No habían pasado más de cinco minutos desde que el tren saliera de Chamartín, y el “skyline” de Madrid se desdibujaba ya entre la calima del horizonte. “Atención tripulación, preparen procedimientos”, sonó por la megafonía anunciando el inminente túnel del Guadarrama, por el que el tren se internaría a lo largo de veintiocho quilómetros en las entrañas de la Sierra, a más de doscientos cincuenta quilómetros por hora.
Casi cincuenta años después, Antón volvía a casa. Había volado durante doce horas de Buenos Aires a Madrid, y le quedaban casi cinco de tren hasta Ourense.
Acomodado en su asiento, sobre su regazo, un paquete cuidadosamente envuelto en papel de estraza, y en sus manos la carta que su amigo Marcial le había entregado días antes de morir. En ella se despedía pidiéndole un último favor: que el paquete que le entregaba llegase a su destino.
En la estación de Ourense, su hermana y su sobrino aguardaban por él para llevarlo de vuelta a la aldea de Trasmonde, su casa, la patria de su infancia. Una infancia feliz hasta donde recordaba, y a pesar de las circunstancias adversas en las que a su familia les había tocado vivir, y que les obligarían a emigrar a la Argentina, en busca de una fortuna que Galicia les negaba.
Al día siguiente Antón se levantó temprano, desayunó, y se dispuso a recorrer a pie los tres quilómetros que separaban la casa de Carmiña de la suya.
De casa grande era Carmiña, que es como en Galicia llaman a las de portalón rematado en cruz, chimenea almenada y ciprés. Con Cura y escribano, y rentas suficientes como para no pasar estrecheces, y algo más.
Carmiña la había heredado de un tío cura ya en franca decadencia, y en ella subsistía con una exigua pensión, cuidando de un hijo enfermo.
Antón golpeó tres veces el llamador de hierro del portalón principal, coronado por una cruz tronzada por un rayo y del que sobresalía el centenario ciprés, al que tantas veces había trepado de niño en busca de huevos de torcaz. Tras unos eternos segundos de espera, la puerta se abrió y, del otro lado, la que fuera la muchacha más bella de la aldea, a la que Antón recordaba joven y radiante, con unos ojos que parecían corales azules y el pelo del color del centeno, aparecía ahora una mujer ajada, con el rostro consumido por el tiempo y la desdicha, era como si la vida le hubiese pasado dos veces por encima.
Él se presentó, y ella no tardó en reconocer al que un día fuera Tonecho, el de Trasmonde, el niño que trepaba el ciprés para robar huevos de paloma.
Antón le contó que Marcial había muerto, y que le había pedido que le entregase este paquete. Carmiña lo cogió y, allí mismo, sobre un arcón de la entrada, lo abrió y empezó a sacar y a ojear lo que había en su interior. Tomó una nota doblada por la mitad, la abrió… y comenzó a llorar desconsoladamente. Sus ojos azules centelleaban de puntitos amarillos. Había en ese llanto ternura y mucho de la joven que un día se había quedado atrás, sin atreverse a cruzar el océano.
Marcial le enviaba un manojo de cartas sin abrir, una gran suma de dinero, acciones y títulos depositados en entidades bancarias. La nota rezaba lo que sigue: “Querida Carmiña, cuando recibas esto yo estaré ya muy lejos. Las cartas son las que te escribí a lo largo de muchos años, y que nunca me atreví a enviarte por no turbar tu felicidad, el resto es dinero, gran parte del que ahorré y que ahora ya no voy a necesitar. Solo me arrepiento de una cosa, de no haberme atrevido más.”
“Y yo también, mi amor” dijo Carmiña cuando terminó de leerla.
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