Los que verdaderamente se van de sus casas no son los pobres. Esa era la tesis de la novata. Tenía el derecho de decirlo sin suerte, por haber nacido con cuna. No pudo elegir ser otra cosa. ¡Se quería tanto cuando se veía casi con su título! Temía no tenerlo, lo abrazaba con la mirada cada noche que recordaba su origen profano. No quería investigar de dónde era, sino saber qué le había sucedido a nuestra familia para ser como era.

Había llegado el abuelo de tierras envejecidas, porque siempre le dijeron que escapaba de su mundo. Llegaba a la novedad del infierno prometido. Siempre el calor de lo nuevo nos promete quemaduras atractivas. Y el abuelo no fue la excepción. Traía las marcas de la vida en los ojos tristes, llorosos por no llorar cuando es debido, por aguantar cuando la injusticia se hace carne, y el verdugo es poderoso. Así conquistó falsamente el suelo el abuelo, quien le dictaba palabras, a mi hermana, desde la tumba fría. Confinada a su escucha, no le pesaba ser lo que era. Lo que la desvelaba era no poder nunca saber la totalidad de su suerte como heredera de ese tesoro. Se corrió varias veces del lugar, pero todo indicaba que ella debía seguir la huella de su nombre.

Se enteró así que al pisar América, el abuelo era un niño, huérfano por haber nacido mal, sin nada. A veces, la gente nace así: no tiene nombre ser concebido sin gracia. Las religiones no inventaron las oraciones sagradas para perdonar a los que vienen así. Ellos nacen sin Dios, no son vivos ni muertos. Son los que nacen con tierra en los ojos, para no ver qué les pertenece. ¿Cómo cambiar de casa cuando el mundo no te quiso? El que no llegó a ser anciano nunca lo supo, y ser un estorbo del otro era su ley. En América fue pícaro, se construyó una identidad de hierro, con pasos livianos pero sostenidos. Sobrevivió, se hizo valer por su cáscara de enfermedades duras. Lo mandaron a vivir sin su sombra, destinado a la cacería de sus desechos. Allí se topó, por primera vez, con la muerte. Pero no cualquiera, la verdadera, la que te juzga por haber nacido mal y te expulsa de tu camino. Ella le dijo que debía aprender a ser otra cosa, que el destino viene por creer en él. El abuelo lo aceptó, y dedicó su tiempo de niño a ser lo que nunca le dijeron. Probó las mieles de las paredes sin dueño. Nunca las tuvo tan poco sabrosas, aunque se las ingenió para tragarlas así.

Vivió con otro nombre, lo llamaban como el otro quería. Tuvo vergüenza, se maltrató el cuerpo por ello. El problema era que todavía se acordaba de su viaje, de su llegada al páramo sin sentido. Escondido en la nave de Odiseo sin ideal, de Odiseo sin Penélope, aprendió a no ser Telémaco. Y llegó, porque las cosas llegan en la vida del ser humano, del sintiente.

Cuando besó su primera moneda de augurio, se hizo la idea. Allí empezó a olvidarse de los que ya lo habían olvidado. Extrañaba comidas que nunca tuvo, y olores que le hubiese gustado percibir con más ganas. Inválido de emociones verídicas, se hizo fuerte. Le ganó a cualquiera cuando chapoteaba en la calle de barro, y arreglaba unas partidas de pulseadas al mejor golpe. Trabajó mucho, demasiado, su físico no lo dejaba pensar con claridad. Pero se empezó a querer. Nunca antes había sabido quererse con ropas de trabajo, con ropas de vida prestada. El europeo expulsado se sintió americano por error. Era una falta de respeto recordar su vida anterior, sin tanta naturaleza virgen.

En otro lodo, conoció a su mujer. Bella sin querer, rica de placeres sin rutina, como cuando la porquería del mundo sabe irse para otro lado, y deja todo servido para la gula del hambriento. Mi abuelo se la comió de un bocado, no dejó que respire su sistema de niña con pasado. Se hizo amigo de sus amigos, familia de su familia, comió en su mesa, y rezó en su nombre. Logró unirse como se unen los desamparados. Se aferró a la vida de los que no conocían su origen, los que no lo llamaban por su pasado, los que no temían por desconocimiento al desconocido. Confiaron en él, y se hizo persona.

El momento donde se halló en el otro llegó. Fue padre de dos niños que lo buscaban con la mirada, lo querían tener como padre, lo habían elegido. Y allí encontró el aroma de su verdadera libertad. Ellos eran su destino, su motivación para terminar de entender su paseo. Nunca más volvió a ser el que era, con frío de viaje atlántico interminable. Ese fue el calor del que hablaban, el refugio por el que había llegado desde tan lejos.

Un niño, el más pequeño, se le durmió un día, se lo llevó la corriente del infortunio. Y ahí su identidad se sintió tocada de vuelta. El otro fue dichoso, vivió y supo echar raíces bien al Sur de Sudamérica. Allí aparezco con mi hermana, y reconozco en la penumbra de un cajón, la foto de mi abuelo recién llegado del otro continente, el que quiero alcanzar con la vista de la memoria aguda. No lo conocí, pero es joven en esa imagen. Y está solo, con ropas muy distintas a las mías. Su mirada es triste, leve, perdida, y poco descansada. No lo entiendo yo, nacido acá, nunca lo voy a entender. Ojalá algún día me lo cruce en este Averno que es el mundo presuntamente unido, para darle el abrazo y decirle que su mirada fue una tesis.

  

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