María pone los tenis sobre la línea amarilla marcada en el suelo. Tiene dos personas por delante. La chica que acaba de abandonar la fila es atendida por un hombre barbado que no sonríe. María cruza los brazos para secarse las palmas disimuladamente. Reacomoda el peso sobre la pierna izquierda. Podrían tener más oficiales atendiendo a los recién llegados. Pero solo está el barbado, que por fin le devuelve el pasaporte a la chica. El hombre hace una señal para pedir que pase el siguiente, un señor de unos sesenta años que camina despacio. María avanza. El viejo busca los documentos que el barbado le pide. A María le entra la nostalgia. En veinte años tendrá casi la edad del viejo. Hace veinte estaba dejando el colegio. Debería haber terminado. Tal vez las cosas hubieran sido diferentes. No tendría que haber limpiado casas. Podría haber sido enfermera. Cuidar de los viejitos, o atender partos. Pero ahora no podía librarse del olor a lejía y guantes de hule y el ácido del multiusos que tanto le gustaba a las señoras porque les daba la certeza de que la casa estaba limpia, ni de las conversaciones que tenían entre ellas sobre los hijos de otras o de las infidelidades que cometían a mucha honra con uno que las supo escuchar mejor que sus maridos que siempre estaban por llegar y a María le tocaba ponerse de pie y sacudirse las rodillas amoratadas para preparar el almuerzo con recetas que después probaba en casa, aunque le faltaran los ingredientes, pero no importaba, porque sus hijos no lo notaban y Jairo, tampoco. Jairo. Si no fuera por él, no estaría haciendo la fila, que no avanza porque el viejito no encuentra un papel pero el barbado no tiene prisa y empieza comprobando el pasaporte que acaba de darle el señor. María se pregunta si ellos serían capaces de hacer lo que hizo Jairo, de hincharle la nariz a golpes forzándola a respirar por la boca con el dolor de una mandíbula dislocada y los labios entumecidos y rotos y la saliva con sabor metálico, si la golpearían hasta no reconocerse frente al espejo, si les importaría que sus hijos estuvieran ahí y si ellos regalaban tantas rosas como Jairo y si les gustaban como a él las cenas románticas y los paseos en familia o si ellos olían tan bien como él que siempre tuvo la delicadeza de asearse y perfumarse y mantener la boca limpia porque no era un hombre de vicios, no fumaba ni bebía y olía, aún cuando la golpeaba, aún desde el suelo podía sentir el olor exagerado, innecesario a loción barata. No, ni ellos ni el de enfrente ni nadie nunca más.
El viejo sonríe, el barbado hace la señal. Pasa el de enfrente. María arrastra la maleta con la que viajó. En ella empacó lo que no podía perder. Un álbum con fotos de sus hijos –Carmen, Julián y Alex, el menor de dos años–, trescientos euros que cambió en Bogotá, documentos de identidad, pruebas de denuncias que hizo por abuso, cepillo de dientes, cepillo para el pelo, bolsita de maquillaje, un cambio de ropa interior y una camisa polo color naranja. Pero pensar en la ropa la pone nerviosa. La empacó porque su hermano le dijo que se preparara para lo peor. Ya casi le toca. Solo falta que le sellen el pasaporte a ese. Siente el pecho apretado. Se seca las palmas en el pantalón. Si hace falta, va a suplicar. Por nada del mundo puede regresar. Aquí saldrá adelante. En tres años vendrán sus hijos y mientras, trabajar, hasta que se le caigan los brazos y ahorrar para comprar una casita y ponerla en alquiler y así ayudarse y los niños por ahora bien con la abuela que es tosca pero los cuida y María a trabajar pero primero entrar porque no quiere volver, no puede volver, no quiere oler la morgue y saber que tiene que limpiar y el cadáver ahí, esperando quién sabe qué porque qué más hacen los muertos y después, el miedo al resto del turno haciendo limpieza en el hospital, los lamentos moribundos, sangre en la sala de emergencias, tan terrible que llegó a extrañar a las señoras, pero no estaba sola y gracias a Juan –el seguridad– se animó a hacer el curso de segurata y le gustó hasta que tuvo que clavarle el cuchillo al malparido de Jairo.
Suena el sello del barbado. Hace la señal, y María hala la maleta. Llega al mostrador.
–Buenas.
–Buenas. Pasaporte y pase de abordar.
María los lleva en un canguro, con la carta de invitación que escribió su hermano. Ella lo saca todo. Entrega lo pedido con una sonrisa. El barbado lo revisa.
–¿María Auxiliadora?
–Sí.
–¿Motivo del viaje?
–De visita. A mi hermano.
–¿Tiene carta de invitación?
–Sí, señor.
María le da la carta. Él lee.
–Vale. ¿Se aloja con su hermano?
–Sí, señor.
–¿Cuántos días estará en España?
Para empezar tres años.
–Dos semanitas.
–Muy bien.
María mira al hombre agarrar el sello, entonces siente que no tiene que volver, y recuerda el olor de Jairo y el sabor a sangre y la cara en el espejo y decidirse, ir a la cocina, volver a la sala y él llorando en el sofá enfurecido por algún delirio que no importaba porque maldito hijueputa nunca más. La piel blanda, el hueso duro, los gritos, la sangre y los paseos entre todos y las atenciones de Jairo en público y el calorcito de Alex y el talco en la piel lisa, la ternura de Carmen que en tres años será mujer pero terminará el colegio y las lágrimas saladas de Julián en el aeropuerto que lloraba más que todos sin entender bien por qué su mamá se iba pero le dolía porque siempre fue tan sensible y María se contuvo hasta que el sello estuvo puesto y ahora camina por el aeropuerto llorando sin saber si es felicidad o dolor.
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