Echar raíces, como si fuésemos un árbol. Plantado en tierra fértil, regado con las lluvias de invierno y las lluvias primaverales, con las primeras tormentas de otoño. Agarrándonos al suelo, haciéndolo nuestro. Tratando de resistir cada empujón del viento, el pasar de las estaciones, del tiempo.

La realidad es que no somos árboles aunque necesitemos echar raíces para sentir que hacemos base, que hay algo sólido en lo que apoyarse. Tierra fértil sobre la que crecer, un bosque alrededor que nos cobije ante los infortunios, ante las tempestades más fuertes, para ir sobreviviendo, siempre sobre el mismo suelo.

Quizás echar raíces no tiene el mismo significado para todos. Quizás se puede echar raíces en distintos bosques, en tierras compuestas de diferentes estratos. Un poco de allí, un poco de aquí. Como si las raíces se extendieran sin importar cuál es la bandera que ondea en cada territorio.

No es fácil, es más inestable. Pero es lo que toca cuando siempre ha sido así, ni de aquí ni de allí. Ser el del otro lado, el de afuera, el extranjero. Tratar de echar raíces para comprobar que la tierra no nos da los nutrientes que buscamos. Seguir moviéndonos en busca de ese algo, de esa otra tierra, de un bosque propio, quizás, hasta de un sitio al que llamar hogar.

Migrar en busca de respuestas y también como huida. Un movimiento continuo hacia ninguna parte, un moverse como en el tablero de la oca, en busca de una casilla que no sabemos cuál es. En mi caso, no migro por necesidad, más bien me muevo en un intento de buscar, aquí y allá. Hoy un país, mañana otro. Una vida en movimiento. Una vida nómada.

Ese yo que se supone que soy se ha convertido en una mezcla de recuerdos, de lugares, de personas, de historias. Olores y sabores, paisajes, distinta flora. Unos años en la monstruosa Ciudad de México, meses de autostop en Sudamérica, casi dos años dando vueltas por diferentes países de Asia.

Un poco de mí está en esos lugares, en Indonesia, en Tailandia. En todos los pisos que he habitado, la multitud de cocinas en las que he cocinado, la gente con la que me he encontrado. Huellas en la piel y en la memoria. Pedazos de mí.

No sé hasta cuándo se puede mantener una vida en movimiento. Una vida de búsqueda. Esa carrera de fondo hacia la libertad personal. Ser ave y no árbol. Dejarse mecer por las corrientes del viento, tratar de apresar el aprendizaje.

No es una vida estable, pero es llena. El único problema es volver. ¿Volver adónde? ¿A dónde se vuelve cuándo no hay un lugar físico al que llamar hogar? ¿Cuándo las fronteras se cierran y tienes que volver a ese país que marca el color de tu pasaporte? Adónde volver entonces, cómo tratar de ser parte del bosque en medio de la tempestad cuando hace mucho que ya no tienes lugar, que abandonaste el intento de echar raíces por creerte pájaro e ir a perseguir el viento. Ir en busca de ese otro, ese otro lejos. Promesas de cambio y sueño de nuevo, la posibilidad de reinventarse, la posibilidad de dejar atrás.

Cuando uno migra, por deseo o por necesidad, es mucho lo que deja atrás. Por un lado es como liberarse de un peso innecesario, todo esa madera de nuestras raíces ahora más ligera. Por el otro, es ese peso que cargamos, la mochila con la que viajamos. Todos esos recuerdos de lugares y personas que ya no están o que al menos no son en nuestras vidas lo que eran. Los pilares, las barreras. Las marcas que van dejando en nuestro tronco, en nuestra madera, en cada centro cada vez más lleno de nudos y de anillos, más duro y espeso.

Y talamos las raíces mientras extendemos las ramas y esperamos que de ellas salga fruto. A veces vamos a países de clima tropical, como si así pudieran surgir piñas o papayas. Como si pudiésemos cambiar agrias manzanas por frutas exóticas de nombres desconocidos. Y a veces lo conseguimos, pero para eso hace falta tiempo, hace falta dejar crecer las raíces de nuevo. Y así seguimos esparciendo semillas, con la esperanza de que cuando volvamos, si lo hacemos, algo haya crecido en esa tierra árida y extraña. Haya un poco de nosotros, no haya que empezar de nuevo. Quizás con el tiempo sean muchos los sitios a los que volver, aunque haga falta un poco de poda y de riego.

Y luego está la incertidumbre del migrante. La incertidumbre ante ese futuro incierto y neblinoso. No hay cielos azules cuando se avanza a ciegas, cuando el futuro es como una partida de cartas. Sabes qué tienes en la mano, pero desconoces las cartas y reglas con las que juegan los otros, esos otros extraños que susurran en otros idiomas y acentos que tratas de comprender como quien escucha la brisa del mar o los cambios del viento intentando adivinar si mañana hará sol o lloverá. Y aun así sigo moviéndome, seguimos moviéndonos. Las fronteras se cierran a metros de nuestros pies y continuamos caminando por caminos llenos de tierra y barro, cambiando de altitud, pidiendo un último esfuerzo a los músculos cansados. Quizás mañana lleguemos, quizás mañana haya un sitio al que llegar. Quizás mañana sea tiempo de cosechar o en la búsqueda y en la espera, las semillas que un día plantamos hayan echado raíces fuertes que nos permitan tener un bosque al que volver y llamar hogar.

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