La historia que no me contaron

La historia que no me contaron

Llegamos por la noche a Concepción del Uruguay. Un tornado nos atrapó durante el viaje, lejos de cualquier pueblo. La pared de agua ocultaba todo a más de diez metros. No podía ver la banquina, por momentos, un río unía ambos lados del camino. Una camioneta 4×4 fue el madero al que me aferré. Durante muchos kilómetros me pegué a ella; supuse que era un lugareño y conocía el camino. Viajamos aferrados a esos faroles rojos. Mis ojos querían salirse, tender un cable que nos uniera, por momentos desaparecían y aceleraba, pero no pude mantener el ritmo. Luego me conformé a mantener el contacto con el pavimento. En silencio atravesamos un pueblo donde el desastre se hizo evidente, postes de alumbrado y árboles caídos, chapas retorcidas en cualquier lugar, y la policía que nos hizo tomar un desvío. A partir de allí pudimos hablar, un desahogo por esas horas y también del porqué Patricia y yo íbamos solos. En realidad poco dijimos, ya nos habíamos resignado, nadie en la familia pudo o quiso acompañarnos.

Fue un viaje accidentado, pero con obstinación ya estábamos en la ciudad natal de mi madre. Tampoco había luz. Casi en penumbras dejamos nuestras cosas en el hotel y salimos hacia el río. Una urgencia me impulsaba y la oscuridad o la tormenta no serían un obstáculo. Preguntamos varias veces cómo llegar a la costa hasta que encontramos la avenida que bordea el rio Uruguay. Cruzamos un puente para alejarnos del centro. La avenida era un paseo coqueto, con pequeños balcones que miran hacia la otra orilla. Nos detuvimos varias veces, una fina llovizna empañaba los cristales y ningún lugar parecía adecuado. A medida que las luces de la ciudad se empequeñecían la urgencia fue cediendo y la opresión en el pecho se hizo más liviana. Al fin nos decidimos, era una playa pequeñita al borde de una elevación. El viento trataba de arrebatarnos el paraguas cuando buscamos la orilla. Sentimos que era el lugar correcto, una delgada lengua de arena encerrada entre unos árboles y la pared de cemento de un mirador. Un sitio íntimo, recogido y sereno. Por unos momentos nos suspendimos hipnotizados con la llovizna fría que salpicaba las olas breves y rumorosas. Nos miramos, había llegado el momento. Patricia me alcanzó la urna, tan breve y liviana. Las cenizas derramadas hicieron, durante un instante, un montículo antes de fundirse en la orilla batida por el devenir del rio. Fue allí, en ese adiós, cuando aparecieron las dudas y volví a preguntarme: quien fue mi abuelo y como fue el comienzo de nuestra familia. Esa noche me despedí de mi madre y en esa partida quedaron muchas preguntas demoradas.

Tarde recurrí a sus recuerdos. Ella poco pudo decirme, cuando pregunté ya se había extraviado en la bruma de un tiempo inasible. En el auto, durante el regreso al hotel, mientras las luces se rompían en las gotas del parabrisas, repasé lo poco que sabía de mi abuelo Elías: que vino de un pueblo cercano al puerto –Bebershat, según mi madre-. Era cristiano y tenía un tío obispo. Hablaba árabe, francés y entendía el inglés. Que se hartó de su padre, que escupía en una piedra y esa humedad marcaba el tiempo para regresar con un encargo. Que a los 15 años embarcó buscando a su primo en Argentina. Y muchas otras anécdotas pobres, embellecidas por la repetición, pero que nunca me permitieron construir una certeza. Ya nada quedaba por hacer en esa tierra, mis padres se habían reunido en las aguas marrones del río y regresamos con el sabor de las ilusiones que no fueron.

Al cabo del viaje la única certeza fue revivir las tardes serenas sentados en el escalón de la entrada, mientras mi abuelo Elías fumaba su narguile. Por esos misterios de la memoria siempre regresa un atardecer apacible y el aroma del tabaco adherido al traquetear de un carro sobre el empedrado. Nada más ha quedado, ni siquiera el color de su voz o unas palabras. Palabras que huyeron y ya no podré atrapar.

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