Esperanza y resiliencia

Esperanza y resiliencia

Era casi mediodía. El tren inició la marcha lentamente. Al menos así lo sentía ella. Su corazón latía a un ritmo más rápido que el avance de las ruedas de la locomotora. Acomodada en la ventanilla del vagón, Betty no se atrevía a mirar hacia afuera. Mantuvo los ojos cerrados por largo tiempo. Sus lágrimas estaban aún contenidas en los párpados y sólo los abrió, cuando creyó estar a una distancia considerable del pueblo. Rodaron sendos hilillos por sus mejillas. Su olfato ya no percibía el fresco de las flores ni la madera recién cortada; tampoco el de las ollas montadas en fogones de leña, despidiendo olores a especias, verduras y carnes cocinándose en el interior. Los árboles campanos no se distinguían y menos aún la gente. Menuda por cierto, quizá por la escasez de sus sueños. Condenados a vivir una vida simple, sin fe y sin esperanza; asidos de la rutina, y mañanas sin sobresaltos.

A muchos metros de distancia observó las grandes extensiones de algodón, que parecían nubes blanquecinas en un espacio ilimitado. Ese espacio, donde otrora, le acogió un puñado de familias, en iguales o peores condiciones que la suya, con siete hijos en su regazo. Los retos que asumía el traslado de su pueblo hacia otro nuevo y desconocido, la incertidumbre de encontrar un rumbo junto a su esposo, o un sitio seguro para sus pequeños, martillaban sus pensamientos; sin embargo, el desasosiego no disminuía la valentía de un corazón férreo y dispuesto a sangrar en el intento. Tenía un carácter fuerte, pulido por las miserias de un pasado doloroso, desprovisto de toda suerte de compañía, aferrado a las obras que construiría con sus propias manos.

Tres días después desembarcaba en la terminal de transporte de Maíara. La capital puerto, en la que con anticipación, estaban sus trece hijos, desde el más adulto hasta la pequeña de siete años, a quien había enviado con sus hermanos dos meses antes. A pesar de los temores, consideró necesario quedarse un tiempo más en Batallany, la provincia de su partida, ultimando los detalles de venta de la casa de barro, su hogar en los diecisiete años de vida allí. Su esposo se reuniría con toda la familia, seis meses después.

Las diferentes miradas de los compañeros de viaje revelaban miedo, ansiedad y euforia. Esto le animó. Supo que no era la única  con sentimientos encontrados. Tomó su pequeña maleta de poco peso. Dos, tres harapos en su interior. Se dirigió a la puerta de salida y desde la distancia divisó a dos de sus hijas mayores. Se sumieron en un abrazo eterno. Lloraron en silencio. El amor sembrado en el alma desbordaba las palabras sin eco.

Atrás habían quedado las calles polvorientas, los días mustios, la amargura de los engaños. Con 47 años de edad, estaba dispuesta a empezar una nueva batalla. Estaba segura que, en este día, no había roto un lazo de soledad, sino la maldición de la pobreza. La generación que concibió en su vientre, tendría un mejor amanecer, y luego que estuvieran preparados, los echaría a volar tras sus propios sueños, como aves en el sempiterno cielo. La vida le alcanzaría, eso era seguro. Frente a ella, veía en su espíritu, el renacer de un tiempo histórico, próspero y vivaz, que, con sólo percibirlo, encendía las más profundas fibras de sus emociones.

—¿Por qué te crees invencible? —El hombre haló fuertemente el cabello de la víctima, al que apuntaba directamente en la cabeza, con un arma de cañón corto. Arrodillado en el piso de barro, el amenazado se mantuvo en silencio.

—¡Sáquenlo! —gritó su torturador.

Betty se aferró a su madre, quien, en un movimiento rápido de manos, le ahogó un chillido. Las dos estaban ocultas en la tinaja gigante de la cocina. 

Tan solo unos minutos antes, su madre, al escuchar el bullicio en la calle y los tiros al aire, la había tomado por uno de los brazos, y la había metido a empujones dentro del armatoste.

Afuera sonaron dos disparos. En medio de risas y chapoteo, escucharon los pasos alejarse. 

Las dos mujeres salieron cuidadosamente y corrieron hacia la puerta de salida que conducía al patio. Saltaron la pequeña barda de madera. Betty sentía la poderosa mano de su madre agarrándola como un garfio. De repente, la niña vio que su madre se desplomaba en el suelo. Una bala la había alcanzado mortalmente. Sin saber qué hacer y presa de pánico, sólo escuchó entre sollozos, el grito de su procreadora: —¡Corre!¡Corre!

Betty despertó en medio del sopor. Cada movimiento de su pequeño cuerpo era un desgaste increíble de energía y dolor. Apenas podía respirar. Abrió los ojos. Entonces supo que se encontraba en una cabaña. Se levantó muy despacio y acomodó las piernas en la orilla de la cama, lo que produjo un chirrido que llamó la atención de una figura desconocida, sentada justo frente a ella. Era una mujer joven, de duras facciones y manos gruesas, esculpidas por el oficio. Llevaba cabello largo, muy lacio y canoso.

—Hola niña. Ya tienes fuerza para levantarte. Has estado durmiendo por varios días. Llegamos a pensar que estabas muerta en vida.

Intentó hablar. No pudo. No salía sonido alguno de su garganta.

—Tranquila. Descansa.

»Diego, mi marido, te encontró en medio de la selva. De no haberte traído, ya habrías sido la comida de algún tigrillo.

Trece años después, Betty descubrió que esa cabaña, en donde pasaría gran parte de su vida, se encontraba a diecisiete kilómetros de distancia de Bartivia, su provincia natal. Sería ésta la primera migración de su vida. Si se había salvado de aquella toma violenta, entonces, tenía toda una vida por delante. Dos años después, recuperó el habla.

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