Gracias a las migraciones, el ser humano subsistió haciendo frente a los cambios del ecosistema, ello desarrolló tu bicho (gen receptor de dopamina D4, implicado en innovar y rechazar viejos hábitos). Tu bicho, te hace cosquillas cuando aprendes algo, y existen grados, por ejemplo, si tu cuerpo responde débilmente a esas cosquillas, tienes que alimentar con más estímulos a tu bicho para sentirte satisfecho, por lo que rechazas la rutina, te aburres fácilmente, tienes gran capacidad de adaptación y obsesión por experimentar o explorar, aunque suponga riesgos.
Cada persona tiene su pequeño bicho, que se materializa y va teniendo una metamorfosis acorde con las fases y estímulos de su vida.
Uno de los mayores cambios que recuerdo de mi bicho fue cuando me fui de España, hace 10 años, a Inglaterra, sin darme cuenta, mi bicho
que en aquel momento era una Performance (acción activa, etérea y translucida, algo muy significativo en mi aprendizaje universitario para lidiar con la fobia social), comenzó a hincharse descomunalmente.
Una noche, durmiendo, escuché los gritos de mis flatmates, y al salir del cuarto una ola gigantesca de humo negro invadía la casa, intentamos apagar la cama en llamas en vano, y al percatarnos de la dificultad para respirar, corrimos, y volé por las escaleras tres metros partiéndome el glúteo izquierdo (descubrí que cuando algo se te rompe nunca se regenera por completo, y ahora cuando mis amigos me preguntan por aquello, les digo con una carcajada, que me partí el culo de risa “literal”). En la carretera descalza, en pijama, observando como el humo atravesaba los cristales que explotaron del calor, noté como mi bichillo me rascaba, así que, le pregunté a un fireman: ¿por qué hay tantos incendios aquí, son las construcciones antiguas, las moquetas…? El bombero me observó extrañado y sin aguantar una sutil risa, respondió: Honey, ¿es tu casa?, porque no lo parece. Creo que se extrañó al ver mi tranquilidad, supongo que mi bichillo es quien me da esa serenidad en situaciones extremas. Aquella noche mientras veía a la gente correr, y Helen en la ambulancia por intoxicación, todo parecían secuencias de una película, entonces mi bichillo me apretó la mano y susurro “nos vendrá bien, una oportunidad para dejar tu síndrome de Diógenes atrás, perdiste cosas, pero son solo eso, cosas”, y comencé a vivir con mi ordenador y un recambio de ropa, nada más.
Sin percatarme, observé cómo a mi bichillo le crecieron plumas enormes de un color negro brillante. Una noche al salir del trabajo, monté en mi bicicleta para ir a casa, entonces, dos tarados borrachos desde un coche, me lanzaron una roca enorme, impactando en mi hombro con tal fuerza que me estampé contra un camión aparcado y reboté a la carretera. Tuve mucha suerte, si pasa un coche me habría arrollado. En momentos así es cuando mi bichillo se asusta, y esconde sus alas dejando que mi cuerpo entre en pánico y huya. Magullada, dolorida y atemorizada por si volvían, monté como pude en la bicicleta, con una rueda doblada que me obligaba a ir a trompicones, y pedaleé llorando todo lo rápido que pude con un enorme nudo en el estómago. Sin duda una de las noches de mi vida que más miedo he pasado, porque estaba sola.
Al llegar a casa, normalmente todos duermen, pero aquel día encontré a Nanda, la madre Brasileña de mi hostfamily, llorando, lo que me extrañó mucho ya que se trata de una mujer muy fuerte, que compagina su trabajo de cocinera con el del host, llena de carácter, extremadamente optimista y divertida, luchadora, tirando de su familia, que me recordaba a mi abuela por su perseverancia y cariño. Me acerqué y me abrazó entre sollozos, “¡me lo mataron!” gimió, “llamaron de Portão, mataron a mi hermano de un tiro en la cabeza en plena calle”. Nanda no quiso despertar a la familia, nunca le conté mi mala experiencia porque me necesitaba mucho, la vi desgarrada y también me hacía daño verla sufrir, me abrió su casa como si fuera una madre cuando la mía estaba lejos, nos abrazamos entre sollozos durante toda la noche.
Con los rayos del sol pude ver a mi bichillo asomando su pico entre la cascada de lágrimas que habíamos creado aquella noche entre nosotras y él, y me di cuenta de que tenía forma, era un cuervo magnífico, impresionante, me acarició el hombro y me dijo: “pequeña, tu angustia no se irá, encontraste aquí familia y conversaciones en otro idioma, pero es hora de volar”.
Y volé, mi bichillo se transformó en un libro de arena dorado en Malta, en un kimono sin cinturón en Francia, en un tenedor gigante de hielo con espaguetis de púas en Serbia, en una mazorca de dulce olor en México, en una llaga que expulsaba agua en Portugal… tantas cosquillas y metamorfosis, que cambiaron por completo mi cuerpo y mi mente.
Sin embargo, las últimas navidades, tras tantas lejos, mi bichillo con forma indefinida desde hacía algún tiempo, cambió las cosquillas por caricias, y tuve el impulso de ir a casa de mis padres. Al poco tiempo, algo extraño sucedió, una enfermedad asoló el mundo, y nos obligó a no salir de escasos metros cuando mi vida es el viento. Sin embargo, para mi sorpresa me alegré, habría sido tan fácil estar a miles de kilómetros de ellos preguntándome por su salud, pero podía verlos y sentirlos, aprendí que volar no tiene sentido, si no puedo compartirlo con ellos.
Obviamente hay bichillos vagos que apenas se molestan en hacer cosquillas, acumulando arritmias, y olvidando lecciones. Pero por norma nuestros bichillos trabajan más en las crisis y cambios, nos encontramos en un momento en el que necesitamos más de ellos, recuperando cosas olvidadas, modificando nuestra mirada y prioridades, siendo muy difícil volver a como éramos.
No sé estos meses en que se convertirá mi bichillo, pero sé que las cosquillas que me hace ahora son diferentes a las de hace 10 años.
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