El héroe insuficiente

El héroe insuficiente

A Grilo:

Pero cuando llega la gloria, regalo de los dioses

Aparece una luz resplandeciente y la vida es dulce como la miel

(Píndaro, siglo VI—V A.C.)

A Diodoro:

El éxito resulta más dulce

Para quienes nunca lo alcanzan

(Emily Dickinson, siglo XIX D.C.)

Los Dióscuros

Nos llamaban Dióscuros, como si mi hermano y yo fuéramos la reencarnación de Cástor y Pólux, pero no hay tal, solo la coincidencia de ser gemelos.

Ya sabes, es materia debatida cómo Cástor y Pólux pudieron ser engendrados la misma noche. Hay quien dice que a Leda, su marido apenas se bastó para abrirle el apetito de la entrepierna, y que sólo el mismísimo dios fue capaz de saciarla un rato después, fuera en forma de cisne o de cualquier otra manera. Y yo me pregunto, ¿qué necesidad tenía Zeus de encarnarse en un animal pudiendo hacerlo en el propio Tindáreo para que éste, dueño de la potencia divina y la humana, depositara en Leda la doble simiente que los engendró?

Estaba predestinado que sólo uno de ellos muriera, y fue Cástor. Pólux, al que se otorgaba la inmortalidad, suplicó a su padre Zeus que no le permitiera sobrevivir a su hermano. Y el dios accedió, permitiéndoles disfrutar alternativamente del cielo medio año cada uno, mientras el otro espera su turno en los infiernos.

Pero mi hermano Grilo ha muerto y yo le sobreviví. Hace ya dos años.

Y si nosotros poco teníamos que ver con los Dióscuros, menos aún se parecía mi madre Filesia a la rubia Leda. Filesia era menuda, morena, muchos años más joven que Jenofonte. Desde que nació en algún lugar cerca de Mileto que ni ella recordaba, siempre vivió sometida a alguien. Desde niña a su ama Aspasia, la milesia concubina de Ciro, a la que fue entregada por las leyes humanas. A la necesidad de seguir y servir a un hombre que la protegiera entre el tumulto de la retirada, y afortunada ella porque topó con mi padre. Y luego a nosotros sus hijos, por instinto de madre.

Mi madre tenía catorce o quince años cuando en la confusión de la batalla, mientras los griegos ponían en fuga al enemigo y Ciro moría tratando de dar muerte a su hermano, el campamento fue saqueado y capturada su ama. Ella se refugió en el campamento griego, entre los bagajeros que lo defendían. Esa misma noche, huyendo de esos mismos bagajeros que la maltrataban, buscó y encontró a mi padre. Lo conocía de la antesala de los séquitos que visitaban a Ciro.

Recién nacidos, Filesia me daba el pecho en primer lugar porque yo soltaba el pezón sin acabar de saciarme y Grilo, que venía detrás, vaciaba ambos en un santiamén. Y cuando yo, hambriento, volvía a llorar, Filesia estrujaba sus pechos vacíos.

Así me lo contaron de niño, en esos relatos de familia que se repiten tantas veces hasta que forman parte de ti. Así fue cómo llegó a casa Polixena: hacía falta una nodriza. Lo dijo mi padre con el mismo tono con el que antaño hubiera dicho “allí hay agua”, “aquella aldea tiene víveres”, “este vado es bueno”. Filesia sufría: quería ser ella misma la que nos alimentara a los dos. Pero uno de los dos lloraba, mientras el otro, Grilo, dormía satisfecho.

Agesilao, el rey de Esparta que protegía a mi padre y sus cireos, el mismo que al nacer nos comparó tan equivocada y funestamente con los Dióscuros lacedemonios, se encargó en persona de encontrar a orillas del Eurotas una digna hija de Leda para los hijos de Jenofonte. Polixena era alta, robusta, rubia. A su lado, mi madre empequeñecía.

Polixena nunca me tuvo a mí, no lo consintió Filesia. Pero no pudo evitar que Grilo se criara en sus brazos, ni que luego, a pesar de lo prometido por Jenofonte cuando trajo a la nodriza, lo llevara de la mano durante sus primeros pasos. Y aunque Grilo, igual que yo, tenía el mismo cabello que nuestra madre, más oscuro que la noche, los que no sabían o llegaban por primera vez a Escilunte pensaban que Polixena era la madre de Grilo tanto como Filesia lo era mía.

