CAPÍTULO 1

La comisaría del Distrito Sur era la más antigua de la ciudad. Estaba ubicada entre las retorcidas calles de uno de los barrios más foscos del extrarradio de la gran urbe, un lugar conocido por el sobrenombre de “El Polvorín”; nombre proveniente del recuerdo de un antiguo depósito de explosivos que allí había existido, aunque otras opiniones (tal vez malintencionadas) argumentaban que el nombre se debía, fundamentalmente, al carácter conflictivo y antisocial de quienes se habían ido a vivir entre aquellas calles lóbregas y descuidadas, no siempre previo pago de la correspondiente hipoteca. La fachada de la comisaría, aunque se había librado de los grafitis que inundaban las paredes de casi todos los edificios de la zona —seguramente por la vigilancia continua de los policías que hacían guardia en una pequeña garita que daba al exterior de la calle—, presentaba un aspecto tan degradado como el de los mal cuidados bloques de viviendas que se levantaban a su alrededor, pegados unos a otros de forma irregular como si fueran panales de colmenas mal diseñadas y que alguien habría ordenado construir, sin ningún criterio ni proyecto urbanístico, entre aquellas calles sombrías y sucias donde se amontonaban enjambres de personas, unidas más por las miserias y la pobreza de cada una de ellas que por una lógica convivencia social y humana.

Pertenecer al Cuerpo Nacional de Policía podía suponer, para muchos, un buen refugio para tener un futuro laboral asegurado e, incluso, es posible que para algunos de esos miembros policiales fuera también un honor. Pero, en cuanto el destino (o más bien la mala suerte) les llevaba a servir y a hacer cumplir la ley en el distrito policial que incluía el barrio de “El Polvorín”, todo cambiaba, y solo alguno de ellos mantenía ese espíritu especial que, como servidores de la ley, se supone que debería impregnar cada una de sus actuaciones en cumplimento de la legalidad vigente. Lo normal era que cualquier excusa fuera buena para solicitar el traslado a otra zona menos conflictiva: a veces un acto glorioso que les diese la oportunidad de solicitar nuevo destino (aunque esto no era fácil que se produjera entre aquel ambiente); otras, una actuación premeditadamente nefasta, que aconsejara a la jefatura policial alejarles del lugar por temor a represalias personales difíciles de prever, o de movilizaciones sociales imposibles de sofocar cuando el barrio se soliviantaba bajo su propia y anárquica ley de la venganza. Sin embargo (y esto supone una firme confirmación de esa ley no escrita que sostiene que toda regla tiene su excepción), allí seguía en el puesto de mando, desempeñando su función durante los últimos veinte años, el comisario José Castillejo, un tipo de aspecto duro, que aún presentaba un físico fuerte a pesar de los años; cabello entrecano enmarcado y peinado hacía atrás, y un rostro en el que todavía se reflejaba un cierto atractivo, como si las huellas que le había ido dejando el paso del tiempo no hubiesen podido borrar del todo los rasgos seductores de su juventud.Nadie conocía si su permanencia en aquel lugar era una decisión personal y voluntaria, o si, por el contrario, existía algún hecho oculto en su expediente por el que le hubieran castigado y aparcado en aquella comisaría durante tanto tiempo, cuando ningún otro de sus subordinados había aguantado más de los cuatro años que, como si fuera un obligación formativa más al salir de la academia, eran casi de obligado cumplimiento antes de poder solicitar un traslado a cualquier otro de los distritos policiales.

Desde hacía algún tiempo, todos los que estaban bajo sus órdenes sabían que allí acabarían los días del comisario como servidor de la ley y perseguidor de maleantes y criminales, pues había clavado, en el exterior de la puerta de madera de su despacho, un calendario de números grandes y bien visibles, en el que iba tachando con rotulador rojo, como si fuera un jovenzuelo a punto de licenciarse, los días que le quedaban para la jubilación: dos meses y dos días, y ni uno más pensaba permanecer entre aquellas paredes. Y, si había puesto esas hojas del calendario en un lugar tan visible, no era por casualidad ni por ganas de contar a sus subordinados los deseos intensos que tenía de alejarse, al fin, de aquel sillón y aquella mesa que durante tanto tiempo había ocupado. No, no eran esos los motivos por los que había puesto tan evidente anuncio en la puerta; la única razón por la que dio a conocer, públicamente, a todos y cada uno de los que estaban bajo sus órdenes, los días que restaban para irse a su casa libre de todo servicio, estaba resumida en una frase que escribió al final de las hojas del calendario con rotulador de punta gruesa y letras mayúsculas: “AL QUE ME JODA CON ALGÚN CASO ANTES DE JUBILARME, LO JODO VIVO”.

