Atardece.

¡Ha pasado tanto tiempo!

La calle todavía huele a pan. El horno de en frente continúa abierto.

Es grande. Es insípida. Está muy cambiada. Ahora es una cafetería. Cuando yo era joven, poco más que un adolescente, esto era un pub. Aquí tomé las primeras cervezas. Aquí pasé muchas horas, intentando contener lo que se movía en mis entrañas y no comprendía.

Hoy tiene muchas mesas, muy juntas, para rentabilizar el espacio. Con sillas rígidas, para que la comodidad no prolongue demasiado la estancia. Ya no hay sofás, ni sillones; esos mullidos escenarios de mis primeros abordajes. Embestidas. Arrebatos. Batallas equivocadas. Metas erróneas.

La camarera está estresada, hay mucha gente. Me siento en la barra. El lugar de los solitarios. Pido una copa sencilla. Una de esas cuya preparación no requiere trabajo, y cuyo precio lo compensa con creces.

Cuando me la trae le pregunto por Ana. No la conoce.

—Era la antigua propietaria de este local –le explico.

— Allí está el dueño. A lo mejor él puede ayudarle —señala una mesa alejada en la que alguien trabajaba sobre un portátil.

Doy unos sorbos. Retraso el momento de hablar con él. Temo la respuesta. Pero he venido a buscar información. Oteo. Las paredes están pintadas de un color teja algo excesivo. Unos cuadros nuevos cubren algunos huecos. Son rápidos y llamativos, de esos que apenas justifican el coste del marco. La gran cafetera, rematada con un león alado de bronce, continúa en su sitio. Pero, si antes era poco más que un bello adorno, ahora es el fundamento del negocio. Una tostadora de dimensiones generosas, necesaria hoy, incomprensible ayer. En la sala hay muchas mujeres. Todas se conocen. Toman cafés e infusiones. Sin artificios, vestidas con ropa informal y sin maquillaje: madres. Supongo que esperan a que llegue la hora de recoger a sus hijos del colegio cercano. Pronto se irán. Se oye música de fondo. Ligera, leve, casi líquida. De esa que solo pretende servir de soporte irrelevante a conversaciones vanas. Antes era un pilar fundamental.

– Hola. Soy un viejo amigo de Ana. La estoy buscando. ¿Sabría decirme algo de ella? —me animo a preguntarle.

– Hace muchos años que me traspasó el negocio. No he vuelto a saber nada. Lo siento.

Era lo previsto. Regreso a la barra. ¡Tanto tiempo fuera del país! He conseguido éxito profesional, pero he perdido su pista.

La memoria es un órgano fiero, torvo. Impide la paz. Sala cruelmente las viejas heridas, esas que no han cicatrizado todavía. Nos reprocha, inclemente, la cobardía de un tiempo en el que no nos atrevimos a intentar lo que deseábamos, pero no comprendíamos —o quizá sí, pero temíamos el rechazo, sobre todo por ser público—. No hay perdón. Pero tampoco salida. No hay solución. Solo soportar el dolor. Asumir la culpa. ¡Condena atroz!

No termino mi copa. No la merezco. Pago. Salgo. Una parte de mí se queda allí dentro, donde siempre ha estado. De donde nunca volverá a salir.

Huele a pan.

Atardece.

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