Cuando en diciembre tocó el gordo en un pueblo de la costa andaluza, no imaginaba cuánto podía cambiar mi vida. Mi jefe me propuso un traslado temporal a la localidad afortunada, dijo que debería sentirme orgulloso, pues solo llevaba un año trabajando en la inmobiliaria y me había convertido en su hombre de confianza.

Tras varias semanas en mi nuevo destino, todo mi tiempo se iba en recibir gente, visitar casas y ver la televisión en el único hotel de los alrededores.

En uno de esos interminables días, acudí a una vieja casona abandonada, que uno de mis clientes me había encargado vender. Según me aproximaba, me pareció ver que la puerta principal se cerraba de golpe. Sin darle más vueltas, pensé que habría sido por el aire, me acerqué y entré. Las ventanas estaban cerradas y todo estaba en penumbra, pero en un rincón entreví un bulto desde el que dos pares de ojos me miraban asustados. Según fui adaptándome a la escasa luz, pude distinguir a una niña abrazada a un bebé de menos de un año, ambos negros como la noche.

Pensé en largarme, no quería complicarme la vida con niños y menos con éstos, que parecerían ilegales. El problema es que la venta era importante para nosotros y tenía que visitar la casa. Decidí que lo mejor era echarles y me acerqué despacio intentando que no se pusieran nerviosos. No parecían entenderme, y cada vez se iban replegando más sobre sí mismos como si quisieran desaparecer. Di un paso hacia ellos y la niña me gritó con sonidos agudos a la vez que protegía con su cuerpo al bebé.

Al ver que no podía comunicarme con ellos, volví a mi idea inicial de dejarlos allí e ir a denunciarles, la policía sabría qué hacer con ellos. Mi rabia por haber sido vencido por una pequeña iba en aumento según me dirigía al coche. Pero al sentarme al volante y verme reflejado en el espejo retrovisor, seguía viendo sus grandes ojos aterrados mirándome. Yo, que en mi vida cotidiana presumía de tolerante, iba a denunciar a esos chiquillos, que serían deportados o llevados a un centro de internamiento.

Debían estar hambrientos, pero solo tenía unas patatas fritas que llevaba para picar en el hotel. Volví con sigilo para que no se asustasen y pude contemplar a la niña cantando al bebé con sonidos muy dulces a la vez que le acariciaba, el pequeñín se tranquilizaba y con su manita tocaba la cara de la niña. Entonces, empecé a tararear, siguiendo la canción que entonaba ella. Al oírme se volvió y creí ver una sonrisa. Les ofrecí unas patatas a la vez que les hablaba despacio y con calma. Parece que empezaron a confiar y vinieron a mi encuentro a coger el alimento.

Quería comunicarme con ellos y lo intenté por gestos. Como en las antiguas películas de Tarzán me señalaba, diciendo mi nombre. La niña lo repitió y se señaló a sí misma, diciendo su nombre: Shaira, luego señaló al niño repitiendo despacio: Dabir, Dabir. Yo dije sus nombres y ambos rieron, seguramente por mi forma de pronunciarlo. Cuando se acabaron las patatas, se quedaron tristes, vigilando mis reacciones por si les daba más, pero era lo único que llevaba y estaba anocheciendo. Señalé el cielo y con las manos interpreté la salida del sol para explicarles que volvería al día siguiente.

Se convirtió en una costumbre acercarme todas las tardes a llevarles ropa y comida. Iban aprendiendo las palabras cotidianas: día, noche, pan, agua y yo las iba aprendiendo en su idioma. A mi jefe le convencí de que para vender esa casa convenía esperar, así evitaba tenerlos que echar, de momento. Su alegría cuando llegaba compensaba el retraso de la operación.

En una de mis visitas presentí que algo pasaba al no oír sus risas. Me encontré con Dabir tumbado en una manta y a Shaira a su lado con unos ojos tan tristes que se me saltaron las lágrimas. Le puse la mano en la frente y ardía, la niña me hablaba en tono de súplica, pidiéndome ayuda, supuse. ¿Qué podía hacer?, no era médico, no entendía nada de bebés y se le veía muy enfermo. Estaba angustiado, no sabía cómo actuar, intenté que bajase la fiebre poniéndole trapos húmedos, pero siguió igual. Cayó la noche y, como otros días, me marché. Sentía una angustia que me oprimía el pecho mientras iba cabizbajo hacia el coche.

No podía dormir pensando que los estaba tratando como a cachorrillos abandonados y no como a personas. Ellos me habían dado mucho y yo solo les había dado cosas materiales. Me levanté en plena noche y fui a por ellos para llevarlos al hospital más cercano.

En el hospital se hicieron cargo de ellos y llamaron a la asistente social, que me reprendió por haberles dejado solos en esa casa sin buscar ayuda. Yo bajaba la vista avergonzado, porque tenía toda la razón, y no podía decir nada en mi defensa. Vino la policía, los de inmigración y todos me preguntaban y chillaban. Buena multa le va a caer a usted, decían. Pero, yo los miraba con indiferencia, estoy dispuesto a asumir mis errores, pero qué les pasará a ellos: ¿Serán deportados? ¿Irán a un centro de internamiento? ¿Los van a separar? Todas esas preguntas me las hacía a mí mismo y también a todos los que me rodeaban, sin recibir respuesta.

Han pasado varios días. Dabir sigue en el hospital y Shaira está con él. Yo estoy intentando encontrar una solución, no puedo abandonarles, quiero formar parte de sus vidas. Buscaré un abogado para ver qué se puede hacer, seguro que hay forma de que se queden conmigo. Mientras tanto seguiré en este pueblo, en el que una vez tocó la lotería, luchando por mis niños.

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