“No sé si hoy es jueves o viernes. Pero no importa, todos los días se parecen”, pensó Domitila ni bien abrió los ojos y se colmó del verde que ya no le provocaba la alegría del primer día.
Se ajustó la pollera, se colocó las abarcas en medio de las bocinas que empezaban a despertar la ciudad y recordó la soledad del silencio de la planicie y del ayllu que la vio crecer.
Allí donde le imploraba a la Pachamama por la fertilidad de la tierra y donde el Huayna-tata, el dios del viento, se escondía entre los cerros sin remover las aguas del Titicaca para rociar las tierras.
Su mirada se perdió, por unos instantes, en la solitud de las montañas que había contagiado a su ayllu.
No sentía dolor en las grietas de sus pies ni de sus manos que, alguna vez, labraron la pequeña porción de tierra que les proveía, tan solo, una variedad de papa. El dolor se fecundaba en la aridez de la llanura que poco a poco había secado su alma.
Un día, mientras sus lágrimas se extendían sobre la aridez de la tierra, le había dicho a Juanita, su hija de trece años, que tendría que abandonar el ayllu y buscar mejor vida en otra región del país.
Domitila, con el rostro agrietado por los rayos solares sembraba más años de los veinticinco recién cumplidos, pero el trabajo del arado y el pastoreo de llamas y cabras le habían forjado el carácter para no rendirse.
Fue así que emprendieron camino en busca de reiniciar la vida. Salieron a la carretera y de allí de camión en camión pasaron por varias ciudades hasta llegar a Santa Cruz, ciudad que la describían prometedora.
Al llegar, sintieron un calor húmedo y desconocido que las incomodó. Llevaban ropajes tradicionales de su región que eran de lana de llama y oveja. Se quitaron los sombreros para darse un poco de aire en el rostro y calmar el bochorno. Recorrieron calles estrechas y amplias avenidas entre palmeras y árboles que nunca habían visto. En algunas rotondas de la ciudad se encontraron con paisanas del norte de Potosí que pedían limosna.
El manto de la noche iba cubriendo la ciudad cuando vieron una plaza poblada de árboles y bancos de madera. Comieron los últimos panes que traían del viaje y se acostaron a dormir sobre dos bancas contiguas.
Al despertar, Domitila tomó una decisión.
—Hija, vamos a tocar las puertas de las casas que están cerca para preguntar por trabajo.
—Y si no quieren que nos quedemos las dos ¿qué haremos? —preguntó Juanita, con cierta preocupación.
—Vamos a pedir trabajo para mí y tendrán que aceptarte.
Empezaron por las casas próximas a la plaza y continuaron por las calles paralelas. Deambularon toda la mañana tocando timbres, pero sin éxito.
—Mamá, siento un hoyo en el estómago, estoy sudando y creo me voy a caer. No puedo caminar más —le dijo su hija, mirándola con ojos acuosos.
Domitila la dejó sentada sobre la acera, bajo la sombra de un árbol y se ubicó en la calle a extender la mano a todo automóvil que se detenía en la intersección, como había visto que hacían sus paisanas en las rotondas.
Con algunas monedas que recibió compraron pan y leche en una tienda cercana.
Luego de reponer energías, emprendieron nuevamente camino en búsqueda del trabajo que Domitila se había propuesto conseguir. Pero la noche llegó pronto, volvieron a la plaza y se acomodaron a dormir.
Al amanecer, cientos de pájaros que habitaban los árboles las despertaron con sus cantos. Tras lavarse los rostros en un grifo de la plaza, se encaminaron hacia la tienda a comprar algo para desayunar. A escasos pasos que dieron, una joven con un delantal celeste corría detrás de ellas y gritó:
—¡Señora, señora, espere, mi patrona quiere hablar con usted!
Luego de negociar durante una hora, Juanita, sumida en el mutismo, miraba a su madre con ojos vidriosos desde el jardín donde acababan de hacer un trueque por su vida.
—Yo le voy a dar comida, cama y ropa a tu hija y ella cuidará de mis hijos pequeños. Vos no te preocupes —le repitió una vez más, la dueña de casa.
—¡Ay señora! No sé, si hago bien, ella es una guagua todavía.
—Puedes venir a verla y hablarle un ratito, pero por la reja. Hoy vamos a darte almuerzo y cena y también doscientos pesos para que tengas que comer hasta que encuentres trabajo.
—Y tú ¿no puedes darme trabajo? ¿Aunque sea para que te lave la ropa? — preguntó Domitila.
—No, no puedo. Vuelve a la hora del almuerzo —le contestó la patrona de Juanita, cerrándole la reja tan rápido que por poco atrapa su pollera.
Domitila, después de cenar sobre la acera, regresó a la plaza, esta vez a dormir sola. Se daba vueltas de un lado a otro sin poder conciliar el sueño. Volvió a sentir que el pecho le apretaba, como aquella vez en el ayllu.
En los días sucesivos, caminó y caminó sin conseguir trabajo en ningún lugar. Sumado a este infortunio, la patrona de Juanita le prohibió volver por su casa porque interrumpía el trabajo.
Sin embargo, no podía dejar de ver a su hija y se las ingenió para que así sea. Noches seguidas, Domitila se paró frente a la casa y alzaba la vista hacia Juanita, que desde una ventana secaba sus lágrimas con el delantal celeste.
Tras sentir que el pecho no aflojaba y que sus ojos se habían secado, Domitila no volvió a acercarse a la casa donde trabajaba su hija, pero se quedó en las cercanías pidiendo limosna.
Por las noches, contaba las monedas que había ahorrado y las envolvía en un atadijo de paño grueso, lo apretaba sobre su pecho y se dormía, soñando que abrazaba a Juanita.
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