Lejos habían quedado aquellos días que transcurrían en Deir Atiya, el pueblo de su infancia, en Siria. Lejos el pastoreo de cabras en las montañas de Quamalun, la pobreza del poblado, la pequeña iglesia donde el cura enseñaba a leer y escribir. Lejos, muy lejos.

Pero lo que los años no podían alejar, eran el rostro que lo miraba con una tristeza infinita, ni la huella que había dejado en su piel, aquella caricia protectora entregada por quien creía al niño dormido.

Los recuerdos del viaje asoman recurrentes. Más ahora, que se acerca su vuelta «al bled»*, para visitar a su madre.

Como si el tiempo no hubiera pasado, ve la figura resignada del padre que lo deja en una caravana que pasaba por Damasco, en dirección a Beirut, donde embarcaría para Marsella. Y de allí a la Argentina.

La inminencia de la Gran Guerra, la seguridad de que su segundo hijo, José, aun niño, sería reclutado para un ejército que no era el de su patria; la pobreza de esa tierra amada pero inhóspita; el tener algunas monedas enviadas por el hijo mayor y las buenas nuevas que llegaban de la distante y a la vez cercana América, animaron a sus padres para enviarlo a Córdoba, en Argentina, donde ya se encontraba, Moisés, su hermano, niño-hombre de 17 años.

Creyéndolo dormido, mientras acariciaba su cara aun infantil, la noche anterior al viaje, su madre había pronunciado con una voz débil y acongojada por el dolor: «sé que no te voy a ver más». A la mañana siguiente, él prometió: «yo voy a volver, yo voy a volver», contestando a aquella plegaria materna.

Como las escasas monedas no alcanzaron para todos los gastos de tan largo viaje, el dueño de la caravana ofreció que el faltante se pagara con el trabajo que el niño podía realizar mientras atravesaban el desierto. Las tareas asignadas hicieron de José un hombre; la soledad y la incertidumbre despojaron de toda niñez al viajero. El niño quedó en Deir Atiya, el hombre llevaba su vida hacia América.

Desde el comienzo del viaje, se encontró ante un mundo nuevo, desconocido: la gran ciudad de Beirut, el inmenso barco que nunca había imaginado; la multitud de gente, sonidos y palabras desconocidos; ropas que sólo había visto en imágenes y que ahora hacían ver tan extrañas a las suyas; comidas que lo impresionaban y se negaba a comer.

Tenía aún en su memoria aquellos tallarines que le habían causado tanta impresión. «Lombrices» había pensado, pero sus compañeros de viaje y el hambre que lo cercaba, hicieron que cerrando los ojos los comiera. Cómo se reía cuando contaba esa anécdota, a aquellos para los cuales, sin tallarines no había almuerzo o cena.

Su hermano Moisés lo esperó en el puerto de Buenos Aires. El país al que arribaba crecía con el esfuerzo de hombres de todo el mundo; sirios y libaneses se sumaban a esa oleada de sueños que hacían progresar esa nueva tierra.

Al bajar del barco, entre la gente que se movía frenética de un lado al otro, vio a Moisés que, con la mano en alto, lo llamaba con ternura acumulada. El abrazo fue infinito, lleno de noticias de ambos lados del océano.

Con el tren a Córdoba en marcha, Moisés le contó que un «paisano», llegado también de Siria, los ayudaría como a tantos; y como ellos luego harían con otros.

El paisano les dio mercadería y la ruta para vender, en el desolado norte provincial. Y allá iban, al grito de: «beine, beineta, jabón, jaboneta»**, de pueblo en pueblo, a pie, en mula, en jardinera***.

La añoranza de Deir Atiya fue cediendo ante su nueva vida. Lo cotidiano eran, ahora, la pieza alquilada, la venta ambulante por parajes inhóspitos, los nuevos amigos: primero aquellos de Siria o Líbano, que hablaban, cantaban y rezaban en la misma lengua. Para luego sumar a los de idiomas y costumbres diferentes, que se iban convirtiendo en un nuevo horizonte. Como aquellos ojos negros, vivaces, sonrientes de la muchacha española que hacían temblar su voz. Nuevo sueño al que se quería atar, pero que se truncaría por la tradición que no se atrevió a romper: la novia sería elegida por sus padres y enviada por la misma ruta que ya había hecho él. Del mismo pueblo, del mismo idioma y la misma religión.

Con ella atravesó los días y construyó el progreso que se multiplicó en ocho hijos que crecieron en Simbolar, donde se afincó. Casa y negocio propios, un porvenir seguro para sus hijos, cumplían aquel lejano sueño, el suyo y el de sus padres.

Era el momento, entonces, de abandonar la nostalgia y cumplir la promesa que le hizo al gemido de dolor de su madre. Por fin podría volver a verla y sentir nuevamente esa caricia protectora que ni el hogar ni la prosperidad habían suplantado.

Hizo el largo papeleo para viajar, compró las libras necesarias para llevar y soñó con traer abrazada a su madre para que conociera su nueva tierra y su familia. Todo estaba listo.

Días antes de viajar, la radio estalló en noticias de una nueva guerra en Europa. La tristeza lo golpeó pero le dio mayor coraje para su viaje al añorado Deir Atiya, a las calles de su infancia, al rostro de su madre.

-Pero las fronteras se han cerrado -le dice su mujer bajito, tratando de no romper sus esperanzas.

-No vas a poder viajar, papá- dice el hijo mayor con la voz entrecortada.

Y se sentó a esperar a que la guerra terminara, a que los ojos de su madre iluminaran aquel rincón apagado de su alma. Pero las malas noticias lo golpearon de nuevo:

-La mamá se ha ido –confirma Moisés, de golpe tan viejo como él.

Tenía razón su madre, nunca más lo volvería a ver.

*Bled: expresión con la que los inmigrantes sirios se refieren a la tierra de origen.

**Beine, beineta, jabón, jaboneta: expresión con la que se identifica a los vendedores ambulantes siriolibaneses. “Beine y beineta”: peine y peineta.

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