De revoluciones y explosiones

De revoluciones y explosiones

Aloña Bakartxo

06/11/2017

La historia es terriblemente individualista. Lo es, porque, en última instancia, la toma de todas las decisiones, la consecución de todos los hechos, dependen únicamente de un muy reducido número de personas, aunque las consecuencias se dejen notar en un espectro mucho más amplio. Esta es una de las tesis esenciales que defiende Yuri Lotman en su obra “Cultura y explosión”, cuando introduce el esquema sabia-tonta-loca como clasificación de los comportamientos humanos que juegan y determinan el papel de la evolución cultural. Para Lotman, una persona sabia no es más que alguien cuya conducta, en relación al ámbito sociocultural, sigue las normas establecidas, y es completamente determinista en un sentido positivo del término. Una tonta, por contrapartida, es lo mismo que una sabia, pero el determinismo resulta ahora negativo en relación a su conducta social. Como muestra simple y sencilla, y siempre salvando las debidas distancias, dígase que una persona sabia llorará en los funerales de sus amigas o se alegrará en sus bodas, mientras que una tonta hará justo lo contrario, pero siempre siguiendo el mismo patrón. Alguna que esté loca, en el sentido lotmaniano del término, en cambio, podrá, además de reír o llorar en un funeral, montar una fiesta, aparecer vestida de cigala o anunciar a bombo y platillo que la difunta en cuestión fue abducida por seres extraterrestres. No tendrá un comportamiento definido, sino errático. Y, en cuanto errático, imprevisible.

La belleza de la teorización de Lotman estriba en la generación de información que implica lo imprevisible. Lotman era un semiólogo, estudiaba los sistemas de comunicación de las sociedades humanas mediante la identificación de las propiedades generales de los sistemas de signos empleados para relacionarse. Si todo lo que dos personas intercambian en su comunicación (cualquier tipo de comunicación) es sabido, la comunicación per se carece de sentido, pues no aporta nada nuevo a las implicadas; la comunicación ha de ser, desde ese punto de vista, un intercambio imperfecto de información. Esto no significa que dicha imperfección deba radicar en que las partes implicadas no compartan el mismo lenguaje o código para comunicarse (aunque bien podría ser), sino en un hecho más general que en la comunicación humana normal se asume implícitamente: una no identidad de base entre la persona hablante y la oyente. Esa no identidad podría darse, en un caso sencillo, por la diferencia de lenguaje o código que emplean ambas partes, o bien porque no comparten la misma base cultural, o bien por ambas razones, o bien por otras que podrían ser igualmente válidas. El caso es que todas esas diferencias pueden adscribirse, en último término, a una diferencia entre las esferas culturales que posee cada parte de la comunicación. Dichas esferas, que se consideran desde un punto de vista geométrico para ilustrar la idea gráficamente, podrán tener una zona de intersección, común a ambas, que dependerá de los marcos culturales que muestren las partes comunicantes. Si las esferas coinciden idénticamente, entonces se está en la situación anterior de transmisión perfecta de información, pero sin generación alguna de información nueva; si no se intersecan, en cambio, no podrá haber comunicación y, por ende, tampoco transmisión ni generación de información. Unas esferas que tengan una zona en común, por otro lado, podrán emplear dicha cultura compartida para intercambiar información entre las culturas no compartidas. El valor del diálogo, por tanto, resulta unido no a la parte que se interseca, sino a la transmisión de información entre las partes que no se intersecan. Lotman pone la siguiente paradoja sobre la mesa: el interés de la comunicación radica, justamente, en transmitir la información entre las partes que hacen que la comunicación se torne difícil. Y cuanto más difícil e inadecuada sea la traducción de una parte no intersecada a la otra, más valioso se hace el hecho de realizar la comunicación. La intraducibilidad de los conceptos es un requisito básico para la generación de información nueva, de ideas y nociones que salen a la luz gracias a la no comprensión entre las partes comunicantes. Ese conflicto comunicativo es, para Lotman, lo que hace que la cultura tenga posibilidades de evolucionar. El conflicto como motor cultural. El ruido como canon de belleza.

