Recuerdo ahora, en esta noche triste, lo que me dijiste: Todo será terrible mañana. Estábamos tumbados en la cama y empezábamos a desearnos. Fuera, llovía en París y tú lo dijiste: todo será terrible mañana.
Un hombre puede desencantarse de muchas cosas, dejar atrás los sueños, incluso volverse una persona totalmente diferente, pero raras veces un hombre deja de creer en su pasado. Creo que esa es la historia de cada hombre sobre la faz de la tierra, de cada ridículo individuo que haya confeccionado nuestra especie: el amor por el pasado. Es algo inexplicable, casi patético, también una forma de no afrontar la vida, como tantas otras. Qué tristeza repentina, qué dolor. Si ahora mismo tuviera fuerzas, desde luego en lugar de estar escribiendo me pondría a llorar.
En mi cabeza París sigue siendo París, nada ha cambiado: ni las enormes avenidas, ni la pastelería donde te gustaba tomar el té, ni los puentes, tampoco sus gentes cansadas y tristes, siempre andando hacia ningún lado. Nada cambia, nunca. En la vida, cuando uno realmente se enfrenta a la vida, todo se concibe para que sea para siempre. En mi cabeza cada esquina de París llevaba ahí toda la eternidad y toda la eternidad ahí seguiría, al igual que iba a seguir tu rostro a mi lado cada vez que yo volteara la cabeza. Y ahora escribo porque mientras termino estas páginas nada ha cambiado, París aún es París y al voltear la cabeza sigue tu rostro pegado al mío.
Y por tanto, como París es París, todo sigue igual que entonces: Una pareja se besa sobre el Pont des Arts, un taxista hace sonar la bocina, alguien toca el piano en el Budha-bar, ahora este niño va a sonreír… Son las cosas que pasaban, son las cosas que pasaron. Luego nos acurrucamos en la cama y tú dijiste: todo será terrible mañana. Y ahí fuera, el mismo amor, la misma lluvia; citando a Campanella.
Cuando tú te quedaste y yo marché a la Argentina aquella madrugada, no sólo empezó la difuminación de tu rostro en mi memoria, sino también el lento olvido de París, pues a este sólo puedo recordarlo a tu lado, inamovible.
Y Argentina era un país muy alegre, y en esa época yo estaba muy triste. Allá nada era sencillo: ni mi trabajo de oficinista, ni las muchachas que bailaban tangos por las esquinas, ni el dinero ganado de pronto… Por las noches te llamaba asqueado, tú tratabas de decirme que todo terminaría deprisa, que me acostumbraría al tedio y a la agencia, y que volveríamos a vernos, todavía. Y yo te escribía cartas y cartas, siempre te escribía hasta que se me cerraban los ojos, después de llamarte, como intentando prorrogar tu voz a través de mi letra. Te acordarás también de mi vecina Maite, la ancianita psicóloga que me preparaba galletas los domingos. Ahora sí, ahora ya la entiendo: era la soledad.
Recordarás, quizá, aquella serie de sueños que tenía en mis primeros meses, cuando escuchabas impasible al otro lado de la línea mis disparates. Los labios que se cerraban, los espejos negros, la cama al borde del abismo… Recordarás, supongo, igual que yo recuerdo. Ya sabes, ya te lo he dicho, son las cosas que pasaban, son las cosas que pasaron.
Y qué decir ya de Argentina, de Buenos Aires, de sus calles y sus gentes. Cada tarde me sentaba a leer desde mi balcón, donde se veía una plaza, siempre inquieta, y allí pasaba horas y horas guardando a que llegara la hora del poniente. Horas que ahora sólo se traducen en un pensamiento, en un instante; toda la memoria de las horas que pasan terminan por ser un instante en los pensamientos del presente. Y es que la memoria no es la prueba de una realidad del pasado, sino de lo ilusorio del tiempo, de la tremenda paradoja que supone vivir y creer que un día se apagarán los soles y dejaran de existir las cosas que vemos igual que dejan de existir las personas que queremos. Y aún así ser conscientes del flujo del tiempo sobre nuestros cuerpos, y tener nostalgia, y tener recuerdos.
Un viaje nunca es un viaje, siempre es una despedida. Ya sea de aquello que dejamos atrás o de lo que amargamente olvidamos o confundimos. Y es que qué poco queda de las cosas que uno vive a través de los años, qué poco se recuerda y de lo que se recuerda, cuánto se calla, y de lo que se calla, cuánto se termina olvidando igualmente. Qué ridícula parece ahora la memoria, me repito, qué lejanas son las cosas que pasaban, qué ridículas son las cosas que pasaron.
Escribo esto en mi cama, mientras fumo, y mientras recuerdo. Y me repito todo el rato lo mismo: Todo será terrible mañana.
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