Las Cuencas de Franklin

Las Cuencas de Franklin

Linda Samuelson

01/05/2020

Cuenca (Ecuador). Octubre de 1994.

La cordillera obliga a una conducción prudente que permita dominar el vehículo a la más mínima adversidad. Los novios continuamente se enfrentan a cruces que asoman a barrancos, el camino es propenso a la niebla, el peligro acecha en cada una de las curvas repletas de baches y descarnamientos. Guadalupe y Franklin se topan con mujeres de Chachi, Cusubamba, Apahua,… Saludan en dialectos autóctonos: “rinimi” –adiós–, “cayacama” –hasta mañana–…

Guadalupe comienza a acariciar el dial de la radio. Franklin aprovecha el momento para confesarle que va a emigrar a España.

–Al final, voy a probar suerte. No hay vuelta atrás.

–Pero me dijiste que lo pensarías…

–Es mejor que no hagamos ningún drama. Nos reuniremos allí, en la Cuenca española en unos meses.

–No iré a España, ¿me oyes? Como si estuviera escuchando ahora mismo a sus mujeres: “No son mala gente, yo no soy racista, y además ellas limpian bien y son baratas, pero hay que atarlas en corto, son unas respondonas”. Después los esposos añadirían que “si en España sobrara el trabajo, no pondríamos inconvenientes; pero mientras falte, la prioridad debe corresponder a los españoles”.

El cielo se viste de lila y comienza a estornudar los primeros relámpagos; provienen de la costa y parecen estamparse contra la Colina Turi.

Fran intenta atemperar los nervios de Lupe.

–Me parece que estás exagerando.

–Y a mí me parece que estás idealizando. España, Europa, la tierra prometida, tu trozo de pastel. Créeme. Apenas hablarás con nadie que no tenga la piel tan cetrina como tú, te mirarán con lástima o con asco, te acusarán de robarles el pan de sus hijos y de arruinar con tu presencia el núcleo comercial de la ciudad, y serás pasto de pintadas en muros de suburbio, carne de cañón en las comidillas de los bares, y víctima de las sobremesas de las españolas, que, mientras invitan a sus amigas a tomar café en sus piezas de Lladró, parlotearán chascarrillos acerca de tu ingrata presencia en el país. Y cuando no tengas a nadie con quién hablar, a no ser tus propios compatriotas, te acusarán de hacer de los locutorios tu casa…

Guadalupe comienza a llorar inconsolable. Su novio para el motor de la furgoneta, la abraza, bebe sus lágrimas ecuatorianas, deja que maldiga, que grite, que aporree el salpicadero, así hasta que quedan callados bajo la lluvia amarga. Por la noche, Franklin la invita a cenar en su humilde casa. Sorprende a Lupe con un hornado con llapingachos. De segundo, degustan unas cocadas y alfajores. Se reserva para el final unos aplanchados que presenta en un cofre de sauce en forma de corazón. El corazón roto de Lupe.


Cuenca (España). Diciembre del 2004.

¿Por qué estoy tan deprimido? No tengo motivos. Es Navidad. Los pastores están adorando al Niño Jesús en el pesebre. Y yo aquí, llorando, deseando morir, desaparecer para siempre. ¿Por qué lo hago? ¿Por qué sufro? ¿Será porque Lupe no quiso acompañarme en mi delirio o porque, si ahora mismo muriera, nadie me echaría en falta? ¿Por qué he sucumbido tan pronto a mi sueño? Ahora tendría que tener dinero ahorrado, ser alguien respetado por la comunidad, pero ni siquiera la comunidad de vecinos me respeta. Me pierdo entre los recuerdos, me desborda la angustia. Estoy harto de levantarme todas las mañanas con este vacío que me está destruyendo. Mi alma se ha agotado. Como esta botella blanca. ¿Acabará todo en una nota de suicidio? ¿Me vigilará mi madre desde el cielo mientras me quito la vida a sorbos? ¿Cristalizará este soliloquio en esquela? Apuesto a que sí. Esta habitación ya huele a Embajada luctuosa, a Consulado alcohólico. Aunque todavía no he pensado en el método de suicidio. ¿Con pastillas? ¿Me practico el haraquiri con las tijeras del pescado? Podría abrir el gas butano, pero se me ha acabado. Tampoco tirarme desde el tercero parece la mejor solución: si no muero, tendrá que costearme la Seguridad Social. Qué iba a decir la gente de orden. No quisiera dar mala prensa a mis compatriotas con mi convalecencia. Puedo imaginar el titular: “Las sanguijuelas sudamericanas socavan los cimientos del sistema sanitario español”. No, yo necesito una muerte segura, sin desembolsos postreros, sin herencias desagradables para las arcas del Estado. Algo limpio, rápido y barato. Como aquellas aves que se inmolaban en las Lagunas de Ozogoche precipitándose sobre las gélidas aguas del pantano hasta morir. ¿Por qué lo harían? Quizás fueran aves migratorias que no encajaron en sus lugares de destino. Eso lo explicaría todo. Eran emigrantes que fracasaron… Jamás imaginé que fuera a descubrir la muerte en el interior de una botella de licor de Cuenca. La Cuenca de España. La Cuenca de Azuay. Las Cuencas de mis ojos… La figura de las casas colgantes atestada de polvo colma de coherencia mi hecatombe. Sobre todo después de haberme bebido toda la botella. Quema el jugo de Cuenca. Desciende por mi tráquea, como la lava del Cotopaxi. Pensaba que iba a comerme el mundo, pero el mundo me ha comido a mí. Soy una víctima del caos. Decididamente, estoy borracho. No soporto este tufo a muerte. Tengo arcadas. Ya no puedo seguir escribiendo. Pero sí bebiendo. ¿Dónde hay otra botella?

Fran yace boca arriba, excesivo como escorzo renacentista. Por su mella emerge una hilaza de saliva. Abraza una zampoña de nueve flautas. En el suelo, junto a sus pies, un par de maracas en miniatura fabricadas con dos calabazas secas del tamaño de una nuez. Sobre la mesa, un pinquillo y una foto de sus padres. Una lágrima silenciosa resbala por su mejilla cuando recuerda las playas del sur y el sonido de los tambores en el Carnaval de Guaranda.

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