La verdad,  -por lo menos la de esta historia-, es que son pocos los que, cuando se van lo hacen huyendo del pasado. Lo cierto es que quienes toman el impulso de irse y lo siguen son aquellos a los que el futuro les juega a las escondidas.

Agendar despedidas es más arduo que llenar formularios; hace falta más paciencia para ubicar el destino en un mapa que para hacer filas en la embajada de cualquier país, en cualquier país.

Pero uno se está yendo y esa es a lo mejor la última vez que pisa una calle, que se detiene en un abrazo o en un semáforo. No puede, entonces, distraerse.

Colecciona finales. Fija cada momento dentro de los párpados con la fuerza de quien estampa recuerdos.

La verdad, es que quien se va debe seguir yéndose hasta que consiga llegar. Lo que es en sí, otra peripecia que puede durar años.

Abuela I

Cuando mi abuela se fue de su casa, puso sus cartas en la valija de mano. No sé que otras cosas se llevó consigo pero seguro que fueron poquísimas. Los que emigran suelen viajar livianos: lo de más es echar de menos.

En el barco, mi abuela abrió la cartera y comenzó a jugar. Concentrada en ganarse a sí misma, a lo mejor, logró distraerse de lo que iba perdiendo. No volvió a preguntarse cuánto faltaba para llegar ni a dónde y, revolviendo bien para acomodar el azar, estaba mientras alguno a su lado gritó tierra a la vista.

Mi abuela vivió poco desde entonces y, como única herencia, dejó  los naipes y, sobre todo, las reglas del juego.

Abuela II

Cuando mi abuela conoció el mar, en vez de traje de baño, llevaba abrigo. Sus pies no rozaron siquiera la espuma. En lugar de un balde y una pala, sostenía con las dos manos, una maleta. Eso, no creo que lo haya lamentado: la arena, comparada con la nieve, sale perdiendo en color y maravilla.

Mi abuela, en ese entonces no era mi abuela ni sabía nadar, pero, al mar, lo atravesó entero.

Durante el viaje, las voces de los otros hicieron de canto de sirenas y tan atenta estuvo en pescar alguna palabra, que no extraño lanzar anzuelos por la borda.

Cuando mi abuela cumplió los ocho años, el barco atracó. Ella bajó sin sentir que llegaba a destino. Entonces, le dio la espalda al mar sin sentir pena. Algo de ella había naufragado.

Madre

No había terminado del todo de nacer cuando, por primera vez, cruzó la frontera. Era un viaje de vuelta a un país que desde entonces y por un tiempo iba a ser el suyo.

Era julio y aunque no hacía frío se hacía imposible entrar en calor: la ciudad que le daba la bienvenida estaba ruinas y la familia, apenas reconstruyéndose.

Ella iba a gastar la infancia aprendiendo una historia que más vale olvidar; comiendo harina y papas y papas con harina y atravesando puentes que, en el mejor de los casos, lograban unir nada con nada.  Los adultos sufrían de todo por no sufrir amnesia. 

Irse era una opción y, todavía la peinaban con trenzas, cuando por fin se convirtió en la única. No es de extrañar que no sintiera pena, que se subiera al barco a la carrera y siguiera corriendo, de babor a estribor, sin parar de reírse en los dos meses que tardó en alejarse de un país que, desde entonces, nunca más, iba a ser del todo el suyo.

Cruzando el Ecuador la bautizaron, pronunciaron su nombre que, a esa distancia, ya sonaba distinto. Ella se tomó hasta el fondo el vino que le sirvieron en la copa. No le gustó, las burbujas le hicieron fruncir el ceño pero, como estaba contenta, se recompuso pronto del disgusto y del mareo.

Tomó más y de nuevo sin conseguir emborracharse por primera vez. Así, no había empezado del todo a crecer cuando cruzó la frontera de un país que desde entonces y por un tiempo iba a ser el suyo.

Poco le costó hablar cuando encontró con quien y se cuidó bien de no aprender a traducir nada de lo que pudiera hacerle falta y si alguna vez, algo llegó a extrañar ya no pudo decirlo.

Yo

A los doce tenía, dos minifaldas y bastantes muñecas. El cuarto pintado de rosa, un chico que me gustaba en secreto y unas ganas enormes de gustarle.

Casi todos los días sacaba buenas notas y, del bolsillo, las llaves de mi casa. Y es que tenía ya permiso para ir sola a la escuela, a visitar amigas y hacer mandados. Sabía de memoria los nombres de las calles y no había manera de perderme dentro de las fronteras de mi barrio. El único peligro era, si acaso, que en una esquina poco iluminada me asaltara… una duda.

Acababa de cumplir doce y, a gritos y sin tener de quien, defendía mi incipiente colección de favoritos que incluía amigos, libros, canciones y sabores de helado; películas, color, equipo de futbol y hasta partido político. Fascinada, estrenaba, siempre que se podía, ropa y certezas.

Ninguno me cupo en la valija. Por eso, al aeropuerto, llegué a rastras. Mis papás me empujaban sin lograr convencerme de que se podía vivir sin saber dónde, ni tener dirección, apenas rumbo.

A mi alrededor, todo se despedía, Todos me despedían y yo me iba y me iba quedando sin nada más que familia y ganas de llorar y llorar.

Y lloré. Lloré por los que se quedaban y por no poder quedarme yo con ellos y por lo que de mí se iba quedando y yendo.

Lloré de rabia y de tristeza, de miedo, de cansancio y de niña que todavía era.

Lloré  sin agotar el llanto ni agotarme y fui dejando detrás un caminito de lágrimas.

Lloré en lugar de hablar y de enojarme, sacudiendo los hombros, la cabeza, goteando entera.

Lloré hasta que las lágrimas, aterrizaron conmigo y no me di cuenta, entonces, que era que llovía

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