Ciudadanos pobres en sus terruños, sin acceso a la educación y al trabajo, se abarrotaron en los barcos y se lanzaron para América.

Trajeron todo lo que no se compra con dinero, su cultura, sus ideas, las ganas de ser mejores, sus oficios, la música y sus comidas.

Atrás quedaban madres, hermanos y hasta esposas e hijos.

Seres cargados de esperanzas compartidas y amarguras no resueltas. Solitarios. La tierra nueva les haría olvidar sus penas, sus fracasos, esos rencores viejos. Eran jóvenes llenos de vida y de ilusión. La Europa ancestral quedaba atrás y se hacía pequeñita a medida que el barco se alejaba de la costa. Y en ese preciso momento en que ya los ojos no alcanzaban para ver los pañuelos blancos que saludaban a los “afortunados” embarcados para América y el puerto quedaba sólo en la retina, alguna pequeña, solitaria y penetrante lágrima de melancolía se instalaba lentamente en los corazones.

Los días a bordo eran variados, a veces el mar les dejaba descansar en la cubierta, tomando el sol mientras miraban a los niños jugando inocentes su destierro y otras embravecido los encerraba en los camarotes, aferrados a los camastros como anunciando un destino incierto y oscuro. Los hombres se juntaban a jugar a las cartas, beber y cantar mientras contaban historias de amigos que habían hecho fortuna en la Argentina. Las mujeres tejían y bordaban al tiempo que observaban desde el salón comedor.

21 días de espera navegando hacia occidente, 21 días de ansiedades contenidas. El puerto de Buenos Aires por fin era la vista más anhelada y estaba ahí esperando majestuoso.

Confusión. Eternas filas de Babel entrecruzando idiomas y destinos. En un extremo del gigantesco salón, una mesa y un cuaderno enorme donde quedaban registrados; el notario apuntando los difíciles apellidos que le encantaba castellanizar y el milico para guardar el orden. Todo en una maraña de funcionarios que repartían los destinos de la gente advenediza como si repartieran caramelos en una fiesta de casamiento: vos sos agricultor te vas a ir a Santa Fe, vos albañil te podés quedar acá que hay muchas obras para hacer, vos…

De ahí al Hotel de Inmigrantes hasta conseguir los papeles y el destino final. Las mujeres y los niños en este pabellón, los hombres en este otro.

Eran días muy difíciles en esos primeros años del Siglo XX. Muy pronto entendieron que la promesa de una vida llena de esplendor y abundancia se derrumbaba como una pequeña casa de barro en medio de la lluvia. Anclados en América, sin plata para regresar, abandonados a su suerte, hablando todos los idiomas posibles, empezaron su derrotero por esta tierra enorme, misteriosa, árida y ajena.

Ellos fundaron y dieron forma a nuestras ciudades de la pampa; hombres y mujeres que contaban solamente con su fuerza de trabajo y su espíritu indomable. Esa pampa recién arrebatada al indio y repartida entre unos pocos, ofrecía sin embargo la posibilidad de tener un lugar en el mundo. Así lo entendieron y así lo hicieron. Aquí crearon sus familias, criaron a sus hijos, levantaron sus casas y cosechas. Construyeron ferrocarriles, pueblos, caminos, puertos, puentes, escuelas.

Siendo la mayoría analfabetos, su principal anhelo era que los hijos accedieran a la educación para que no sufrieran su destino. La escuela era el templo donde se terminaba la pobreza y empezaba la prosperidad.

Era una sociedad sencilla, de radio eléctrica en la repisa colgada en una pared de la cocina, estufa a kerosene y cine los sábados por la tarde. Bailes en los clubes de barrio en los que se formaban las parejas bajo la atenta mirada de la madre. Almuerzos domingueros gigantescos donde se juntaban padres, hijos y nietos. Los juegos de baraja con amigos y vecinos por las noches de invierno, el mate en la vereda en las tardecitas de verano y la cena bajo el parral. Eran felices con lo simple.

La vida transcurría lentamente en el nuevo mundo, los hijos crecían, los idiomas se olvidaban y la lengua oficial se hacía más comprensible. El pasado no se contaba. Los hijos no preguntaban. Había tal vez ese acuerdo tácito por el que no se removían recuerdos que lastimaban a unos y no enorgullecían a otros. Estaba todo en orden. Solamente a veces en las noches oscuras del invierno, esa pequeña, solitaria y penetrante lágrima melancólica se volvía a adueñar de sus corazones y comenzaba a crecer. Salada como sus mares abandonados, brotaba a veces lenta y otras presurosa mientras se apagaba el candil dejando paso a las primeras estrellas de la noche.

Hoy ellos ya no están. Y con ellos se fueron los ferrocarriles, los pueblos y las escuelas. Poco queda de esas historias y de esos lugares. Los hijos son viejos y los nietos estudiaron en la universidad. Todo se volvió más complejo, la sociedad se endureció, las nuevas tecnologías invadieron el mundo, el tiempo pasa más rápido. La vida es otra, Argentina no es la misma niña mimada que atraía a millones. Hoy es la victimaria que destroza los sueños de los jóvenes. Y nuevos aires hacen mirar a los nietos hacia esa Europa prometedora. Se hacen colas en los Consulados buscando los papeles que les permitan volver a los terruños que una vez dejaron los abuelos. Se vuelven a aprender los idiomas olvidados. Se suben a los aviones. Parten con la misma esperanza con que los antiguos vinieron. Y la rueda de la vida los acerca inexorablemente a sus raíces como completando el ciclo de una vuelta eterna.

Tal vez el destino de la humanidad sea migrar. Tal vez las tierras prometidas estén en el inconsciente colectivo atrayendo como cantos de sirena. Lo cierto es que seguramente habrá una nueva pequeña, solitaria y penetrante lágrima melancólica que se instale en otros corazones en los mares del Norte.

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