Todos sabían que al comisario José Castillejo le habían prometido, al final de sus días de servicio, la entrega de una medalla por sus méritos profesionales, y aunque era una condecoración de rango menor, llevaba aparejada una compensación económica a agregar a su baja pensión oficial, y no estaba dispuesto, según dijo a voces en mitad de la comisaría, a que ningún poli de medio pelo, con ganas de medrar o de conseguir un traslado, le jodiese la medallita.

Aunque a ninguno de los policías a su cargo les pareció muy convincente esta explicación, sin embargo, al comisario Castillejo le vino bien para dejar perfectamente claro que los casos importantes que surgieran durante el poco tiempo que le restaba de estar allí, tenían que cerrarse sin mucho ruido y de manera rápida, y, por supuesto, siguiendo sus instrucciones al dedillo; daba lo mismo que fuesen robos, muertos o el asesinato de mismísimo Presidente, si llegara a producirse. Y en ese impasse estaban todos los miembros de la comisaría, haciendo como que hacían pero sin meter las narices en nada que les comprometiese, cuando llegó el aviso de un apuñalamiento, con resultado de muerte, en un piso situado diez calles más arriba de donde estaba el edificio policial.

Nadie se quería comer ese “muerto” después de lo que el comisario Castillejo había escrito y gritado a todo pulmón para que todos se dieran por enterados. Pero la realidad era que no se podía archivar un caso así, o dejarlo paralizado hasta que llegara el nuevo jefe, y mucho menos después de que se ampliara la información y se supiera que la muerte no se había producido entre maleantes o drogadictos por un asunto de ajuste de cuentas, que siempre es más fácil de torear sin precipitarse, sino que había sucedido en el entorno familiar, lo que podría llevar a pensar en un crimen pasional, o lo que sería aún peor, en un homicidio que pudiera entrar de lleno dentro de lo que se consideraba violencia de género; lo que pondría en guardia a toda la prensa seria y menos seria, y no solo a la prensa, sino a ministros, alcaldes y asociaciones políticas y sociales de todo tipo, por lo que no habría manera de poner sordina al caso, y ese ruido mediático no era, precisamente, lo que buscaba ni deseaba el comisario Castillejo en esos momentos.

En cuanto se conoció la noticia, la mayoría de los agentes policiales empezaron a escabullirse con disculpas de lo más variopintas, sin importarles que fueran un tanto increíbles, porque en las especiales circunstancias que se vivían en la comisaría, ninguno quería comerse ese “marrón”, pues resultaría muy difícil no tener que enfrentarse al comisario si se querían hacer las pesquisas y llevar los indagaciones del supuesto crimen con un mínimo de profesionalidad.

El bar de la esquina se llenó de uniformes y placas de policías, procurando todos ellos alargar el café lo máximo posible. No es que fuera un lugar idílico en el que pasar la mañana, pues a pesar del gran cartel donde se indicaba la prohibición de fumar, las colillas apagadas invadían cada rincón del local, y el olor a fritanga barata impregnaba todas las paredes, pero, al menos, servía para que el dedo índice del comisario no les señalara y les adjudicara la investigación de la violenta muerte anunciada.

El “marrón” le tocó al último que había entrado a formar parte de la plantilla, el subinspector Alonso. Éste no era un novato recién salido de la academia policial, por lo que, en su momento, todos sospecharon que si le habían castigado destinándolo al Distrito Sur, era más que probable que hubiese sido por algún hecho oscuro que habría manchado su expediente.

El comisario no tuvo dudas a la hora de elegirlo, porque, aunque se trataba de un policía muy metódico, al tiempo era reservado y poco locuaz, y eso le permitiría, en el caso de que al final fuera necesario, contar con su discreción. Y dado que, por lo que él ya conocía, algo importante se ocultaba en su expediente, siempre le sería más fácil forzarle para que siguiera las líneas de investigación que a él más le conviniera, y convencerle para que aceptara sus propuestas.

