No sé si fue un cruel giro del destino o un golpe de suerte, pero en
menos de dos semanas dejé la vida que había construido durante los
últimos años en la ciudad condal de Barcelona, y cogí un avión
sin billete de vuelta a Polonia, esa gran desconocida.

Con mucha curiosidad, un puñado de miedos y unas cuantas dudas, llegué
a Wrocław sin demasiadas intenciones, sinceramente. Pero lo que
empezó como la opción más rápida para escribir un punto y aparte
en mi historia, acabó siendo la mejor decisión que tomé en
muchísimo tiempo.

En cuestión de días, la ciudad me abrazó tan fuerte que asfixió las
pesadillas que me atormentaban cuando me iba a dormir. Y así, me
enamoré de sus callejuelas de colores, de sus edificios soviéticos,
de esas palabras impronunciables, de su gente, de su amor por el
vodka y la cerveza, de sus “bares de leche” con comida deliciosa
por cuatro duros, de sus parques enormes, de sus iglesias, de su
esencia, de su locura, de su energía.

Y es que en poco tiempo cambié el “merci” y el “disculpi” por
el “dziękuję” y el “przepraszam”, el dormitorio de matrimonio en una casa con jardín por una habitación compartida en
un tercero sin ascensor, las mañanas de sol en playas abarrotadas
por los baños improvisados en lagos turbios pero con encanto, las
berenjenas de Almagro por los ogórki kiszone, el quejarme
constantemente del calor por el drama los días de frío y nieve, los
euros por un puñado de złotys, y los amigos del barrio por unos
cuantos desconocidos de todos los países del mundo, que acabaron
convirtiéndose en la mejor familia adoptiva que podía imaginar.

Es increíble cómo, si te dejas llevar, puedes (re)descubrirte y
(re)encontrarte tanto en tan poco tiempo. Permití que Polonia
abriese puertas que hacía años que cerré, que me empujara por
caminos a los que siempre había tenido miedo, y empecé a querer a
una parte de mí que apenas conocía.

Así, aprendí que no compartir el idioma no es una barrera, porque hay
millones de maneras de comunicarse; que las noches improvisadas
siempre acaban bien; que puedes bailar descalza hasta que te duelan
los pies (y no, no pasa nada); que unas copas de más con
desconocidos pueden ser el origen de una gran amistad; que no hay que
tener miedo a caer y desgarrarte las rodillas y romperte la crisma si
hace falta, porque siempre habrá una mano que te ayude a levantarte;
que un país tan diferente al tuyo puede conquistarte, y pese a no
estilarse los vermuts al sol, ni cultivar alcachofas, y hacer un frío
de narices en invierno, acabas sintiéndote como en casa sin que te
des cuenta.

Aprendí muchísimas cosas, y podría haber seguido ampliando la lista, pero
después de un año, siete meses y seis días, empecé a echar de
menos aquello que abandoné, y me entró la morriña, y las ganas de
cambiar de nuevo, así que decidí poner fin a mi historia en
Wrocław, antes de que las cosas se torciesen y no pudiese marchar con
un buen sabor de boca. Con mucho pesar, volví a la ciudad condal, a
reiniciar mi historia por enésima vez, engañándome con la excusa
de que esa sería la última vez que me movía.

De momento sigo aquí, pero de ve vez en cuando, cuando Barcelona
empieza a asfixiarme con tanto coche, tanto guiri y tanta
parafernalia, me teletransporto a la calle Barycka, me asomo a la
ventana de la cocina y me quedo horas mirando a la gente que pasa, a
la señora está toda la mañana apoyada en la repisa (con un cojín
para no lastimarse), y a los borrachines que no paran de entrar y
salir del Monopowoly para comprar cerveza fría (o caliente, les da
igual, la cuestión es beber). Y bajo a la calle con tres o cuatro
capas (que el frío ya está cerca), y me voy a la tienda de la
esquina a comprar ogorek, y kapusta, y alguna marchewka, y saludo
diciendo dzień dobry a todos los que entran, y dziękuję a la
cajera simpática cuando me devuelve el cambio en złotys. Después me
voy a trabajar al mejor cole del mundo mundial, a pasarme horas sin
saber de qué hablan, pero muriendo de amor con mis enanos. Por la
tarde, me tumbo en el parque haciendo como que leo (porque es cierto
que en esta ciudad me cuesta mucho leer) y, aunque la intención era
portarme bien, acabo en la terraza del vecino tomando unas birras (de
las grandes, de las de medio litro), o llamando a alguien para pasar
por la librería a ver quién hay, o liando a dos o tres para acabar
la noche en el Kalambur bebiendo unas cuantas Tyskie y poniéndonos
hasta arriba de la mejor pizza vegana de Wrocław. Y así pasamos el
final de la noche, hasta que empieza a salir el sol (porque aquí
sale muy pronto) y volvemos a casa cruzando el puente haciendo eses.
Y me voy a dormir a mi habitación sin persiana, y me levanto sin
resaca, preparo un café, me asomo a la ventana y me quedo horas
mirando a la gente que pasa.

De vez en cuando, soy consciente de que un trocito de mí está a
demasiados kilómetros. Y maldigo al golpe de suerte que me llevó
hasta allí, y al giro del destino que me trajo de vuelta. Y es que
de tanto dar tumbos tengo pedacitos de hogar repartidos por medio
mundo. Y estoy segura de que esto no acaba aquí… Espero.

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