Movimiento perpetuo

Movimiento perpetuo

Nacho Cañas

29/04/2020

Coincidieron en un humilde mercado. Allí, los olores se fundían con los sabores creando una sinestesia de placeres para los sentidos. Congeniaron de una extraña manera, cuasi profética, luchando contra viento y marea, contra natura se diría. Dos criaturas de procedencias tan lejanas y distintas que se unieron a pesar de todo. Dicen que cualquier gran viaje comienza con un pequeño paso. Dicen bien. Ese trayecto empezó en una paupérrima aldea, donde los juncos asoman sobre un horizonte infinito de campos de arroz.

El carromato traqueteaba por encima del pedregoso camino, surcando las montañas, los valles, pasando de largo sobre un jacuzzi improvisado donde cinco vacas miraban obnubiladas la hipnótica espiral que formaba una espiga de trigo enganchada a una de las ruedas.

Un autobús cargado hasta los topes, cada asiento ocupado por una historia con prisa, con desesperación, con ilusión, con miedo, con esperanza. Algunos llevaban toda su vida en un hatillo, otros huían de ella.

Asientos desvencijados en un tren, cuarenta y cuatro grados a la sombra, minúsculos ventiladores que desprenden un aliento cálido. Prendas que reflejan formas de continentes imaginados por un sudor que emana inexorablemente de los poros sobrecalentados por el efecto invernadero creado en los ataúdes metálicos con ruedas en los que está escrito «Tercera clase».

Cientos de bicicletas forman un océano que se comporta como tal. Movimientos líquidos colándose entre los vericuetos del tráfico que fluyen por ellos como un desbordante río de trabajadores.

Los cables se elevan sobre los tejados barrocos de la vieja ciudad europea creando una telaraña de chispas. De ellos cuelgan los pocos tranvías que quedan en las dos líneas de la urbe como fósil viviente de una idea de tiempos antiguos. Sus viajeros son polos opuestos de la vida. Niños entusiasmados por una experiencia nueva y ancianos que obtienen retazos del pasado añorando el tiempo en el que los huesos no formaban una sintonía percusionista a cada movimiento.

Zapatos y cinturón a la bandeja. Chaqueta. Portátil fuera de la bolsa. Las llaves. ¿Lleva líquidos? Pasa el arco de seguridad apesadumbrado como un condenado recorre su última milla. Aun así, el sonido retuerce el tímpano y confirma lo que intentaba evitar. La posición que adopta le recuerda a los recortables que colgó su sobrino durante el último día de los inocentes. Manos y pies forman una equis que permite al detector de metales recorrer su cuerpo como un circuito de fórmula uno. Un pitido acusa manifiestamente a las culpables: dos monedas olvidadas en un escondido bolsillo de atrás. Ya pasó. Todo correcto. Se une al enjambre. Vancouver, Singapur, San Francisco, Manila, Delhi, Dubrovnik. Puerta 23A. Paso apresurado. Le viene a la mente el aniversario con su mujer. Compra su perfume favorito. Se ha equivocado. Esa será la gota que colmará el vaso y le costará la relación. Llega al embarque. Justo a tiempo.

Beatriz había encargado un mueble para su cocina. Tenía que ser de unas medidas muy concretas debido a la peculiar distribución de su angosto apartamento barcelonés. El mueble, compuesto de madera contrachapada y pintura blanca, llegó en barco que parecía un gigantesco pastel de metal, engranado por cientos de contenedores. Salió de uno de ellos y así completó su éxodo. Había recorrido el globo terráqueo de este a oeste. Todo esto sucedió en treinta y seis horas, cuarenta y tres minutos y doce segundos.

Todos esos sitios, todas esas situaciones, cada átomo y cada momento habían acabado transportándolo a él, un virus invisible para el ojo humano, a casi todos los lugares del planeta.

Y entonces la humanidad paró.

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