Lo llamó con voz enérgica y autoritaria:

—¡Alonso, le quiero ver delante de mí, al instante!

El subinspector Alonso no tardó en acudir al despacho del comisario, e, introduciendo media cabeza entre el hueco que dejaba la puerta entreabierta, dijo con voz queda:

—¿Da su permiso?

—Pase, coño, pase, que aquí hace ya tiempo que dejamos los buenos modales de la escuela. Esto es la puta comisaría del Distrito Sur.

Entró despacio, y a un gesto de la mano de su jefe se sentó en la silla que tenía delante.

—Usted me dirá.

—Veo que le ha tocado en suerte, buena suerte la suya, —apostilló con retranca el comisario— el caso que nos acaban de comunicar de un supuesto homicidio o asesinato cerca de esta comisaría.

—Así es, señor.

—Bien, bien. Pues antes de que vaya usted hacia allá, para iniciar la primera comprobación visual, le voy a pedir que vuelva a salir de este despacho y mire lo que hay en el exterior de la puerta.

El subinspector Alonso, perplejo por la insinuación del comisario, que en modo alguno esperaba, permaneció quieto, muy quieto sobre la silla, sin saber si le estaba gastando una broma, broma que no venía a cuento en aquel instante, o si se lo estaba diciendo en serio. Cuando lo llamó y le invitó a sentarse pensó que le querría hacer alguna recomendación especial sobre el asunto que iba a investigar, o que le daría algún consejo profesional que le viniera bien para resolver al caso, pero lo que nunca se pudo imaginar es que le mandara a ver el calendario que tenía colgado a la entrada para que todos lo vieran y supieran cuantos días le quedaban para su jubilación, junto con la recomendación, o más bien amenaza, que allí había escrito. Una vez sobrepasados los primeros momentos de sorpresa, el subinspector Alonso se apresuró a contestar:

—Si se refiere a esas hojas del calendario donde están marcados los días que le faltan para su jubilación, creo, señor, que lo conozco bien, pues me he fijado en ello en más de una ocasión, y, con todos los respetos, opino que no es necesario que vuelva a mirarlo.

—¿Y…? —el comisario dejó la interrogación en el aire mientras le miraba con detenimiento.

—Entiendo su situación, y créame si le digo que he sabido comprender muy bien el comentario que acompaña a los números que tiene marcados en rojo.

—Pues entonces es posible que usted y yo nos llevemos bien los días que aún me quedan de ser su jefe —el comisario se recostó sobre el viejo sillón que le había acompañado durante los últimos veinte años, y que crujió al sentir el peso del cuerpo que se aplastaba contra él, y después de un largo y sonoro suspiro, y con voz pretendidamente amigable, siguió hablando mientras miraba de frente a los ojos de su subordinado—. Atienda bien a lo que le voy a decir y no olvide ninguna palabra cuando investigue el caso que le ha tocado. En este barrio, que para usted es nuevo pero que yo llevo conociendo durante muchos años, a los muertos se les llora poco y se olvidan rápido. Incluso a algunos se les olvida toda la relación de parentesco o amistad con el difunto antes de que llegue la hora del entierro, para que sean los servicios públicos los que se hagan cargo de los gastos del sepelio. Por lo tanto, la investigación corta y escueta: quién es el muerto; lo que se pueda saber del asesino o asesina, sin entrar en muchos detalles y sin buscar explicaciones que enreden el caso; algún hecho, real o inventado, que justifique la muerte y… a cerrar el expediente con urgencia y sin muchas preguntas. Y no se complique la vida, porque si se la complica de rebote me la va a complicar a mí, y en mi especial situación no sería bueno para usted que esto sucediera.

