. Otra certeza era que estaba loma arriba de la escuela, si es que no la habían trasladado. Podía asegurar que un auto llegaría hasta el río y que el resto sería a pie. En fin, el asunto era ¿a pie hacia dónde?

Finalmente, a la mañana siguiente, a bordo de un auto que nos dejó donde le indicamos y que prometió volver a buscarnos al atardecer, llegamos a El Rincón. Desde allí teníamos que caminar, según las indicaciones que recibimos de un paisano, unos dos o tres kilómetros, y al ver del lado izquierdo un par de palmeras girar y buscar la casa cruzando otro río pequeño.

Durante la caminata, mientras el sol exponía su resplandeciente calor, fui pensando en las veces que Lucero habría recorrido ese mismo camino. Siempre fue un enigma la vida de mi madre en aquel lugar, ya que ella nunca hablaba de su infancia. Cada vez más seguido me asaltaba la idea de que esa casa, la que buscaba, encerraba secretos y retazos de la historia de Lucero que yo no conocía. Iba cavilando que su vida allí habría sido feliz, o tal vez habría estado cerca de serlo, ya que durante nuestras visitas ella parecía ser parte del paisaje, nada le era ajeno. Su aspecto de mujer sufrida y su tez bruñida la hacía de ese lugar, no de Avellaneda donde vivíamos. Era de allí y así se veía, originaria. Orgullosa y altiva Lucero nunca reaccionó a algunas miradas despectivas en el barrio, sino con indiferencia.

Después de cruzar el río, mojándonos irremediablemente los pies que debimos descalzar, anduvimos un rato por un camino de pedregullo para descubrir casi por casualidad la escuela. Entonces rememoré aquel paro de trenes cuando tenía ocho años, que nos obligó a quedarnos otros quince días en las sierras. Pero no se estiraron las vacaciones, como ingenuamente creímos, sino que debimos con mi hermano asistir a esa escuela como alumnos para no perder días de clase. Íbamos a lomo de burro desde la casa de mi abuela Rosa; el maestro y director atendía simultáneamente a los siete u ocho alumnos que concurríamos.

La escuela, como digo, estaba al lado del río y lo primero que pensé fue en asomarme para ver si reconocía el camino por el que llegábamos entonces. También buscaría el patio de tierra donde jugábamos a la escondida y a la mancha. Un día el maestro me dio las llaves para que abriera el salón. Cuando intenté hacerlo, aullé como si me hubiese encontrado con una fiera salvaje y tiré las llaves al piso. Es que había visto un matuasto sobre la puerta, al lado de la cerradura. El bicho en cuestión es un reptil de diez centímetros de largo, cola incluida, del que decían que era venenoso. Las risas de mis compañeros, hermano y primos, alertaron rápidamente al maestro, que raudo y gentil corrió a salvarme y a explicarme la ausencia de peligro, que por supuesto no percibí, ya que mientras lloro generalmente no escucho.

De este modo llegué a la escuela, que estaba diferente, como yo también lo estaba. Sus paredes ya no eran de adobe sino que una nueva construcción la reemplazaba. Tenía un tanque de gas grande por lo que supuse que ahora los niños gozarían de calefacción en invierno. El patio seguía hermoso como antes aunque no acerté a reconocer el camino por el que llegaba cuando niña, así que volvimos al anterior, caluroso y polvoriento, para buscar la casa de mi mamá.

Refugiados bajo un algarrobo, vimos a corta distancia un caballo que llevaba a tres niños. Los consultamos sobre lo que buscábamos, y para nuestra sorpresa dijeron conocer a mi familia y dónde habían vivido. Nos indicaron el lugar pero al ver nuestra cara de desorientación nos pidieron que los siguiéramos. Aunque cabalgaban lentamente, igual se alejaban mucho y por momentos los perdíamos; en una curva del camino se detuvieron a esperarnos, y cuando los alcanzamos nos indicaron que cruzáramos el río y allí estaría la casa. Efectivamente empecé a reconocer el lugar. El sendero estaba borrado pero apenas lo atravesamos vimos la casa, o lo que de ella quedaba. Ya casi no había parrales, tampoco patios barridos y regados cada mañana. El nogal del frente yacía con su grueso tronco caído, no se veían otros árboles frutales de los tantos que supe disfrutar.

Ya frente a la casa intenté armarla entera en mi cabeza: registré la galería donde almorzábamos los días de verano; detrás había dos piezas ya derrotadas por la lluvia, el sol y el viento, sin techos todas ellas; ubiqué la de mi abuela, pequeñita, y la de piedra, cuyas paredes todavía estaban de pie. Todo me pareció mucho más diminuto de lo que yo lo recordaba. Caminé para el lado del corral y sólo lo reconocí por las piedras caídas de la pirca que lo rodeaba. La cocina tenía también sus paredes a medio derrumbar, pero algún tenedor olvidado y casi irreconocible o aquella lata de galletas ahora oxidada me hicieron rememorar tiernos momentos.

Así estaba la casa donde mi madre nació. No quise sacar fotos, me parecía una muestra de derrota hacerlo. Creo que algo siempre queda en las cosas y en la gente. Queda la esencia, queda la savia; miré los árboles nuevos, escuché los pájaros, contemplé algunas flores silvestres y me prometí ahora sí leer esos cuadernos.

SINOPSIS

La historia comenzará a partir del descubrimiento casual, por parte de la hija, de los cuadernos de recuerdos de Lucero. Los leerá en un antiguo café al que asistía su madre muchos años antes, y develará el contenido luego de visitar la casa abandonada de las sierras. Un cuaderno escondido puede descubrir paisajes lejanos, costumbres y lugares desconocidos, anécdotas y aventuras que una protagonista casi anónima nos invita a revivir.

La novela está proyectada en dos partes, la primera dedicada a la infancia y juventud de Lucero en el paraje El Rincón. La segunda se llamará La Boca y contará las peripecias que Lucero enfrentará al llegar a la ciudad.

En la primera parte el lector seguirá la planificación secreta del viaje a la ciudad, mientras conoce las costumbres y tradiciones de El Rincón: Los juegos, los picnics con música y baile, las noches con relatos de aparecidos, la amasada del pan y otras anécdotas coloridas, mientras surgen los distintos personajes.

Lucero es la menor de una familia enclavada en medio de las soledades serranas, una pastora que desconoce las comodidades habituales de las grandes urbes. Dejará cuanto tiene y sabe para subir por primera vez a un tren que la insertará descarnadamente en la ciudad de Buenos Aires.

La segunda parte se desarrollará en la casa de una familia de clase media donde trabajará como empleada doméstica, y luego en el barrio de La Boca, en un conventillo, cuando ingrese como obrera a una fábrica. Se describirá la vida de la ciudad, inundada de millones de otras Luceros: los restaurantes, los cines, las condiciones laborales, la música y la situación política del país. El amor también tendrá su espacio en la vida de esta mujer tan común como extraordinaria, protagonista responsable de risas, lágrimas y esperanzas.

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