Vivimos en una sociedad que lee menos y escribe más, la masificación de la información y el acceso a gran parte de los conglomerados humanos que permite las nuevas tecnologías ha exacerbado el ego natural de las personas, esto nos hace pretender que somos, en términos literarios, un talento que los demás deben conocer, nos preocupamos entonces por decir mucho sobre nosotros mismos (escribir) y escuchar menos sobre los demás (leer).

La escritura digital tiene inevitablemente un futuro promisorio en lo cuantitativo, pero pierde sus coordenadas artísticas y se convierte en un producto más de nuestra necesidad de reconocimiento. El arte, y la literatura es el arte de escribir, para que lo sea, debe ser íntimo y personal, sin pretensiones de fama, dinero o reconocimiento; solo así, lo que el artista haga pudiera ser trascendente.

La escritura como arte es un acto de egoísmo, lo bueno de la escritura digital es que ese acto de egoísmo en los verdaderos artistas tiene ahora un mar donde explayar sus cenizas, verter sus bondades y maldades, virtudes y defectos, para que lo anónimo se materialice en una opinión ajena, para que los personajes del más ignoto de los escritores salgan a pasear, para que la soledad del artista de las letras tenga una playa donde plantar sus huellas; más allá de las visitas que esa playa reciba.

Entender que todos los seres humanos somos un matiz diferente del mismo ser humano es uno de los grandes valladares que nuestra sociedad debe superar, para ello, un instrumento indispensable es la escritura digital. Una vez superada la etapa de lo cuantitativo, la sociedad del futuro escribirá menos y leerá más, acercándonos un poquito a nuestro único propósito existencial: ser uno, ser Dios.

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