El subinspector Alonso permanecía callado sin saber si el comisario había terminado o si aún quería comentarle algo más sobre la supuesta muerte que le había tocado investigar. Si al principio, después de las primeras palabras de su jefe, se había quedado perplejo ante la insinuación que le había hecho para que saliera a ver el calendario clavado en la puerta, ahora, con lo último que le había dicho, estaba estupefacto, pues de una manera clara y sin tapujos le estaba sugiriendo, o más bien ordenando, que hiciera una investigación rápida y chapucera, incluso sin que le importara mucho si los hechos eran verdaderos o falsos, todo para que nada interfiriera en su próxima jubilación, con medalla incluida, o eso parecía por las instrucciones que le estaba dando. No estando en nada de acuerdo con el planteamiento que le acababa de proponer el que todavía era su jefe, y a pesar de que no tenía ninguna seguridad de que lo que iba a comentar le pudiera gustar al comisario, se atrevió a decir:

—Tal vez debería contemplar la posibilidad de que si hacemos una investigación exhaustiva con un resultado brillante, eso podría redundar en laureles para usted como comisario jefe de este distrito. Yo le cedería toda la gloria de la investigación como corresponde, y…

El comisario le interrumpió mostrando una inequívoca mueca de profundo cabreo en su rostro:

—¡Coooño! ¡¿No ha entendido usted nada?! ¡Todos los laureles, toda la gloria me la paso yo por los cojones, Alonso! Me quedan dos meses y dos días para que me den la jubilación y esa puta medalla para que mi pensión sea menos sufrible, pero todavía mando yo en esta maldita comisaría, y no estoy dispuesto a que nadie me joda lo que me resta de vida; sí, escúcheme bien, no voy a permitir que nadie juegue con mi futuro por el simple hecho de creerse un poli muy profesional, aunque usted ahora no lo entienda. Si quiere ser un héroe espere a que llegue el nuevo comisario, y después hagan ustedes lo que les salga de la punta del capullo. Le repito. ¡Una investigación rápida y de tres líneas: el muerto; el presunto asesino o asesina, sin buscar más culpables; y el motivo, real o inventado, del crimen, lo que más fácil le resulte! ¡¿Me ha entendido ahora?!

Después de ver la cara crispada del comisario, el subinspector Alonso sabía que nada podía argumentar en aquellos momentos, pues todo lo que se le ocurriera comentar agravaría aún más la situación. Pensó que una vez que comenzara las indagaciones, tal vez, si los hechos lo demandaban, podría hacer cambiar de opinión a su jefe. Sin más, y para intentar dar por finalizada aquella conversación, dijo:

—Señor, hace ya una hora desde que nos dieron el aviso del suceso. Creo que sería conveniente que me acercara hasta el lugar de los hechos.

—No se preocupe, Alonso; como ya le dije, aquí a los muertos se les hace poco caso, y, además, es muy posible que allí ya esté la guardia municipal y algún que otro sanitario no haciendo nada importante, pues los muertos no necesitan ayuda sanitaria ni de ningún otro tipo, pero, entre unos y otros, cubren bien el expediente administrativo. Vaya con tranquilidad, y recuerde bien lo que le he dicho.

Después de un cortés y subordinado: <<Le tendré informado>>, el subinspector salió del despacho y, cogiendo una carpeta, se fue hacia el lugar desde donde habían denunciado el supuesto crimen.

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SINOPSIS

Novela: J.F.C.

Género negro

Esta pregunta es la que se tuvo que hacer el subinspector Alonso al final de la investigación del caso que le había tocado en suerte: ¿Está justificado si alguien se toma la justicia por su mano cuando la injusticia triunfa sobre la justicia por culpa de las propias Leyes?

Todo comenzó cuando llegó el aviso de un apuñalamiento, con resultado de muerte, que se había producido cerca de la comisaría del Distrito Sur. El subinspector Alonso se dispuso a hacer una investigación concienzuda y seria en contra del criterio de su propio jefe, el comisario Castillejo. Lo que en un principio parecía ser un simple homicidio por un fatal desencuentro familiar, pronto se fue complicando según iban avanzando la indagaciones, y nuevos descubrimientos le llevaron al subinspector a relacionar este caso con una organización internacional secreta que actuaba bajo unas enigmáticas siglas: J.F.C., cuyos miembros actuaban al margen de la Ley movidos por un personalísimo concepto de: “Justicia Reparadora”.

Si ya de por sí el descubrimiento de esta secreta sociedad había sido para el subinspector Alonso toda una enorme sorpresa, esta se vio incrementada cuando descubrió quiénes eran los que la dirigían y los hechos que ejecutaban, aunque la mayor sorpresa la tuvo al final, cuando él mismo se tuvo que hacer la misma pregunta antes de tomar una decisión trascendental en su vida: “¿Es lícito tomarse la justicia por su mano cuando…“

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