La relación de todo esto con el concepto individualista de la evolución histórica, introducida al principio, tiene que ver con el hecho de que, para Lotman, hay ciertas dinámicas culturales que responden a distintos ritmos de evolución. La obra de Lotman es, en cierto sentido, una generalización al ámbito sociocultural de lo que expuso su contemporáneo Thomas Kuhn en “La estructura de las revoluciones científicas”. Kuhn, historiador además de físico y filósofo, defiende que hay ciertos requisitos coyunturales que han de darse para que una teoría científica, alternativa o secundaria a la dominante en la sociedad, pase a tumbar la visión mayoritaria. En la implantación de la visión heliocéntrica, en las leyes físicas de Newton o en el desarrollo de la teoría de la relatividad de Einstein, ejemplos clásicos donde los haya, Kuhn es capaz de ver factores comunes y, entre ellos, da una importancia capital a la diseminación de un lenguaje distinto, capaz de captar los nuevos conceptos científicos que se conciben. Estas revoluciones, que son puntos históricos en los que la incertidumbre científica se encuentra en auge y, por tanto, en la fase de generación de información, son lo que Lotman identifica con las denominadas “explosiones” culturales que, si bien en el caso de Kuhn se limitan al ámbito científico, aquél sostiene que pueden darse en cualquier esfera sociocultural. La caída del imperio romano, la reforma protestante, la revolución rusa de 1917 o la desaparición del bloque soviético serían los homólogos de las revoluciones de Kuhn en el sentido lotmaniano, hechos que no solo afectan al desarrollo geopolítico o social de una parte de la sociedad, sino que fuerzan a que las interrelaciones culturales o, por usar sus propios términos, la semiosfera, cambie. Es en los momentos de explosión en los que Lotman postula que las decisiones, la racionalidad, dejan de ser deterministas, y se vuelven altamente impredecibles; en los momentos de explosión, decantarse por cualquiera de las opciones disponibles puede suponer una diferencia radical en las consecuencias subsiguientes y, por tanto, cualquier persona que esté al mando de dicha toma de decisiones se vuelve, a ojos del esquema anteriormente planteado, una loca. Si el conflicto es el motor cultural, el acelerador siempre lo pisará una demente, entendida en su particular acepción.

Lo interesante en toda esta cuestión llega cuando se consideran todas las dinámicas anteriores desde un punto de vista tecnológico. Lewis Mumford, además de historiador, sociólogo y filósofo, fue un reconocido urbanista que dedicó gran parte de su obra a la filosofía de la técnica y la tecnología. En su trabajo “Técnica y Civilización”, ya en 1934, y antes de que tanto Kuhn como Lotman realicen sus contribuciones, Mumford establece un nexo entre el conocimiento científico y el espacio sociocultural. Para Mumford, el puente que se tiende entre ambas esferas es la tecnología, que cumple la labor de instrumentalizar las ideas científicas para hacerlas prácticas e integrarlas socialmente. Uno de los ejemplos que ilustran su punto de vista es de una simpleza pasmosa: la invención del reloj. No habla, en este sentido, del reloj de sol o de los calendarios lunares, existentes desde épocas más tempranas, sino de la noción de medida del tiempo, del tiempo entendido como concepto mensurable. Explica así que, debido a las necesidades monásticas surgidas en un momento dado del medioevo, los monjes, atados al rigor de la vida religiosa y a sus costumbres diarias de oración, se encuentran ante la coyuntura de tener que dividir el día en espacios de tiempo cuantificables, para cumplir debidamente con sus variadas obligaciones de culto, rezos y plegarias. Las implicaciones del reloj moderno, más allá de satisfacer su función original, se dejan notar en todas las esferas socioculturales posibles. El mismo Mumford detalla cómo el tener un tiempo físico, tangible, hace que ya no se coma cuando se tiene hambre, ni se duerma cuando se tiene sueño, ni que el día se ponga en marcha cuando canta el gallo. A excepción de ciertos gremios u oficios, como los pastores o agricultores que continúan con su ciclo de trabajo inherentemente ligado al ritmo de la naturaleza, los demás ámbitos sociales sufren un cambio esencial, conceptual e irreversible en cuanto a la manera de pensar y de comunicarse. Todo queda sujeto, en ese sentido, a la nueva mecánica del reloj, que impone un tiempo artificial o ficticio tácitamente aceptado por la sociedad de hoy en día. Obviamente, el proceso de asimilación no es instantáneo, ni mucho menos, y es por ello por lo que hay que tener especial precaución con el concepto explosivo de la teoría de Lotman. Una explosión, en términos semiológicos, no hace alusión a una dinámica rápida del fenómeno, sino más bien a su radio de acción, aduciendo, en el caso particular del reloj, a que su influencia se hace notar en diversos estratos culturales de la sociedad. Es reseñable cómo, en este sentido, un concepto abstracto de corte primordialmente científico, como puede ser la medida del tiempo, se materializa e integra en la sociedad por medio de una invención tecnológica. Mumford es quien consigue que Kuhn y Lotman puedan darse la mano en ese aspecto. Revolución y explosión. Ciencia y cultura.