Así que, a diferencia de los Dióscuros, que tuvieron dos padres en una sola madre, nosotros dos somos hijos de un mismo padre, de Jenofonte, pero nos criamos con distinta madre. Grilo, en los brazos despreocupados de Polixena, la muchacha espartana. Yo, Diodoro, en el pecho insuficiente de Filesia.

Y a pesar de ser gemelos y en todo iguales de cuerpo y presencia, cuando Jenofonte nos zarandeaba en el aire y nos pellizcaba y mordía, mi hermano se le revolvía y le arañaba la cara como haría cualquier cachorro de perra, mientras que yo me echaba a llorar. Y cuando mi hermano empujaba las caderas de su nodriza espartana con la inapelable convicción de que sería capaz de derribarla, él congestionado por el esfuerzo, ella por la risa, yo me arrimaba al regazo de mi madre para escuchar con los ojos cerrados las historias que me contaba. Pero cuando ella callaba, yo sabía, sin abrir los ojos, que los suyos estaban buscando a Grilo.

Y recuerdo muy bien —y si no es verdad que se tengan recuerdos de tan temprana edad, me lo han contado tantas veces que ya son parte de mí—, cuando alguien nos levanta del suelo, y nuestro padre nos coge, primero a mí y luego a mi hermano. Y aunque sientes los brazos de tu padre alrededor, su pecho en tu espalda, y aunque Grilo, delante de mí, agarra con total confianza las crines del caballo, yo, asustado por algún relincho o por la altura, rompo a llorar. Filesia levanta las manos para agarrarme y bajarme, pero Jenofonte la reprende y obliga al animal a dar una vuelta y otra y otra delante de casa, mientras Grilo ríe y palmea.

Seguramente mi padre pensó que se había equivocado al elegir esposa, incluso en vida de mi madre. Cuando me veía agarrado a Filesia, y luego veía a Polixena sujetando a Grilo para que no escapara de sus brazos, no dejaba de pensar que esa era la razón de que uno riera donde el otro lloraba, de que uno se levantara de sus tropezones sin un lamento y el otro no se atreviera a soltar las manos de su madre, de que uno jugara con los perros a meterles la mano dentro de la boca y el otro los rehuyera temeroso.

En Jenofonte no tardó en prender el deseo por una mujer joven, hermosa y capaz, si es que no lo tuvo desde el primer día que la vio.

Sé que fue un día de verano, a la sombra de los chopos junto al río. Lo supe no mucho después de morir Jenofonte, en el patio de nuestra casa de Corinto, mientras Polixena hilaba y yo escribía. Ella me decía:

— Ya sé que no soy tu madre. Ni lo soy, ni tú nunca me has considerado tal. Pero te he criado igual que a Grilo. O casi tanto. Y no es culpa mía ni de tu madre que pasara. Son cosas que ocurren porque hay mujeres y hombres. Yo estaba en el río con vosotros, él me llevó aparte y, bueno, no pasó nada, había gente cerca. Pero me dijo: ven esta noche. Y añadió algo que me chocó: si quieres, no te obligo. Porque yo era una criada. Y nunca he dejado de serlo.

Yo me imagino a Jenofonte bajando los brazos que la sujetaban, tratando de creer él mismo que con ese “no te obligo” y ese gesto de quitarle las manos de encima le daba la libertad que no tenía. Porque es verdad: Polixena nunca dejó de ser una criada, una nodriza que cuando dejó de darle el pecho a Grilo prolongó su cometido haciendo de madre para nosotros dos y compartiendo el lecho de mi padre.

Y me imagino que Polixena se apartaría de él apresurada, como si las risas de los niños, de Grilo y mías y de otros, que se oían no muy lejos, hubieran roto un abrazo invisible mucho más fuerte que los brazos contenidos de Jenofonte. Pero no dejó de acudir esa noche y las siguientes. Quizás ella pensaba que no se podía negar a lo que le pedía su dueño, quizás era también deseo, el deseo de una mujer joven, y una intensa curiosidad por saber cómo sería el hombre que la dejaba escapar sin poseerla allí mismo, a la orilla del río, diciéndole, con la respiración agitada y los ojos brillantes, que era libre, cuando era su esclava.

— ¿Y sabes cuando empezó todo? Una vez Jenofonte se encontró conmigo cuando volvía del rio. Yo sujetaba el cántaro a la cintura con una mano mientras con la otra le daba el pecho a Grilo. Él se me quedó mirando. Creo que pensaba que el cántaro estaba lleno, porque yo volvía del río. Estaba vacío, no recuerdo por qué pero volvía con el cántaro vacío —y en su rostro se dibujaba una media sonrisa con los ojos bajos.

