Efraím también tenía su talón de aquilesborrador

Efraím también tenía su talón de aquilesborrador

Aquella tarde de un miércoles de mayo del 75, no habría de apartarla de su mente, Etelvina Araque, en lo que le quedaba de vida. Recosía los últimos sacos de fique, con esa devoción espiritual conque de niña bordaba carpeticas y manteles para las monjas Clarisas en la Escuela María Auxiliadora, cuando escuchó unos ruidos extraños en el patio de la casa, pero no quiso distraerse de su tarea, al pensar que solo eran imaginación suya.

La estancia en que trabajaba Etelvina, era una de esas salas amplias de las casaquintas, que los propietarios de haciendas construyeron, en el pueblo para ostentar su riqueza y su poder político con bailes fastuosos a donde sólo acudían los dueños de la gtierra, después de la última guerra civil. Luego las casaquintas, se vinieron a menos, cuando entró la industrialización, y los ricos del pueblo vendieron sus haciendas y estancias urbanas, y se fueron a la capital, a invertir sus caudales en empresa, y en negocios de exportación de café y oro, el boom de la economía por esos tiempos

En las paredes deslucidas de la sala, que Etelvenina miraba con rubor, aún se dejaban ver, a manera de frescos, unas malas reproducciones eróticas de voyeurs, y ardientes escenas de amantes desnudos, del pintor Gustav Kimt, hechas para la que hace mucho tiempo fue la sala de recibo del mejor de los lenocinios que tuvo el pueblo, cuando compró la casa un vival, que se hacía llamar Jean Pagnol y descrestaba a la clientela con su hablar chapurriado francés, y sus falsas putas de Nueva Orleans, traídas de Venezuela y las Guayanas, donde habían sido desechadas por el uso y abuso, pero que Pagnol remozaba, a punta de lo que mejor sabía hacer: maquillaje y corte de pelo.

En el costado opuesto del salón, don Segundo, ya sesentón, pedaleaba un enorme telar de hilos y madera, y por sus entrecruzadas pitas pasaba la lanzadera, con la agilidad de manos de un prestidigitador, zurcía los sacos, que tenían como destino la aguja de Etelvina, la dueña del taller. Pegado al telar, sobre una caja de embalaje de tomates, su transistor de pilas mal sintonizado, ronroneaba una música que sólo los oídos de don Segundo podían reconocer.

Los sacos que recosía Etelvina eran prensados luego, en una compresora manual y subidos al camión de palitos del tuerto Fidelino, encargado de transportarlos ,entrada la mañana, a Hilanderías del Fonce, a la salida de San Gil, en la vía hacia Barichara, en una calle de putas y malandrines, la famosa Cueva de chulo, que Fidelino detestaba a morir. Una de esas putas, que se levantaban los clientes en lops andenes, lo había convencido una mañana, cuando descargaban el camión, de irse a la cama con ella . Soy la reina del culeo, le contó después en secreto a Etelvenia, que le había dicho la guaricha para convencerlo, aunque no tenía mala cara, y después de revolcarse con la mujer en una cama tembleca se quedó dormido, y la vagabunda aprovechó para encerrarlo en el cuarto apestoso (olía a orines y a vómito), dejándolo sin un peso en el bolsillo, que era un decir, porque le robó también los pantalones. Fue un mes fatal, le seguía contando a Etelvina. Para colmos se le enfermó la mujer y para salvar la difícil situación, tuvo que prestarle plata al agiotista del Pasaje de la casa de mercado, que solo la soltaba al dulce diez. Etelvina se le rió en la cara, eso le pasa por andar con guarichas, Fidelino. Ojalá no le haya prendido alguna enfermedad. Entonces el tuerto se acordó de incesante escozor en el pubis, y pensó que tendría que afeitárselo.

La tarde ya oscurecía. Etelvina volvió a escuchar esos ruidos horribles en el patio, de manera más tenebrante: graznidos de un pájaro grande que se estuviera ahogando. Un escalofrío le recorrió de pies a cabeza, como un miedo nuevo y extraño, pues no hay cosa que cause más angustia, que lo que uno desconoce, pero siente que puede hacerle daño.

-Oyó eso , don Segundo?- Tuvo que repetirle varias veces, para que la escuchara. Don segundo apagó el transistor

-No he escuchado nada.

– Unos graznidos , en el patio-

-(El viejo se rió a placer) Deben ser las brujas. Recuerde que ahí en el patio hay palos de limón y naranjo, y a las brujas les gustan las frutas ácidas para enfuertarlas con su saliva espesa, como lo hacían los indios con el maiz, y pasársela, luego boca a boca al cachón para emborracharse- Y volvió al chancleteo de y al arrojo de la lanzadera por entre las pitas, del armatoste de telar de palo, mientras Etelvina, se quedaba perpleja con la respuesta del viejo, porque no podía aclarar si don Segundo le hablaba en broma o en serio. Finalmente optó por creerle, son brujas, si graznan tan feo. El viejo debe de tener razón. Voy por unas tijeras y sal, para ponerles una trampa. A mí no me van a joder, ni menos a llenarme de miedo, estas muérganas. La gente que conocía de siempre el pueblo, porque nunca le había entrado la ventolera de irse para otra parte, pensaba que la casa que le habían arrendado las Solano a Etelvinia, eternas solteronas con mucha plata, que ni cortas ni perezosas se la compraron al falso franchute,cuando las putas cansadas de que las explotara, lo amarraron de pies y manos, obligándolo a que a que les diera la clave de la caja fuerte y se fueron dejándolo en la ruina, era una especie de sentina donde las brujas corridas de Malpaso, y la Cantera, habían encontrado el lugar perfecto, para hacer con el diablo sus horrendas orgías de borrachera y lujuria. Sin hacer ruido, salió del salón, traspuso el zaguán, directo a la cocina. Echó en un pocillo de latón cuatro cuatro cucharadas de sal. Luego fue a su cuarto y reburujó en un baúl claveteado unas tijeras grandes, y una linterna.

Al salir al patio, en lugar de las brujas, cuando alumbró al naranjal, vio a dos enormes guañucez que aleteaban , y se daban picotazos con estruendo. No son brujas. Mala señal . Son guañuces, y me trae que algo malo va a pasar, porque esos pajarracos son aves de mal agüero. Y recordó que la mañana cuando encontraron a la tía Romelia, flotando en El Añil, por los lados de Mensulí, los vecinos contaban que ese día que se ahogó la mujer, el lugar era una algarabía de guañuces, arracimados en los apalos de arce y arrayanes, cuando nunca se les veían por ahí. Era que presagiaban su muerte, decían por ahí los más viejos. Etelvina de sólo pensarlo, empezó a temblar, con esa tembladera que le cogía cuando pasaba el páramo de Berlín camino a Pamplona, donde tenía una hija casada con un zapatero remendón, y tuvo el mal presentimiento de que alguno de los suyos estaba a punto de sufrir una tragedia irremediable; y le vino a la mente Efraím, el hijo al que no veía desde hace mucho tiempo, y contaban las malas lenguas que andaba en malos pasos. Pero era su hijo, y lo quería como se quiere a un hijo bobo. Y se acordó de aquella oración contra todos los peligros, donde se invoca a San Miguel, y se arrodilló a rezar, con un fervor que ella nunca había experimentado, para blindar a su hijo de todo peligro y asechanza

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