Ninguno de los autores citados vivió lo suficiente como para ver el despliegue tecnológico de la era de la información actual. Sí lo hizo Alvin Toffler, sociólogo y escritor, autor de la obra “El shock del futuro”. Sin embargo, Toffler merece una mención especial. Aunque Lotman, Kuhn y Mumford mueren en la década de los 90 y Toffler lo hace casi treinta años más tarde, con todas las implicaciones tecnológico-culturales que ello supone en retrospectiva, el trabajo de Toffler data de 1970. Como se deja deducir del propio título del libro, Toffler adopta un punto de vista visionario que contrasta con el de sus contemporáneos, más centrados en analizar la casuística histórica y de describir posibles patrones culturales derivables de la misma. “El shock del futuro”, en ese sentido, trata de anticiparse a los potenciales efectos que podría tener un avance tecnológico en términos sociales, y propone una tesis intrigante. Toffler sostiene que puede haber casos en los que la sociedad no esté preparada para asimilar toda la información que se pone en circulación mediante la irrupción de una nueva tecnología. Lo que viene a decir es que ese nexo entre ciencia y sociedad a la que hace referencia Mumford, que en boca de Kuhn adquiere el matiz de revolución y en el de Lotman el de explosión, puede trastocar de tal manera el panorama sociocultural que adecuarse al nuevo lenguaje puede suponer cierto tiempo. De esta manera, Toffler replantea los términos revolución o explosión empleados por sus contemporáneos, añadiéndoles la idea de que su asimilación por parte de la sociedad depende de lo capaz que sea ésta de digerir la cantidad de información generada. Las revoluciones, o las explosiones, tienen un cariz pedagógico. Terminan cuando se aprehende lo que quieren enseñar.