No sé tanto de mujeres como de perros o caballos, pero puedo suponer que en el lecho Jenofonte encontró a una Polixena que besaba rabiosamente hasta morder y que le empujaba las nalgas aprisionándolas con sus talones, muy diferente de mi madre. Como los perros a los que se maltrata de cachorros y que crecen siempre sometidos y apaleados, Filesia nunca se entregaría confiada, nunca acabaría de abrir las piernas hasta que él no se las separara con las rodillas. Entrar en ella sería a veces doloroso para ambos. Pero con Polixena, Jenofonte sentía que su miembro naufragaba cálido y húmedo para, cuando ella así lo quería, sentirse aprisionado y estrujado como jamás imaginó que se pudiera. Y se asombraba una y mil veces de tanta diferencia: una apenas enrojecía las mejillas y suspiraba, mientras la otra era capaz de tragarlo en un espasmo interminable de placer.

Y luego murió mi madre. La flecha de Apolo, envenenada de tristeza y amargura desde que nosotros nacimos, acabó de hundirse en ella con aquellos desamores de mi padre. Murió Filesia y fue Polixena la que acudió a protegerme, antes incluso de que mi padre se diera cuenta de que Grilo no quedaba huérfano, pero que yo lo era doblemente. Fue Polixena la que enseñó a mi padre a tratarme de una forma diferente. Porque yo era tan capaz como Grilo, lo demostré con el tiempo, pero el reniego que con Grilo era acicate, conmigo eran lágrimas, y mi padre se convenció cuando aprendí lo que él más deseaba después de vernos caminar y de escucharnos hablar: vernos encima de un caballo con las riendas entre las manos. Lo aprendí tan bien como Grilo, aunque un poco más tarde. Reso –apenas me acuerdo de su rostro, un criado cretense— me levantaba del suelo y me colocaba sobre la grupa. Sus dedos quedaban acariciando al caballo como al descuido, cerca de mi muslo. Al otro lado, Polixena me ponía las riendas entre las manos y al hacerlo, parecía que me hacía entrega de las suyas, suaves y fuertes. Unos pasos detrás, donde Polixena le había dicho que se quedara, estaba Jenofonte, asombrado de que él mismo, que sabía todo sobre caballos, ahora estaba aprendiendo de una muchacha y un criado como educar a sus propios hijos.

Y yo, quizás, si hubiera podido reflexionar como un adulto, hubiera pensado como mi padre, que Polixena empequeñecía a Filesia. Pero era un niño y nunca olvidas, aunque apenas recuerdes. la primera cara, los primeros brazos y el primer pecho que te acoge.

Jenofonte imaginaba qué hijos hubiera podido concebir con una mujer que era casi tan alta como él, y tan fuerte que podría sostener un escudo durante muchas horas como el mejor de los hombres. Del hubiera podido pasó a pensar si podría, porque empezó a ver en Polixena virtudes que no imaginaba. En ningún momento le dijo: gobierna la casa y manda a los criados. Pero vio que estaba al tanto de las cosas que había que hacer. Que se las recordaba a Jenofonte con palabras muy discretas, para que él no se sintiera a menos como dueño de la casa. Y Jenofonte empezó a probarla dando órdenes a través de ella, observando si era capaz de hacer que se cumplieran, vigilando si su carácter no cambiaba, si no se volvía altanera con los demás criados, o se tomaba confianzas que él no le había dado.

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Sinopsis de El héroe insuficiente.

Jenofonte tuvo dos hijos gemelos, Grilo y Diodoro. Grilo creció en la estela heroica de su padre; Diodoro, abrumado por la exigencia de su ejemplo.

Grilo murió joven -como corresponde a los héroes- en la batalla de Mantinea, en 362 a.c., un poco antes de que Jenofonte cumpliera los setenta años. Esta batalla pone fin a la hegemonía espartana y también, coincidencia que en modo alguno parece casual, punto final a las Helénicas de Jenofonte. Se nos ha transmitido la anécdota de que Jenofonte recibió la noticia de la muerte de su hijo limitándose a decir «yo ya sabía que mi hijo era mortal». Nada garantiza su autenticidad, pero ¿por qué habríamos de dudar de ella? Su transmisión hasta nosotros la convierte en una verdad literaria. Bien, el problema es que había otro hijo. Se sabe que participó en la batalla sin destacar por ningún lance y que sobrevivió a su hermano, pero nadie ha contado cómo lo recibió su padre. Ni tampoco cómo había sido su vida hasta ese momento. Ahí es donde entra la novela.

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