La era de la información es una explosión lotmaniana, una revolución a lo Kuhn, un reloj moderno de Mumford, un shock adicional de Toffler. Pero tiene una peculiaridad: genera información sobre la misma información. Metadatos, redes sociales, big data, personalización, chips integrados, sistemas embebidos, nubes, espacios virtuales, medios virtuales, realidades virtuales y quién sabe cuántos conceptos más. La matriz de toda esta jerga es Internet, el exponente de toda la nueva tecnología, el dios por el que se sacrifican todos los esfuerzos. Internet se ha vuelto tanto ontológico como teleológico. Y no es un fenómeno nuevo; no, al menos, en términos históricos. Mumford, además del reloj, muestra que las civilizaciones han tenido que pasar por este tipo de procesos con la introducción del lenguaje escrito, dejando de lado la tradición oral, o con la invención de la prensa, que echaba por tierra la filosofía de la escritura. Pero la memoria es flaca, y lo es más cuando los cambios tecnológicos mayores quedan relegados a un espacio de tiempo tan amplio. Y existe un coste, un peaje, que ya se está pagando: lo muestra Nicholas Carr en “¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?”, cuando desgrana cómo las nuevas tecnologías de la información cambian la dinámica del pensamiento. Y advierte: el cerebro es un órgano plástico, tanto metafórica como literalmente. Varía su morfología al adquirir nuevas funcionalidades, y las que está procurándose a través de Internet tienen que ver con unos patrones mucho más rápidos de exposición a la información, pero con un procesamiento del mismo mucho más lento, básicamente porque Internet, desde su concepción, está pensado para actuar como un escaparate gigante, un enorme pozo sin fondo que ofrece bloques y bloques de bits sin un proceso de filtrado intermedio. Si la persona tras la pantalla no es lo suficientemente crítica, puede terminar encontrándose en un perpetuo shock de Toffler, puesto que no puede llegar a consumir ni a procesar toda la información y, por tanto, tampoco puede llegar a asimilarla. Lo muestra Eli Pariser en “El filtro burbuja”, en el que revela cómo esa ingente cantidad de datos puede llegar a personalizarse y destilarse hasta el punto de crear un espacio individual de información que carece totalmente de espíritu crítico constructivo. Un perpetuo shock de Toffler que, además, bombardea siempre con la misma cantinela, haciendo que cada cual viva en su particular mundo paralelo, en una suerte de distopía que ya adelantaba Aldous Huxley en “Un mundo feliz”, solo que el soma particular lo compondrían, en este caso, torrentes y torrentes de bits en vena. Y lo muestra Juan Soto Ivars en “Arden las redes”, en el que expone los efectos que puede conllevar el traspaso del arte del debate y de la comunicación al plano puramente tecnológico. Si estamos tan informativamente atomizados como sostiene Pariser, y somos cada vez más incapaces de filtrar críticamente la información como defiende Carr, es perfectamente plausible que se den las situaciones a las que hace referencia Soto Ivars.

Clasificar no es fácil. Y no lo es, no por la inherente subjetividad que conlleva una clasificación, sino porque los entes a clasificar deben caer dentro de las categorías que se definen. Clasificar es etiquetar. Etiquetar es nominalizar, describir, identificar. E identificar es dotar de una identidad. Hay un problema cuando, debido al sesgo informativo que sobreviene por toda la cascada de causalidad expuesta anteriormente, se termina dotando de identidad subjetiva a sujetos que, de otra manera, se identificarían a sí mismos de forma distinta. Lo curioso, y lo paradójico, es que todo ello se hace con la aclamada libertad de expresión como estandarte, recogido como derecho fundamental o derecho humano en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Y tal y como se lo usa actualmente, se hace del mismo un uso erróneo, pues se considera que se tiene derecho a expresar cuanto se quiera sin tener la obligación de escuchar lo que se diga. En las redes y medios virtuales, y cada vez más en las tertulias y debates televisivos, se hace gala del coste que supone el no asimilar las nuevas tecnologías de la información o, dicho de otra manera, el coste de que sean las tecnologías las que asimilen a la sociedad. Y es precisamente lo que está ocurriendo. Hay medios de comunicación que están forzando a los usuarios a realizar encuestas previas a la publicación de cualquier comentario, para cerciorarse de que el artículo en cuestión ha sido leído y comprendido en su totalidad. Ello muestra que ya ni leyendo se escucha. Se está siempre a la espera de la réplica (que no respuesta) a lanzar a la considerada como adversaria (que no interlocutora) y poder quitarle la razón. Porque la cuestión no es aprender en un debate, ni siquiera ganar. De lo que se trata es de vencer.

Lotman habla de explosiones culturales, pero se olvida de decir que las explosiones, sean como sean, normalmente terminan por dejar sorda a mucha gente. Kuhn comete el mismo fallo cuando habla de revoluciones; olvida el factor contrarrevolucionario o contestatario. Mumford obvia que todo cambio se encuentra con resistencias, y Toffler usa un término que, bien metafórica y bien literalmente, aduce a lo que aduce, con todo lo que ello implica. Y lo que implica, como siempre, son preguntas:

¿Debería el derecho a la libertad de expresión tener como contrapartida la obligación de escuchar?

¿Se tiene miedo, hoy en día, a no llevar razón? ¿Se cree que no llevar razón implica claudicar o renunciar a algún derecho?

¿Hasta qué punto es legítimo la defensa del anonimato? ¿Es aceptable que a una persona anónima, por sus opiniones, se le atribuya una identidad subjetiva?

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